miércoles, 17 de diciembre de 2003

La Gaita y la Lira

¡Cómo tira de nosotros! Ningún aire nos parece tan fino como el de nuestra tierra; ningún césped más tierno que el suyo; ninguna música comparable a la de sus arroyos. Pero... ¿no hay en esa succión de la tierra una venenosa sensualidad? Tiene algo de fluido físico, orgánico, casi de calidad vegetal, como si nos prendiera a la tierra sutiles raíces. Es la clase de amor que invita a disolverse. A ablandarse. A llorar. El que se diluye en melancolía cuando plañe la gaita. Amor que se abriga y se repliega más cada vez hacia la mayor intimidad; de la comarca al valle nativo; del valle al remanso donde la casa ancestral se refleja; del remanso a la casa; de la casa al rincón de los recuerdos.

Todo eso es muy dulce, como un dulce vino. Pero también, como el vino se esconden en esa dulzura embriaguez e indolencia.

A tal manera de amar ¿puede llamarse patriotismo? Si el patriotismo fuera la ternura afectiva, no sería el mejor de los humanos amores. Los hombres cederían en patriotismo a las plantas, que les ganan en apego a la tierra. No puede ser llamado patriotismo lo primero que en nuestro espíritu hallamos a mano. Esa elemental impregnación de lo telúrico. Tiene que ser -para que gane la mejor calidad- lo que esté cabalmente al otro extremo, lo más difícil; lo más depurado de gangas terrenas; lo más agudo de contornos; lo más invariable. Es decir, tiene que clavar sus puntales no en lo "sensible", sino en lo "intelectual".

Bien está que bebamos el vino dulce de la gaita, pero sin entregarle nuestros secretos. Todo lo que es sensual dura poco. Miles y miles de primaveras se han marchitado y aún dos y dos siguen sumando cuatro, como desde el origen de la creación. No plantemos nuestros amores esenciales en el césped que han visto marchitar tantas primaveras; tendámoslos, como líneas sin peso y sin volumen, hacia el ámbito eterno donde cantan los números su canción exacta.

La canción que mide la lira, rica en empresas porque es sabia en números.

Así, pues, no veamos en la Patria el arroyo y el césped, la canción y la gaita, veamos un "destino", una "empresa". La Patria es aquello que, en el mundo, configuró una gran empresa colectiva. Sin empresa no hay Patria; sin la presencia de la fe en un destino común, todo se disuelve en comarcas nativas, en sabores y colores locales. Calla la lira y suena la gaita. Ya no hay razón -si no es, por ejemplo, de subalterna condición económica- para que cada valle siga unido al vecino. Enmudecen los números de los imperios -geometría y arquitectura- para que silben su llamada los genios de la disgregación, que se esconden bajo los hongos de cada aldea.



José Antonio Primo de Rivera