sábado, 13 de diciembre de 2003

Hubo un tiempo en que escribir unas líneas en la piedra, el hierro, la madera o el mármol de las tumbas, era obra de poetas.

Anónimos epitafios, algunas pocas veces sostenidos por el nombre de su autor, eran un ejemplo sublime de biografía. Y a veces de biografía autorizada, pues había quienes los encargaban en vida.

Pero por cierto que, puestos a elegir, los mejores son los que la posteridad regala, o endilga, al interfecto sobre su lápida, en la forma estricta, mínima, breve, como una señal de camino.

Espléndida concisión la de estas biografías. Impresionantes bisagras engastadas en la puerta impresionante entre un mundo y otro.

Claro que, en materia de literatura cineraria, también están las palestras epidícticas, los encomios de circunstancias, los discursos que despiden: l´hommage sur le tombeau.



Pero, creo, nada como el epitafio.


Hay ejemplos sublimes que alguna vez habrá que recordar. Pero, en tren de preferencias, en el episodio que rodea a la muerte de Lázaro, según lo relata san Juan, hay tantas frases breves que parecen a propósito para ahorrarle trabajo a la inventiva del escultor de frases.


"Cuánto le amaba", dicen los judíos, viendo llorar a Jesús conmovido por el llanto de María, hermana del muerto, su amigo.

Y allí ya tenemos uno.

"Levantad la piedra", dice Jesús. Y van dos.

"Señor, hiede...", dijo Marta, la otra hermana. Y van tres.

"¡Lázaro, ven fuera!", dice Jesús al muerto ya atado con los lienzos rituales funerarios. Y van cuatro.

"Desátenlo y déjenlo ir", dice Jesús finalmente. Y son, por lo menos, cinco señales (aunque con más atención y ciencia, se sacan más).



Cualquiera de ellos me gustaría para mí.

Y mejor todavía, si fueran los cinco, así, en ese mismo orden.