sábado, 31 de julio de 2004

Si no me equivoco, estos dos asuntos -típicas ocurrencias de GKCh-, son complementarios:


"The Iliad is only great because all life is a battle, the Odyssey because all life is a journey, the Book of Job because all life is a riddle."
(The Defendant)

"And my haunting instinct that somehow good was not merely a tool to be used, but a relic to be guarded, like the goods from Crusoe's ship -even that had been the wild whisper of something originally wise, for, according to Christianity, we were indeed the survivors of a wreck, the crew of a golden ship that had gone down before the beginning of the world. (...) I knew now why grass has always seemed to me as queer as the green beard of a giant, and why I could feel homesick at home."
(Orthodoxy)
El amor al prójimo (I)

Mientras miramos -y tratamos de ver- a Cristo en el pobre, es Él en realidad el que nos imita.

Nos mira, nos ve. Es Él quien primero mira al hombre. Y somos a sus ojos algo parecido a lo que vemos en Él, cuando lo vemos humillado y destrozado. La tristeza que vemos en Cristo es algo como la tristeza que Él ve en nosotros, el dolor que sufre es como el dolor que sabe que nos duele, y que Él hace en Él dolor insufrible; la pobreza, el hambre, la sed, el cansancio, la enfermedad, la muerte, la indigencia que nos agobian y nos cansan, son su modelo.

El modelo de Cristo (Cristo haciéndose hombre y hombre doliente) es el hombre pecador, indigente, pobre, arruinado, hecho una ruina, golpeado, magullado, solo, abandonado, burlado.

Cristo se mira en el hombre, se calca sobre el hombre. La perfección de la imitación que Cristo hace del hombre lo vuelve miseria, lo hace un gusano a los ojos humanos. Se hace escandalosamente pobre. 'Exagera' -según nuestra mirada que lo ve hombre y no mide fácilmente el misterio de que ésos sean 'padecimientos' de un ser también divino-; exagera las heridas, la sangre derramada, el dolor, sobreabunda infinitamente el asco, la repulsión, el odio, el desprecio.

Pero cuando vemos a Cristo ultrajado, roto, desangrado, maltratado, no se nos ocurre habitualmente pensar que con parecida conmoción mira Dios a sus creaturas humanas.

Parecería que Cristo exagera, que no es necesario cargar las tintas. Que no hace falta tanta sangre y tanto dolor. Pero no se nos ocurre pensar el misterio que hay detrás de la mirada divina.

¿Qué ve Dios cuando ve arruinada a la creatura que ama?

Miramos a Cristo doliente y humillado -en todos sus dolores y humillaciones, del Pesebre a la Cruz- y se nos estruja el corazón, y se nos saltan las lágrimas.

Pero parece que algo similar le ocurre a Dios con sus pequeñas criaturas.

Algo parecido -sólo parecido- al impulso que nos hace apretar los dientes y las manos ante la visión del Cristo de los dolores, es lo que mueve a Dios cuando mira al hombre.


Dios no es un sujeto 'prolijo'. No se impacienta porque le moleste la 'suciedad' en su reino, porque el destrozo de sus 'niños' 'desorganiza la casa'.

Dios ama el orden. Pero Dios no es un decorador, ni un ama de casa hiperpulcra.

Dios ama. Y se conduele de la desgracia de los que ama. Y el hombre nace en desgracia. Y Dios ama al hombre. Y no se arrepiente de su creación.

Y va a su rescate. Se pone a su lado. Carga su cruz. No la suya, la nuestra. Vemos a Simón de Cirene. Y recién después nos damos cuenta de quién ayuda a quién. Quién está cargando la cruz de quién.


La medida del amor divino es, precisamente, esa 'exageración' del dolor.


El pobre, el doliente, es la imagen viva del hombre desterrado, del desgraciado, del hombre que ha de ser redimido y rescatado. Como nadie, el hombre que más sufre es la figura misma del hombre, de cualquier hombre, pobre o rico, sano o enfermo, triste o feliz.

Dios no ama al pobre porque simplemente se conduele de su desgracias 'adicionales'.

Como si dijéramos que Dios piensa que el hombre ya tiene bastante con la desgracia del destierro, ya tiene bastante con la desgracia de la herida del pecado en su naturaleza...y 'encima' estas calamidades de que no tiene para cubrirse y para comer, y 'encima' le faltan las piernas, y 'encima' tiene chancros de lepra, y 'encima' babea su locura, o perdió a sus padres, o quedó viuda, o es perseguido, o nació ciego.


Mucho antes de ser el modelo del dolor, Cristo, Dios, es el modelo del amante. Y es el amor el que lo lleva a dolerse y a hacerse dolor.


Ahora bien, se nos pide -se nos indica y manda- ver en el pobre a Cristo.

Es verdad que no hay dolor mayor que Su dolor, que el dolor de Cristo.

Como es verdad que -desde que vemos su dolor que asume todo dolor humano- el dolor del hombre doliente, el dolor y la indigencia del pobre, se nos hacen como una figura, son como una imitación, un signo, una señal, un recuerdo del dolor de Cristo.


Cuando lo hacemos con alguno de ellos, con Él lo hacemos, cuando atendemos a uno de ellos, a Él atendemos.


Pero todavía nos queda ver que el dolor de Cristo -ese dolor que es como el modelo original que vemos retratarse en el hombre pobre y sufriente y por el cual dolor 'crístico' vemos a Cristo en el pobre-, ese dolor está calcado del dolor humano.

Dios no sufre. Y el primer dolor humano es el del pecado y el de la muerte. Y en Dios no hay pecado ni muerte. Ni dolor.

Pero Cristo se hace hombre para librar al hombre del pecado, de la muerte y del propio dolor, en su causa. Y se hace dolor humano; sin ser pecado, se somete; sin tener que morir, muere.

Así como el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, Dios se hace a imagen y semejanza del hombre para rescatarlo.

Cristo sufre a imagen del dolor del hombre, pero sufre al modo de un amante divino.


Y esto parece ser que es lo que está en figuras y signos en la parábola del Samaritano compasivo.


Entonces, ¿quién es quién en esa parábola y por qué?

viernes, 30 de julio de 2004

Un apunte de Chesterton respecto del amor al prójimo, en un artículo de julio de 1910:

"The Bible tells us to love our neighbors, and also to
love our enemies;
probably because they are generally
the same people."

jueves, 29 de julio de 2004

¿Por qué hay que ver en el que sufre, en el pobre, a Cristo?

Y si tenemos que ver a Cristo en ellos, si Él quiere que lo reconozcamos en ellos, si Él nos dice claramente qué papel asume y representa, ¿qué papel nos toca a nosotros, qué papel venimos a representar nosotros si Cristo es el pobre y el doliente?

¿Quién es el samaritano de la parábola? ¿A quién está representando? ¿Quién es el judío que bajaba de Jerusalén a Jericó de Samaria? ¿Alguno de los dos es Cristo? ¿Alguno de ambos somos nosotros? ¿Cuál?

¿Por qué hay que amar al prójimo?


Una vez que tratemos de ver quién es quién en esa parábola, y qué papel, el papel de quién, nos toca a nosotros frente al pobre y doliente, tendríamos que volver a preguntarnos por qué hay que ver a Cristo en los pobres y dolientes.

martes, 27 de julio de 2004

"¡Oh el dinero, el gran ideal nacional de los argentinos! Hacer mucho dinero rápidamente y por cualquier medio es la Manzana de la Vida: la Serpiente no necesita aquí gastarse mucho. Pero por lo mismo donde pecan, por ahí perecen. De mentiroso a ladrón no hay más que un paso; y de eso a todos los otros vicios, e incluso crímenes, medio paso (...) 'Criadores de vacas y cazadores de pesos', ya nos llamó Unamuno (...) Es para llorar el espectáculo que presenta el país, mirado espiritualmen­te. El liberalismo ha suministrado a la pobre gente  --no a toda, sino a la que no ama bastante la verdad--  una religión y una moral de repuesto, sustitutivas de las verdaderas; un simulacro vano de las cosas, envuelto a veces en palabras sacras.
¡Qué es ver tanto pobre diablo haciendo de un partido un Absoluto y poniendo su salvación en un nombre que no es el de Cristo -aun cuando a veces el nombre de Cristo está allí también, de adorno o de señuelo-! Se pagan de palabras vacías, vomitan fórmulas bombásticas, se enardecen por ideales utópicos, arreglan la nación o el mundo con cuatro arbitrios pueriles, engullen como dogmas o como hechos las mentiras de los diarios; y discuten, pelean, se denigran o se aborrecen de balde, por cosas más vanas que el humo... Una vida artificial, discorde con la realidad, les devora la vida (...) El hombre que no adora a Dios adora por fuerza otra cosa, dijo Tomás de Aquino; y en primer lugar al Estado, que es la obra más grande de las manos del hombre; pero...'no adorarás la obra de tus manos'."
 
Leonardo Castellani dice esto en un artículo de 1957, Una religión y una moral de repuesto, que salió en la revista Dinámica Social primero y después en su libro Cristo, ¿vuelve o no vuelve?

Podría arrancar aquí con una catilinaria, pero prefiero recordar estos días políticos y mediáticos (en todas las combinaciones de estas dos palabras), con un homenaje y una cita.


"Son las siete menos siete, faltan siete para las siete..."


El chascarrillo inocente es del payaso Firulete (murió en estos días a los 81 años y su nombre verdadero no importa nada porque era Firulete y ya está...).

Pero, por trivial que parezca, y además de significar una firme ubicación temporal (y aritmética), la del simpático payaso creo que es la fórmula más redonda, sensata y verdadera que corrió por las tapas de los diarios y las pantallas de televisión y las bocinas de las radios en estos días cálidos de este invierno mistongo.

Dios la Belleza
 
Cada hombre que tenga un verso a flor de labios
y lo haga palabra desmedida de todas las medidas que saben los hombres,
consabida;
cada hombre que pueda mirar alguna cosa,
cualquier cosa que fuere,
y la luz que allí brilla lo enceguezca y desborde;
cualquier hombre y cualquiera que solamente pueda mirar, decir, hacer,
ya no sepa otra cosa, ya no vea más nada y apenas diga eso o la haga
o lo cante:


digo yo que en el alto lugar más allá de los ángeles,
en la altura del aire que no conoce tasa;
allí, donde no llegan las águilas, satélites y sondas e ilusiones
de los más fantasiosos,
en ese sitio arcano, recóndito y el único que nunca está vacío
y que Dante, San Pablo y Cicerón llamaron la esfera la más alta,
la tercera, la última:

habrá un lugar que nadie podría discutirle, donde Dios la belleza,
el Dios que sabe todos los modos en que brillan las cosas por su esencia,
lo tendrá siempre en cuenta y a la vista del trono, del escabel del trono,
o cerca, por lo menos, de un confín no lejano de su Cielo que es siempre.


Porque Dios no desmiente con sus actos sus dichos.


Y si es bueno que exista el olor de las flores,
la luz de la mañana, y hasta el sol o la nube,
cada brizna en el viento, cada viento en la noche,
el campo si atardece, la montaña sin sombra;

o las palabras dichas que hacen que exista todo
en mis ojos, mi lengua, mi memoria, mi oído,
o entre los pliegues tristes de un corazón de carne
(de demasiada carne) y los hacen alegres,
o por lo menos hacen las palabras que brille
una alegría suave que llaman esperanza,
o despiertan arrojos que se llaman amor,
o cantan dignamente el dolor de la pena;
o las manos que hacen del barro inerte opaco
vasija que da vida,
o del mármol calor;
o en color, formas gráciles, bocetos de otras cosas
que ya existen y quieren ser por él repetidas
para mostrar su forma inacabable siempre;
o ponen en el aire y con aire un sonido
que enhebra toda cosa en músicas y en danza
dando compás al grito, melodía a la pena, canción al regocijo;
 
y así con cada mano que hace más veces ser
la rosa o el retrato cansado de mi faz,
con cada voz que busca el sonido secreto de los nombres de Dios
(con que llama a las cosas),
o la mano que sale de la piedra,
habitante de un mundo que florece si otra mano la llama,
o el que en el aire siente sonidos que no tienen reposo
si en el tiempo no son la sinfonía:

para ellos Dios guarda un rincón en el Cielo y los redime siempre,
por un verso en fortuna,
un color inaudito,
un sonido que acuerde,
una piedra que hable:

Te pido, Dios, que sabes que bella es toda cosa ante Tu Faz bendita,
redimas al apóstol que habla de Tí en figuras, colores y sonidos,
sepa de Tí o no sepa;
Te conozca o Te ignore pero Te busque siempre
diciendo -y más sabiendo, oscuramente al menos- que intuye que en su origen
toda cosa Te debe, toda obra Te debe
lo bello que posea;
que conmueve y que exalta y que aquieta y que eleva y que lleva
a la sala del trono,
al escabel del trono donde Tú estás. Amén.

 
Es rara la memoria, la evocación.

Con lo dicho sobre Abraham, no sé por dónde me vinieron a la memoria unos versos.

Tres sonetos de Francisco Bernárdez, que hace años comento en clases sobre la palabra. Y otros míos de hace unos cinco años atrás, que verán la luz ahora.

¿Por qué me acuerdo de ellos? No tengo idea.

Primero, lo primero.


Las cosas
El mundo nos despierta y al oído
nos confiesa el afán de cada cosa
por empujar la puerta misteriosa
y escapar de la muerte y del olvido.

Nos dice que la piedra y que la rosa
buscan la voz del hombre dolorido:
la piedra inerte para ser sonido,
y palabra la rosa misteriosa.

Y nos dice también que, sólo cuando
las cosas hallan lo que van buscando,
alcanzan toda su naturaleza.

Porque, sólo en la voz que las asume,
tiene la piedra toda su firmeza,
tiene la rosa todo su perfume.

(De "El Ruiseñor")


Alguien
Alguien que está escondido en la espesura
De la noche desierta y silenciosa
Canta con una voz de una hermosura
Que revela su ser a cada cosa.

Al escuchar la voz maravillosa
El mármol siente que su entraña es dura,
La rosa empieza a conocer que es rosa
Y la noche recuerda que es oscura.

Es como si del fondo de su llanto
El universo con amor oyera,
Despierto al fin por el inmenso canto;

Se conmoviera con la voz, abriera
Los pobres ojos que lloraron tanto
Y por primera vez se comprendiera.


La Palabra

En cada ser, en cada cosa, en cada
Palpitación, en cada voz que siento
Espero que me sea revelada
Esa palabra de que estoy sediento.

Aguardo a que la diga el firmamento,
Pero su boca inmensa está callada;
La busco por el mar y por el viento,
Pero el viento y el mar no dicen nada.

Hasta los picos de los ruiseñores
Y las puertas cerradas de las flores
Me niegan lo que quiero conocer.

Sólo en mi corazón oigo un sonido
Que acaso tenga un vago parecido
Con lo que esa palabra puede ser.
(De "Poemas de Carne y Hueso")

lunes, 26 de julio de 2004

¿Cuál es el sentido de este episodio en el que sorprende el regateo de Abraham por Sodoma?

Finalmente, Dios hizo llover fuego del cielo y la destruyó. Y se salvó en cambio Segor, o Çoar -según los entendidos, en hebreo 'poca cosa, una cosa de nada'- pequeña localidad próxima, pues hasta allí fue a dar Lot, rescatado por los ángeles de la destrucción de Sodoma.

Pero, si había un justo, ¿por qué no detuvo Dios el castigo? ¿Era cuestión de número de justos o de justicia  (= 'virtud') en la ciudad?

(Dejemos aparte el hecho de que la 'justicia' de Lot no lo pone a salvo de sus 'tropiezos' anteriores y posteriores al castigo a Sodoma...)

Se le concede pedir, pero, lo que Abraham pide, no es concedido. Y para mayor sorpresa, se rescata a un justo y se destruye la ciudad al mismo tiempo.

Abraham se detuvo en diez, y tal vez pudo haber seguido. 

Unos 1.300 años después, en palabras del profeta Jeremías (5, 1), Dios dice que con uno bastaba: "recorred las calles de Jerusalén, ved e informaos; buscad por sus plazas a ver si halláis un varón, uno solo, que obre justicia, que busque fidelidad, y le perdonaré".

Ya en el Deutoronomio (24, 16) dice, por otra parte, que "los padres no pagarán por sus hijos, ni los hijos por sus padres. Cada uno será condenado por su propio crimen"


Hay aquí varios asuntos, me parece. Por una parte, la cuestión acerca de si el justo sostiene la ciudad. Y si lo hace eficaz e infaliblemente.

La respuesta a este punto parece ser que sí puede sostenerla, y si puede sostenerla podría en forma eficaz, pero no infaliblemente. Sólo es infalible la protección de la 'ciudad', cuando un 'justo' la protege y es su sufrimiento el que expía el pecado de todos. Y ése justo es el Servidor de Yahvé del capítulo 53 del profeta Isaías.

También, a este respecto, está la cuestión de los 'buenos' y los 'malos' conviviendo en 'este mundo' y qué hace Dios con esa mixtura. Ese lenguaje parece ir in crescendo en las Escrituras. Y, si el propio Apocalipsis no es el punto más alto en esta forma de plantear esa convivencia en la historia humana, ciertamente lo es en boca del propio Jesús el llamado "protoapocalipsis" del capítulo 24 de san Mateo. Otro tanto habría que decir del episodio de Sodoma como figura del 'juicio de este mundo'


Por otro lado, a Abraham se le concede pedir. Y Dios se aviene a la oración de Abraham que plantea su súplica a modo de negociación, lo que también Dios acepta, incluso comprometiendo en cada respuesta una acción, aunque ciertamente que bajo condición.

Esto parecería que debe referirse a la oración, al 'mecanismo' de la oración. Al modo de orar. Y al modo en que Dios contesta a nuestras oraciones.

(No es antojadiza la lectura de este texto del Génesis junto con el pasaje en que los discípulos le piden a Jesús que les enseñe a orar, con el agregado de la parábola del amigo inoportuno, que es casualmente un caso parecido al de Abraham...)

El pedido de los 'buenos' es oído por Dios, que hace finalmente lo que mejor le parece.

Esta relación entre el pedido y la concesión es algo que siempre deja perplejo.

La Escritura suele acudir a la mención insistente de la Gloria de Dios como razón última del proceder del propio Dios, y como explicación de aquellas realidades terrenas cuya resolución nos confunde o nos parece injusta o simplemente misteriosa y hasta sin sentido.

Pero es cierto también que, como hacemos con tantas cosas referidas al sentido de lo divino, pasamos por esta cuestión de la Gloria de Dios como si diéramos por entendido que se trata de una explicación sin explicación, bien sonante pero oscura, casi un cliché que calma la ansiedad frente a lo misterioso o angustioso de la historia humana y de la propia realidad divina.

domingo, 25 de julio de 2004

La abundancia puede resultar más problemática que la escasez.

Estuve leyendo "¿Humano o cristiano? Antinomias de un humanismo cristiano?", de Louis Bouyer, un trabajo de 1958, de rara factura y provocativas conclusiones.

El episodio de la destrucción de Sodoma, por su parte, es un asunto interesantísimo.

Y está la cuestión Kirchner-Béliz-Quantin, en materia de política coyuntural argentina.

Nadie creería que son asuntos de parecida laya.

Lo difícil es saber por dónde empezar.

Como en la duda uno se abstiene, dejo lo dicho como sumario.

sábado, 24 de julio de 2004

                                           X

Habéis visto la casa edificada, la habéis visto adornada
por uno que llegó en la noche, ahora está dedicada a
DIOS.
Ahora es una iglesia visible, una luz más, puesta en un
cerro
en un mundo confuso y oscuro y agitado por presagios
de miedo.
¿Y qué diremos del futuro? ¿Es una sola iglesia lo único
que podemos edificar?
¿O seguirá la Iglesia Visible y vencerá al Mundo?

La gran serpiente yace siempre medio despierta, en el
fondo del pozo del mundo, enroscada
en pliegues de sí misma hasta que despierta de hambre y
moviendo la cabeza a derecha e izquierda se
prepara para su hora de devorar.
Pero el Misterio de Iniquidad es un pozo demasiado
hondo para que lo sondeen los ojos mortales. Salid
afuera de entre los que aprecian los ojos dorados de la
serpiente,
los adoradores, sacrificio que la serpiente se da a sí
misma.
Tomad vuestro camino y separaros.
No seáis demasiado curiosos del Bien y del Mal;
no tratéis de contar las futuras olas del Tiempo;
sino satisfaceos con que tenéis luz
bastante para dar vuestro paso y encontrar dónde
asentar el pie.
¡Oh Luz Invisible, Te alabamos!
Demasiado clara para una visión mortal.

Oh Luz Mayor, Te alabamos por lo que es menos,
por la luz oriental que nuestras torres tocan de mañana,
la luz que se inclina sobre nuestras puertas occidentales
al anochecer,
el crepúsculo sobre charcos estancados cuando vuela el
murciélago,
Luz de luna y luz de estrellas, luz de búho y de falena,
fulgor de luciérnaga en una brizna de hierba.
¡Oh Luz Invisible, te adoramos!

Te damos gracias por las luces que hemos encendido,
la luz del altar y del santuario;
pequeñas luces de los que meditan a medianoche
y luces dirigidas a través de los cristales de colores de
ventanas
y luz reflejada en la piedra pulida,
la dorada madera tallada, el colorido fresco.
Nuestra mirada es submarina, nuestros ojos miran
hacia arriba
y ven la luz que se quiebra a través del agua inquieta.
Vemos la luz pero no vemos de dónde viene.
¡Oh Luz Invisible, te glorificamos!

En nuestro ritmo de vida terrena nos cansamos de la luz.
Nos alegra cuando acaba el día, cuando se acaba
la función y el éxtasis es demasiado dolor.
Somos niños rápidamente cansados: niños levantados de
noche y que caen dormidos cuando se lanza el
cohete; y el día es largo para el trabajo o el
juego.
Nos cansamos de la distracción y la concentración,
dormimos y nos alegramos de dormir,
gobernados por el ritmo de la sangre y el día y la noche
y las estaciones.
Y tenemos que apagar la vela, apagar la luz y volverla a
encender;
para siempre debemos apagar, para siempre volver a encender
la llama.
Por eso te damos gracias a Ti por nuestra lucecita; ésta
está moteada de sombra.

Te damos gracias a Ti que nos has movido a edificar, a
encontrar, a formar en la punta de los dedos y
los rayos de nuestros ojos.
Y cuando hayamos edificado un altar a la Luz Invisible,
quizás podamos poner en ella las lucecitas para
las que se hizo nuestra visión corporal.
Y te damos gracias de que la tiniebla nos recuerde la luz.
¡Oh Luz Invisible, Te damos gracias por Tu gran gloria!


Thomas Stearns Eliot
(De los coros de la obra La piedra)
Siempre habrá algo que aprender de los antiguos. Ahí está el ciclo de Arturo y sus personajes y su simbolismo.

Es verdad que mucha de esas cosas aparecen a la luz literaria recién después del siglo XII. Y que a partir de su nacimiento literario van deformándose hasta alcanzar ribetes de Guerra de las Galaxias, casi ya sin rastros del simbolismo original.

Está el caso de Sir Galahad, por ejemplo, el hijo de Lancelot y de Elaine de Corbenic. Como Arturo, nace de un engaño mágico, pues su padre creía yacer con Ginebra.

En la Mesa Redonda, le toca la silla destinada a quien habrá de hallar el Santo Grial. Que no porque sí se llama el Sitio Peligroso.

En los romances antiguos, su suerte futura aparece ya predicha cuando uno de sus antepasados directos es bautizado por el hijo de aquel bíblico José de Arimatea, que según la tradición introdujo el cristianismo entre los británicos (además de ayudar a llevar la famosa Mesa y la propia Copa de la Última Cena).

Era para Galahad el privilegio de ver el Grial, pues su corazón era puro y sin mancha.

Sir Perceval, Parzival, Parsifal o Percival, según tradiciones y autores diversos, es otro de los tres caballeros que alcanzan a ver el Grial, junto con Sir Bors.

Pero estos dos últimos, que acompañan al joven caballero en la Búsqueda, fallan al principio, uno por hablar de más y el otro por cierta lujuria en su mirada y en su corazón. Purificados al fin, logran lo que otros no.

Muchos otros elementos tienen estas historias, personas, aventuras y lugares, que significan cosas.

Para cuando todos estos emblemas lleguen a la biblioteca de Don Alonso Quijano, el bueno, muchos de ellos serán puros disparates. Trasmutados los personajes originales, el sentido de sus hazañas, serán casi un mito insano, en el peor sentido de la palabra mito.

Pero, aun pasados los siglos y malversados, muchos de los principales actores permanecen potentes en su significado, mal que le pese a un tiempo que ya no parecía tener con qué entenderlos. Tanto incluso se conserva su significado que, a pesar de que se dispersa el motivo original, el propio Quijote tiene en tamaños señores inspiración suficiente para sus hazañas, algo que alcanzará hasta el palurdo basto y sencillo que lo acompaña, Sancho Panza.
No tanto, sin embargo, como para que los contemporáneos del 'loco de la Mancha' entiendan las ventajas prácticas de la pureza de corazón, y mucho menos, la ventaja práctica de hallar el Grial...


Ahí tenemos un caso que muestra cómo la sociedad se hace desde adentro, movida, estructurada, por las palabras y los signos que la guían.

Las épocas existen, sin duda.

Hasta yo conozco los almanaques y sé que los días tiene 24 horas y las semanas siete días y así...

Pero la historia de los hombres es 'en' el tiempo, no 'por' el tiempo.

La historia de los hombres es una cuestión de sentido, más que de tiempo que transcurre.

Claro que las épocas existen. Pero la historia no es cuestión de épocas. Es cuestión de sentido.

Es entender o no lo que las cosas significan lo que marca las épocas. Y no al revés.

jueves, 22 de julio de 2004

Hay que ver lo que son las cosas. En mi adolescencia me gustaba este tangazo. Es verdad que estaba medio solo en mi afición. Por el tango, con unos. Y por la letra de éste, con otros.




(Está listo, sentenciaron las comadres;
y el varón, ya difunto en el presagio,
en el último momento de su pobre vida rea
dejó al mundo el testamento
de estas amargas palabras
piantadas de su rencor):
 
Esta noche para siempre terminaron mis hazañas,
un chamuyo misterioso me acorrala el corazón.
Alguien chaira en los rincones el rigor de la guadaña
y anda un algo cerca' el catre olfateándome el cajón.
Los recuerdos más fuleros me destrozan la zabeca,
una infancia sin juguetes y un pasado sin honor,
el dolor de unas cadenas que aún me queman las muñecas
y una mina que arrodilla mis arrestos de varón.
 
Yo quiero morir conmigo
sin confesión y sin Dios,
crucificao en mis penas
como abrazao a un rencor.
Nada le debo a la vida,
nada le debo al amor;
aquélla me dio amarguras,
y el amor, una traición.
 
Yo no quiero la comedia de las lágrimas sinceras,
ni palabras de consuelo ni ando en busca de un perdón.
No pretendo sacramentos, ni palabras funebreras,
me le entrego mansamente, como me entregué al botón.
Sólo a usted, mama lejana, si viviese le daría
el derecho de encenderle cuatro velas a mi adiós,
de volcar todo su pecho sobre mi hereje agonía,
de llorar sobre mis manos y pedirme el corazón.

Ahí tienen un caso, me parece, en el que probablemente un tango tenga mejor música que letra.

No porque esta letra no tenga lo suyo. ¡Lo que no me habrán dicho de estos versos impíos! ¿Se imaginan el festín que podría hacerse uno si quisiera? Desde Freud y Don Bosco (por lo de los juguetes en la infancia, más que por lo de la 'mama'), hasta San Agustín. Desde Lutero, Chaucer y Rabelais hasta Jorge Manrique o Baudelaire. Y más y más. Hay para todos los gustos.

No quiero ser esteticista, pero, como dije hace poco, ya querría que se me hubiera ocurrido aquello de:
"...Alguien chaira en los rincones el rigor de la guadaña
y anda un algo cerca' el catre olfateándome el cajón..." 
Y eso de:
"...una mina que arrodilla mis arrestos de varón..."

Y hasta el

"...Yo quiero morir conmigo..."


 
con un dejo frayluisdeleonesco (aquello del "...vivir quiero conmigo..." de la Oda, de tan opuesto sabor a estos versos de Antonio Miguel Podestá)


El resto...bueno, claro. Pero no hagamos tanto escándalo. Después de todo, lo peor no es lo que dice, sino que lo diga con ese aire tan porteño de bravata y provocación baladí. Esa impostación de la maldad, no deja de ser un poco naïf.

(Yo no sé si los porteños no somos tan inconsistentes o 'chantas' por esa cosa de imitar más a varios de esos personajes un poco patéticos de nuestra cuasi épica de compadritos de milonga o tango, en vez de calcarnos en los compadres reales, más fieros, más salvajes, más viriles...)

Al fin de cuentas, ningún hereje se llama 'hereje' a sí mismo.

Suena tan malo que pierde credibilidad.

Hasta que llegamos finalmente a "...como abrazao a un rencor...", verso que da título a la composición, que tiene ese 'como' relativizante, diluyente, benévolo...y arrepentido.

 
Ahora, la melodía...

Es tango. Esas guitarras (hay que oírlo por Gardel)...o ralentado con bandoneón (más en las estrofas que en el estribillo.)

Dicen que es mérito de Rafael Rossi, que le puso música a la letra.

Todo esto pasó en 1931, en la bohemia nocturna de redacción del diario Última hora, en Buenos Aires.  Un clásico.

miércoles, 21 de julio de 2004

Otro poco de política.

No es que no sepa que el mundo que llamamos habitualmente el mundo de la política, es complejo. Y que el poder está en el centro de la escena, más que ninguna otra cosa. Más, incluso, que el deseo de bien común.

Pero estoy hablando de la naturaleza humana, no de lo que dicen los diarios, los análisis de coyuntura, los tratados de sociología, las estadísticas o los planes estratégicos.

Estoy hablando de algo más complejo todavía, y más simple. Estoy hablando de lo que hacemos realmente los hombres. De lo que está por debajo de las coyunturas, por debajo y por adentro de la 'historia', de las 'medidas políticas y sociales'.

Y aunque el apetito de poder es un fuerte motor interior (incluso el poder por sí), por debajo de ese apetito, silenciosa e infaliblemente, funciona otro motor, cuyo movimiento no podemos violar a voluntad.


Necesitamos de los demás. Los demás nos necesitan. Y trabamos lazos con los otros con signos que nos significan y que le significan a los otros qué pretendemos y que les significan a los demás que sabemos qué pretenden.

Aislados, hechos islas, en pura soledad, aun así nos hacemos otros para nosostros mismos y el soliloquio -el hablar solo-, el monólogo interior, nos prueba que nuestra vida se mueve por proposiciones que solemos discutir, aprobar o rechazar. Al menos con nosotros mismos.

En la vida social, no es distinto. Significamos, sistematizamos nuestras significaciones. Nos hacemos entender. Nos damos a entender. Nos entienden. Y entendemos.

Y recién allí nos movemos, actuamos.

La vida política, la vida social, tiene en este mecanismo íntimo su comienzo y más que eso: su mismo eje.

Aunque suene irónico, la vida política -así entendida como vida tramada con otras vidas- empieza con actos de inteligencia, no solamente de percepción. Y de inteligencia que finalmente se expresa.

El discurso político, en su sentido lato, la propaganda política, no es sino la expresión intermedia de ese mecanismo necesario para la vida social.

Mucho antes que ver lo que hacen los que gobiernan -los que gobiernan cualquier sociedad de hombres-, hay que estar más atento a lo que dicen y significan. Aunque lo signifiquen con 'hechos'.

La vida en sociedad es un intercambio -y muchas veces una imposición- de significados.

Los hechos se remiten a significaciones. La vida política no es reductible a hechos.

La vida política no funciona sin el establecimiento previo -y cuando más, simultáneo- de una 'visión de las cosas', de una 'visión del mundo'.

Puentes, escuelas, hospitales, decretos, leyes, viviendas: todas estas cosas y acciones valen, en primer lugar, por aquello que significan.

Con una frase ya remanida, una cosa es 'saber qué pasa' (conocer lo fáctico, el hecho, como aisalado de su significación) y otra muy distinta 'saber qué está pasando' (conocer el sentido de lo que pasa).

La trampa es que no hay hechos 'planos'. No hay nada que no tenga sentido o significación.

Nuestros actos también caen dentro de esta ley. No hay actos que no dependan de un sentido, que no tengan una dirección, previamente -aunque fuera oscuramente- reconocida como significativa.

Hacemos algo por alguna razón. Siempre.


Un corolario sencillo es precisamente que mayor y mejor inteligencia de las cosas, permite mejor significación y mayor calidad en el tramado de significaciones que se intercambian para fundar la vida social.

Y la inversa, como corolario, también vale.

Tal vez por esto mismo diría Platón, por ejemplo en el Cratilo, que al legislador le correspondía darle nombres a las cosas. Supuesto que quien formula leyes sobre las cosas y los hombres, y para los hombres, conoce mejor qué son las cosas y qué es el hombre. Y, en consecuencia, está en mejores condiciones de darles un nombre que las signique mejor.

Por allí pasa el orden social, antes que por ningún otro lado. Por allí pasa la 'salud pública' primero y antes que por los hospitales.

El desorden en la inteligencia (y la consecuente tergiversación de los 'significados') es la causa del desorden social.

No es cuestión de lógica, en cuanto arte, no es cuestión de 'saber pensar'.

Es cuestión de verdad.


Pero, si llegados a este punto, la única pregunta perpleja o displicente que se nos ocurre es aquella de 'y...¿qué es la verdad?', tenemos, por lo menos, un problema político grave.


En realidad, el más grave problema, no solamente político.

martes, 20 de julio de 2004

Un poco de política.

Está aquello que dice Aristóteles en la Política.

En el capítulo primero del primer libro, se pregunta por la causa del lenguaje en el hombre y contesta, según el objeto de su indagación que es la vida social-: el hombre habla pues necesita del lenguaje para ser el ser que es, es decir, un animal político, un ser llamado a la vida social.

Simplificando: con el lenguaje el hombre trama la vida social.

Ahora bien, se habla porque se piensa. Y aún más, no siempre se piensa 'científicamente', con rigor y método racional, de modo de obtener certeza, un juicio por naturaleza inamovible.

Mucho de lo que hablamos es simplemente una opinión, más o menos fundada, es decir, un juicio más o menos móvil.

Por eso mismo, mucho de lo que constituye ese tramado social hecho de palabras, son en realidad opiniones, que están destinadas a ser de algún modo opiniones comunes.

Es lo que, finalmente, por buen o mal nombre llamamos 'consenso', un sentir común sobre cosas comunes.

Opiniones comunes -propias de cada uno o no, no importa: una vez que las adoptamos son de alguna manera propias-, que además fundan nuevos razonamientos, que tienen por base y por base considerada probable y buena, esas mismas opiniones.

Efectivamente, son pocas las ideas exclusivas y nuevas, poquísimas las opiniones fruto de una conclusión íntima y personal.

La mayor parte de las veces, en la vida de un hombre en sociedad, 'sus' opiniones son las opiniones de la sociedad de hombres en la que vive, a veces con matices adjetivos, otras sin ninguna diferencia.

No es que que haya un sólo 'intelecto' que piense al unísono.

Ocurre que lo que suena o resulta probable, es admitido como tal. Y, en general, basta con eso para adoptar un punto de vista. Es cierto que muchas veces ese mecanismo es producto de una cierta pereza intelectual, otras veces de un cierto 'embrutecimiento'.

Pero no es cierto que ese 'sentir común', ese 'consenso', sea de por sí malo o haya que evitarlo.

(Las razones de esto último, las dejamos para otro momento.)


¿Y la política? Ah, claro...

Pues, el asunto es que, si Aristóteles tiene razón, política se hace, en muy buena medida, hablando. Porque es así como damos a entender nuestras opiniones y persuadimos a otros de que son adecuadas. Y así, persuadidos y dando por buenas nuestras opiniones, habitualmente nos prestan consenso y por eso -más algunas dotes personales, no siempre existentes o necesarias- nos siguen.

En realidad, 'conducir' se conduce primero cuando se instala en otros un punto de vista -que otros tienen por propio, finalmente- y según el cual estos otros habrán de moverse.

El político, en el más amplio sentido de la palabra, gobierna primero con la palabra, haciendo que otros adopten aquellas opiniones que o le parecen mejores o más convenientes (incluso más convenientes en el peor sentido del término...)

Ningún político o dirigente es una excepción en este sentido. Todos hacen lo mismo, aunque lo hagan de modo diverso.


Casi habría que decir que el que tiene la palabra y siembra las opiniones es quien gobierna.

Y esto porque los hombres somos de tal naturaleza -todavía- que sin eso no nos movemos. Y esto así porque somos seres que debemos hacer propia de algún modo una idea, una emoción, un afecto, una opinión, una certeza, para movernos 'humanamente'.


(Aquí se abre la peliaguda cuestión acerca del poder formal y del poder real, en cierto sentido bizantina y ambigua. No la voy a tratar ahora.)


Creo que el último análisis y examen que un conductor debe pasar es precisamente ése: ¿qué palabras definió, qué opiniones dejó establecidas, qué consensos fundaron sus palabras?



lunes, 19 de julio de 2004

Tiene su gracia, no vayan a creer.

No sólo bonus Homerus, no sólo el diccionario...

En el apuro por 'despertar', yo mismo duermo.

Bien me acota un lector preocupado que alicuando es aliquando.

Nobleza obliga.

Esta vez, los muchachos de León, España, tenían dos tropiezos.

Y yo, uno.

domingo, 18 de julio de 2004

Leía por curiosidad en un pulcro diccionario -que para hacerle entera justicia, más de una vez me sacó de apuros serios- la sección de locuciones latinas.
 
Llego a ésta:
 
"alicuando bonus dormitat Homerus: también Homero se duerme alguna vez. Equivale a un modo de excusarse de haberse dormido alguna vez."

 
En primer lugar, me llamó la atención que todas las entradas comenzaran con minúsculas.
 
Pero más todavía me sorprendió el gazapo y casualmente en esa expresión. Porque la obra viene con autoridades académicas de nota.
 
En realidad, la expresión de marras es de antigua tradición entre los literatos y quiere decir que, aun siendo Homero -es decir, un inmenso poeta, un ciego genial, que lleva sobre sus hombros casi toda la tradición helénica-, a veces, muy de tanto en tanto, algún paso en falso tienen sus obras, alguna línea aquí, un adjetivo allá, algo indigno de tamaño talento. Para excusarlo, se dice precisamente que de tanto en tanto, Homero duerme.
 
Sí, el diccionario es bueno, pero...aliquando dormitat.

sábado, 17 de julio de 2004

Estos versos fueron escritos hace varios años, y por supuesto sufrieron modificaciones desde entonces hasta ahora.

Estaban destinados a una revista literaria que ya no sale, y que hacíamos con un grupo tan homogéneo como heterogéneo.

 

ULISES 


"Considerate la vostra semenza:
fatti non foste a viver come bruti,
ma per seguir virtute e conoscenza."
Inferno, XXVI, 118-120 



  
  
  
 
Por amar la distancia, alerta al vendaval, siempre sereno el pulso;
por gobernar la nave y haberte seducido por un oleaje inquieto
con el pecho convulso, atado a las astillas del palo y de los remos
y atadas esas manos seguras de la espada, sirvientes del ingenio
y del más alto engaño y del más alto valor....
 
Ulises, el insomne, madriguera de ardides, tu cabeza reinante
e insomne en los desvelos y en ese artesonado de la lengua dispuesta
tanto a la voz de mando, como a las falsedades; irónico, insolente:
 
Tal vez sólo serviste para mostrar la fuerza del escoplo del ciego
aeda, que esculpía su mundo en una piedra de aire para el siglo.
O para que Telémaco, creciendo a tus expensas, se hiciera bravo príncipe.
 
Quizás no estés pagando el pulido veneno del caballo en Ilión,
o las artes desnudas que a Circe le mostraste por salvar a tus hombres;
tampoco, eso es seguro, la ciclopea tarea de cegar siendo nadie. 


 Pero en algo pecaste, no sé en qué, pero en algo. Pues Dante te condena.

 

¿Primero la moral? (I)
 
 
Un apunte sobre los asuntos morales y las cuestiones teológicas, que no son simplemente morales.
 
Y esto porque vengo quejándome de que muchos católicos pongan su mirada teológica preferente y principalmente en cuestiones morales -casi exclusivamente- y, dentro de este rubro, en asuntos sexuales o que bordean la cuestión: aborto, homosexualidad, divorcio, manipulación genética, fecundación asistida o anticoncepción o control de la natalidad intervencionista.
 
Parecería que corre una voz callada que dice que la moralidad, y específicamente la moralidad sexual, es de algún modo un último bastión, como un último refugio de la Fe.
 
Así como me parece que muchos han hecho de esa militancia la razón de ser de su profesión religiosa. No que hayan suprimido o suplantado sus prácticas sacramentales o de piedad. Incluso no creo que no se entienda que las raíces de la religiosidad son mucho más vastas que la moralidad así concebida.
 
Sino que, bajo esa mirada, parecería que nuestro tiempo no sufre de males peores o que, precisamente, no habría raíces más hondas para esos mismos males que hoy ocupan el corazón.
 
Si acaso se sale de ese marco, se pasa a cuestiones como, por ejemplo, la de la globalización, y en relación con eso mismo muchas veces, acumulando temas: deuda externa, gobierno moral mundial, extorsión y dominación y esclavitud a los países pobres (plata a cambio de abortos o preservativos: poca plata a cambio de muchos preservativos o abortos-)
 
Como si no vieran que, insisto, esos mismos males morales de la sexualidad humana, tienen razones y causas más hondas o más consistentes que una genérica y desleída desacralización de la cultura y de la vida social e individual o que el avance anómico de la ciencia, o como fruto de una revolución acerba del hombre frente al orden natural, y a Dios en última instancia; y, aún todo esto, mal explicado por quienes deberían explicarlo mejor.
 
No me quejaría de eso, insisto, si no fuera que la cuestión aparece habitualmente desgajada de las razones más hondamente teológicas. Vaya y pase si esto fuera cosa de fieles simples y llanos.
 
El modo de tratar la cuestión sexual, y las cuestiones morales en general, sufre habitualmente de la misma renguera entre laicos o sacerdotes, científicos católicos u obispos.
 
 
Muy pocas voces hablan de estas cuestiones con todos los argumentos, o con los más sólidos argumentos teológicos.
 
Muchos parecen haber suprimido las cuestiones teológicas, incluso la más alta exégesis de las Sagradas Escrituras y prefieren los argumentos 'científicos', jurídicos, 'culturales', sociológicos y hasta políticos.
 
He oído muchas veces proponer en privado retacear en la discusión pública los argumentos que llaman 'católicos', para que no se espanten los oyentes, para no conversar o dabatir estas cuestiones 'en desventaja'. Creyendo que hay argumentos 'mejores' y que los 'católicos' son, por naturaleza, insuficientes. Es decir, no una cuestión de pertinencia y oportunidad, sino de una callada debilidad de lo que la Fe pueda decir al respecto, cosa que retrae y avergüenza a los propios fieles, no importa el rango.
 
 
Me animo a poner aquí un esbozo, apenas un intento. No porque tenga que predicar con el ejemplo. Porque, si acaso puedo advertir la ausencia de argumentaciones, eso no quiere decir que pueda yo suplir lo que los doctores no hacen.
 
 
Pero, veamos.
 

Si, por ejemplo, uno mira con algo de atención, y para empezar, el libro del Génesis, ciertamente que se topa con estas cuestiones, de un modo u otro.

Después de pecar, los primeros hombres advierten su desnudez. Y no porque su pecado haya tenido relación directa con lo sexual.
Por cierto que la desnudez en que se descubren Adán y Eva frente a Dios y después de haber pecado (de haber probado el fruto expresamente prohibido del árbol de la ciencia del bien y del mal), no tiene sólo el sentido del pudor sexual y genital. Pero también tiene ese sentido. 

Adán habla de su ocultamiento ante Dios y acusa a la mujer que lo incitó a pecar y la mujer acusa a la serpiente. Dios castiga primero a la serpiente, después a la mujer y finalmente al varón.
Cuando se llega al castigo que le impone a la mujer, Dios dice:


"...mulieri quoque dixit: multiplicabo aerumnas tuas et conceptus tuos in dolore paries filios et sub viri potestate eris et ipse dominabitur tui..."

Las molestias y dolores del parto multiplicados y la búsqueda deseosa del varón, que se enseñoreará sobre ella. Es notable que, además de la muerte genérica para todo hombre que estaba ya contenida en la advertencia de no probar el fruto de ese árbol, a la mujer la destine a esas dos 'penas'.
Al varón, entretanto, él último en ser sentenciado, Dios le da una responsabilidad mayor, pues le dice que, por él y lo que ha hecho, la tierra entera le será rebelde al hombre y será difícil arrancarle bienestar y alimento: el sudor de la frente.
Junto con esta sentencia, más curioso, para el caso, es el motivo expreso de la expulsión del Paraíso: 

"...et ait: ecce Adam factus est quasi unus ex nobis sciens bonum et malum nunc ergo ne forte mittat manum suam et sumat etiam de ligno vitae et comedat et vivat in aeternum..."
 Casi, dice el texto de la vulgata latina, Adán ha venido a ser uno de nosotros, comiendo del árbol de la ciencia del bien y del mal, pero no vaya a ser cosa que ahora coma del árbol de la vida y viva para siempre...  
De este modo, Dios resuelve -el Nosotros es trinitario, y está en boca de Dios a menudo en el Antiguo Testamento- expulsarlos. Pero no solamente los expulsa: 

"...eiecitque Adam et conlocavit ante paradisum voluptatis cherubin et flammeum gladium atque versatilem ad custodiendam viam ligni vitae..."
Así, una vez expulsados Adán y Eva, Dios coloca a un terrible Ángel, con una espada flamígera que mueve en redondo, y custodia el camino que conduce al árbol de la vida.
 
Adán y Eva, antes de pecar, habían sido 'cubiertos' por Dios con dones preternaturales que perdieron con la Caída. Ahora, cubiertos por unos vestidos de pieles que Dios les ha hecho, salen del Paraíso. 
Sin duda que hay en todo el pasaje ciertos elementos importantes referidos a la sensualidad y a la concupiscencia, lo que a algunos los ha llevado a asociar el fruto prohibido con algo referido a lo sexual.
Pero, más ciertamente aún, el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal es mucho más que lo sexual y por supuesto más que un mandato moral sobre lo sexual. Nada de intrínsecamente malo hay en lo sexual, ni en lo genital, ni en el propio deseo carnal.
Más aún.
Lo sexual y matrimonial está asociado, en el lenguaje de las Escrituras, a las más hondas y altas relaciones de lo divino con lo humano.
De hecho es importante y significativo, como mucho más importante -y mucho menos recurrido, curiosamente- es la mención del árbol de la vida y del camino que conduce al árbol de la vida, al que el hombre anhelaría también, y cuya vía Dios manda a resguardar por poderes angélicos, de modo que el hombre no tenga acceso a él.
En cualquier caso, lo sexual en el hombre, siendo propiamente lo que es en el orden vital humano, parece ser a la vez un altísimo símbolo en el orden espiritual.

En cualquier caso, creo que las argumentaciones al uso en nuestros días, desdeñan el dramatismo de estos pasajes y la cantidad de materia que contienen para, por lo menos, entender hasta dónde llega la rebelión del hombre y la significación de aquellas cosas en las cuales muestra su rebelión.
Por no hablar de lo que de 'profético' pueda mostrar el episodio del Génesis, en cuanto a los elementos que contiene respecto de la subsiguiente historia humana, incluso respecto del propio 'fin de los tiempos'.

viernes, 16 de julio de 2004

A propósito de lo que venía diciendo acerca de la naturaleza simbólica de las cosas, un amigo arrima un texto de Lewis:
 

"La palabra ´creación´ aplicada a la humana paternidad artística, me parece que resulta engañadora. Lo que nosotros hacemos es re-acomodar elementos que Él (el Creador, Dios) ha suministrado. No hay vestigio en nosotros de real creatividad 'de novo'. Tratemos de imaginar un color primario nuevo, o un tercer sexo, o una cuarta dimensión, o incluso un monstruo que no consista sino en fragmentos de animales  existentes pegados entre sí. Nada de esto sucede.
 
Y ésta es la razón por la cual nuestras obras nunca significan para los demás exactamente lo mismo que nosotros pretendíamos: porque nosotros estamos recombinando elementos hechos por Él y que ya contenían Su significado. A causa de estos significados divinos en nuestros materiales, es imposible que conozcamos completamente el significado de nuestras propias obras, ni que el significado que pretendemos sea el mejor o el más verdadero. Escribir un libro se parece mucho menos a crear que a plantar un jardín o criar a un niño: en todos estos casos, lo que hacemos nosotros es tan sólo entrar como 'una' causa más en una corriente causal que, por decirlo así, trabaja en su propia línea."
(Letters, 20/2/1943)
 
 

jueves, 15 de julio de 2004

Viejo ciego es un tango de Homero Manzi.
 
Aquí y allí, aunque todavía primitiva, se nota, me parece, que es una letra típica de Manzi. Dicen los que saben que la compuso en 1925 y que Sebastián Piana le puso música al año siguiente. La estrenó Roberto Fugazot en 1926. Charlo la cantó en 1928 y parece que Gardel nunca la cantó.



La letra ganó un concurso de letras de la revista Alma que canta.
Pero hay que ver que cuando Manzi compuso esto tenía 14 años.



Con un lazarillo llegás por las noches
trayendo las quejas del viejo violín,
y en medio del humo
parece un fantoche
tu rara silueta
de flaco rocín.
Puntual parroquiano tan viejo y tan ciego
al ir destrenzando tu eterna canción,
ponés en las almas
recuerdos añejos
y un poco de pena mezclás al alcohol.
El día en que se apaguen tus tangos quejumbrosos
tendrá crespones de humo la luz del callejón
y habrá en los naipes sucios un sello misterioso
y habrá en las almas simples un poco de emoción.
El día en que no se oiga la voz de tu instrumento
cuando dejés los huesos debajo de un portal,
los bardos jubilados sin falso sentimiento
con una canzonetta te harán el funeral.

Parecés un verso
del loco Carriego.
Parecés el alma del mismo violín.
Puntual parroquiano tan viejo y tan ciego
tan lleno de pena, tan lleno de spleen.
Cuando oigo tus notas me invade el recuerdo
de aquella muchacha
de tiempos atrás,
a ver, viejo ciego, tocá un tango lerdo,
muy lerdo y muy triste que quiero llorar.




Casi no le encuentro errores, a mi gusto. Buena lírica (llena de influencias transparentes, por supuesto). Incluso con varios de los lugares comunes tangueros, como tiene.

Párrafo aparte para el repetido verso "puntual parroquiano tan viejo y tan ciego...", que no entiendo por qué le pareció tan feliz como para repetirlo, con ese evidentemente debilísimo "tan ciego"...

 
Ahora bien, uno se pregunta si a los 14 años todas esas palabras son verdaderas.

¿No será verdad que se escribe con tinta...o con sangre?

Pero, ya querría yo haber escrito a mis 14


"...tendrá crespones de humo la luz del callejón
y habrá en los naipes sucios un sello misterioso..."



o acaso


"...los bardos jubilados sin falso sentimiento
con una canzonetta te harán el funeral..."


o siquiera


"...a ver, viejo ciego, tocá un tango lerdo,
muy lerdo y muy triste que quiero llorar..."

miércoles, 14 de julio de 2004

Pongamos el siglo IV ó el V.

De hecho, los emperadores romanos de ese tiempo, apenas si eran cristianos.

Y allí andaban terciando entre obispos de toda laya, favoreciendo a unos, desterrando a otros, ya de parte de una herejía, ya lo contrario. Entre papas y antipapas. Amañando concilios heréticos, o apoyando la ortodoxia. Moviendo tropas y guardias, embajadores, sobornos y espionajes.

Arrio, Nestorio, Sabelio, Pelagio. Del otro lado, Atanasio, Basilio, Cirilo, Agustín. Nombres de 'tapa de diario' de aquellos siglos.

¿Temas? La doble naturaleza divino-humana de Jesucristo, por ejemplo. O la predestinación y la Gracia. O las cuestiones trinitarias. Y otras cristológicas, eclesiológicas, sacramentales, y cosas así.


Ahora, claro, fíjense que, según parece, el emperador Bush y el aspirante Kerry han hecho por estas horas un asunto de campaña electoral del derecho al matrimonio de los homosexuales. Con la consecuente participación de iglesias y partidos.

Como entre nosotros, el nombramiento de un juez supremo -o dos, o tres- viene envuelto en el cordón umbilical de cuestiones uterinas, por ejemplo (y que se trate de juezas, no le quita, sino que le agrega algo de color...), con la consecuente participación de iglesias y partidos.


No me digan que, puestos a guerrear el poder temporal y el espiritual, cosas son cosas, y asuntos son asuntos.


Encuentro una enorme ventaja, en cuanto a calidad de asuntos y de sujetos, en que a los hombres de aquellos siglos se les calentara la sesera por aquellas cuestiones.

El pueblo, por ejemplo, celebraba que los concilios del siglo IV afirmaran la divinidad y la humanidad de Cristo, no porque entendieran los tejes y manejes teológicos o de poder, sino porque les gustaba llamar a la Virgen, Madre de Dios.


Nos han acostumbrado a pensar que lo religioso pertenece a cierta mirada límbica, mítica y pueril de la cultura y del hombre. Y que la mirada religiosa sobre las cosas humanas es casi una obstinada negación infantil, un escapismo adolescente frente a...las verdades contundentes de la sociología o de la ciencia...


Limbo por limbo, me quedo con el misterioso y complejo limbo de los teólogos y filósofos de aquellos siglos, discutiendo sus quisicosas sobre si el Espíritu Santo procede del Padre o del Padre y del Hijo.


Se parece bastante más a una religión, qué puedo decir.



Claro que, y sin embargo, no es menor el dato de que hoy conmuevan la fe (no solamente católica), preferentemente las cuestiones de moral sexual, y que sean el centro de los debates.


Pero dejemos eso para después.

domingo, 11 de julio de 2004

¿Qué quiere decir la naturaleza simbólica de las cosas?

Todo un asunto. Todo un problema.

Por una parte, no se puede desmentir que cada cosa es lo que es. Y que vale por sí.

De otro modo, habría que resignar la forma substancial de cada cosa, su razón de ser en cuanto tal. Además está aquello terriblemente potente de que un signo es por naturaleza polisémico. Y en cuanto signo es dos cosas, al menos, a la vez: aquello que se usa para significar y lo significado.

Un árbol es un árbol y además un signo de un eje entre lo alto y lo bajo. Pero al menos es un árbol. Y su verticalidad enraizada y elevada, a la vez, es materia para el signo.

Pero, ¿es en todo sentido -y en el sentido principal- primero un árbol y después un signo de tal eje?

Todo otro asunto.


Porque, por otra parte, cada cosa (y hay que decir, mejor: toda cosa) es a la vez lo que es y es, por naturaleza, potencialmente un signo de otra cosa.


La capacidad de representar de cada cosa y la correlativa capacidad de entender esta capacidad y la misma representación, son la base misma de toda la vida del espíritu.

Incluso hasta de la vida del espíritu tal y como aparece en aquellas cosas que no son por su propia naturaleza espirituales.

Sin esto no habría vida del espíritu.

Para Simone Weil, por ejemplo:

"Las cosas creadas tienen por esencia el ser intermediarias. Son intermediarias unas con respecto a otras, y así al infinito. Son intermediarias hacia Dios. Experimentarlas como tales.
(...)
"Este mundo, dominio de la necesidad, no nos ofrece nada sino medios. Nuestro querer es enviado sin cesar de un medio a otro como una bola de billar...
(...)
"¿Qué es sacrílego destruir? No lo que es bajo, pues carece de importancia. No lo que es alto, pues, aunque quisiéramos, no se lo puede alcanzar. Los metaxú*. Los metaxú son la región del bien y del mal.
No privar a ningún ser de sus metaxú, es decir de esos bienes relativos y mezlados (hogar, patria, tradiciones, cultura, etc.) que animan y nutren el alma y sin los cuales, fuera de la santidad, una vida humana no es posible.
(...)
"Los verdaderos bienes terrestres son metaxú. No se puede respetar los de otros sino en la medida en que se considera a los propios como metaxú, lo que implica que se está en camino hacia el punto en que se puede pasar sin ellos. Para respetar, por ejemplo, las patrias extranjeras, es necesario hacer de su propia patria, no un ídolo, sino un escalón hacia Dios..."



Mucha materia hay en estos fragmentos, como la hay en toda esta cuestión, que es central.

Habrá que pensar.

Y en tren de tener que pensar, está el Verbo, el Hijo, el Logos, el Icono del Padre. Por Quien todas las cosas son y subsisten.

¿No es Él Metaxú de todos los metaxú?

¿Será porque Él es el Gran Metaxú que todas las cosas que existen son lo que son y son signo a la vez, análogamente a como Él es el Gran Intermediario, el Gran Medio?


De esto, entre otras cosas, es probablemente de lo que habla la epístola a los Colosenses (I, 3 - II, 23), uno de cuyos fragmentos se leyó este domingo.




* Metaxú, con acento, en griego, es un adverbio (entre, tanto de lugar como de tiempo; en latín, inter, interea dum: entretanto, mientras tanto, hasta que.) También es un adjetivo, en griego: intermediario, mediador.

jueves, 8 de julio de 2004

Las polémicas sobre religión son la confusión misma.

Vaya uno a saber por qué. Hace ya siglos que es así.


Y cuando se mezcla política y religión, ni que hablar.

Y cuando se trata de políticos e Iglesia católica, polemizando sobre política o sobre religión, es casi imposible sacar algo en limpio.

Da lo mismo comentar los dichos de los obispos, sacerdotes, religiosos o fieles, que las respuestas de los políticos.


Hay que ponerse a pensar tanto, nada más que para llegar a la conclusión de que mejor sería si se callaran, unos y otros.

A veces, uno extraña aquellas buenas épocas liberales a ultranza, socialistas o carbonarias o lo que fuera que se usaba desde por ejemplo fines del siglo XVIII hasta, digamos, fin de la II Guerra Mundial.

Durante unos cuantos años, por ejemplo y como una rémora folklórica, fui testigo del temor con el que los peronistas iban a la batalla contra algo que hubiera dicho "la Iglesia", por más que algún católico hubiera dicho simplemente una gansada.

Pero, como el que se quemó con leche... (hablando de iglesias y de quemar...)

Ese resquemor, si de veras lo tuvieron alguna vez, se les pasó.


Vengamos a lo de hoy.

Dicen que dijo Cristina Fernández, la mujer del presidente, que a ella la teología no le gustaba, porque no le gustaban los dogmatismos. Parece que fue en la sesión de la Cámara que aprobó a la nueva jueza Argibay, y a propósito de que la jueza dijo que era atea militante y cosas así.

Detrás de esa expresión de Fernández, que tiene el sabor -al menos la intención- de un estiletazo irónico e ilustrado, hay una concepción de lo que es la religión, de lo que es la fe, de lo que representa la Iglesia católica haciendo teología (cuando hace teología, quise decir), además de una visión a trasluz de qué debería hacer la Iglesia, en vez de teología.

Pero hay más.

Simultáneamente, su marido, el presidente Kirchner (nombre muy a propósito para estas materias), le contesta al arzobispo de La Plata y se ensarza con él en una de fogonazos sobre avales morales a banqueros sospechados de estafa, pobres de ahora que vienen de los tiempos de banqueros estafadores, situación del país ahora por culpa de los que gobernaron antes, críticas a la gestión del gobierno de ahora y más y más asuntos.


Como digo, un lío de temas.


Pero, es curioso, si uno se pone a ver.

Entre otras voces que terciaron en el revuelo de este pequeño concilio, a La Nación le pareció conveniente aportar también ella su visión de la Fe.


Al fin, más confusión. Y, para colmo, coincidir en la cuestión de fondo con la propia Cristina Fernández, que ya había dado su propia definición ex cathedra.


Es decir, por lo pronto, nada de teología y mucha acción social.


Liberales y obispos, progresistas y fieles rasos.


Tenemos el estigma de estos tiempos.


Alguno puede ser que se alegre de ser todo lo contemporáneo que haya que ser, ya que vivimos en estos tiempos.

Yo tengo nostalgias, a qué negarlo.


Añoro, además de otras cosas más claras, a los leales comecuras.

martes, 6 de julio de 2004

cosas que uno es y no sabe, ya que hablamos de raíces.

por ejemplo, esta puerta.


la descubrí ayer, tarde por la noche.

la estuve mirando largamente. y me di cuenta de que frente a ella (tal vez a través de ella) pasaron mis ancestros no una vez, sino muchas.

les habrá sido una referencia, la puerta de tal, la casa de tal...

¿habrán besado o habrán sido besadas allí? ¿habrán sabido algo pasando por allí, habrán sentido resquemores, conocido traiciones, recibido un abrazo de consuelo? ¿habrán pasado por allí sin mirarla, felices, con agobio, soñando? ¿habrán tratado frente a ella algún negocio? ¿alguna noche de tristezas, quizás unos vinos en el alma, algunas grappas, o algún alcohol de fiestas?

madrugadas, tardes, bautismos, casamientos, paseos, noches, compras en el pueblo, de vuelta al campo.

San Severino Lucano, en la Basilicata, en la provincia de Potenza, tierra de mis bisabuelos maternos y de allí para atrás quién sabe cuántos hombres, cuántas mujeres que llevo en esa parte de mi sangre.

nunca estuve en Italia. ni sé si alguna vez estaré.

no conocía esta puerta, hasta ayer. y por una fotografía ahora, que no es lo mismo.

pero esa puerta está en mi sangre. está en la memoria de imágenes que pueden pasar calladamente de padres a hijos por generaciones. imágenes de los ojos, de las manos, imágenes del sonido cuando se la abre o se cierra, el olor a pintura cuando se la pinta de tanto en tanto.

también soy esa puerta.

y no lo sabía.

sábado, 3 de julio de 2004

La subjetividad es la verdad.

Difícil de explicar el asunto. Por más que venga con autoridades de gran altura.
San Agustín, San Juan de la Cruz, Kierkegaard.

Yo mismo a veces creo entender la expresión, hasta cierto punto.

Pero es curioso lo que pasa con ciertas cosas.

La visión subjetiva nos engaña. Y sin embargo hemos de defenderla en recto sentido.

El propio Aquinate dice que un solo pensamiento de hombre, vale más que todo el universo creado.

Pero, ¿no es verdad que, si miramos un árbol, pensamos que sus raíces se hunden en la tierra y que la fuerza le viene del medio, de arriba, cuando más de adentro, nunca de abajo?

Lo vemos afirmarse. Lo vemos vertical, vertical hacia arriba, pero no desde abajo. Lo vemos aferrarse. Como si dijéramos hacia abajo.

Sin embargo, crece desde el pie. Viene de lo que tiene sepultado.

Y aunque lo estemos viendo, no lo vemos.

La subjetividad es la verdad, sí.

Pero nos hemos acostumbrado a preguntar qué es la verdad.

Y la palabra clave, la palabra por la que deberíamos preguntar, es la otra.

jueves, 1 de julio de 2004

Hay una derecha que enarbola como un estandarte la certeza y la seguridad. Y es la derecha del espíritu, la que, casi simétricamente con la izquierda de este género, resulta la más prometeica de ambas derechas.

Esta derecha no solamente se siente segura y en lo cierto. Ama sentirse segura y en lo cierto y se ufana de ese amor. Detesta la duda, la inseguridad y la imprecisión. Detesta la probabilidad, la contingencia. Y de allí que uno de sus señalados amores sea la ley, y legislar.

La derecha prometeica ama legislar, idolatra la ley (bien que con un concepto de lo que es la ley que no necesariamente coincide con el nomos natural, ni siquiera con el nomos de hechura humana.)

Entiende que la ley es redentora, especialmente la redención de la imprevisibilidad no sólo frente al punto de llegada, sino también frente a la falibilidad y la contingencia del tránsito hacia el fin. El riesgo, la posibilidad y la probabilidad de caída.

La pasión dominante de esta derecha, el motor último, es lo que en filosofía y teología se llama estado de término, es decir, el fin. En sus dos sentidos, entendido como la dirección y el final.

El estado de reposo, de quietud, de inmovilidad. Donde ya nada ha de moverse ni cambiar.

Junto con el apetito de certeza, de seguridad y de ley de la derecha espiritual, hay dos asuntos que, por otra parte, se sabe son conexos: la fortaleza y la esperanza.

La cuestión mayor está en el estado de término. Pero, sin la consideración del fin, es imposible poner en cuestión la fortaleza y menos la esperanza.


Sin embargo, la propia cuestión del estado de término en si misma considerada es un eje central de esta actitud del espíritu. Es la raíz más honda, es la causa. La secuela es el modo en que se despliegan la fortaleza y la esperanza en el tránsito hacia el fin, en parentesco natural pero debido y pedido por el fin, por el estado de término.

Pero, ¿por qué?

La existencia es un territorio peligroso. Lo que existe, aquellas cosas que comienzan a ser y podrían no haber sido (entre las que se encuentra el hombre mismo) se mueven -por así decir- de modo basculante, por fuerza, necesariamente, pues no están en su fin. Y no están en su fin porque su propia naturaleza (naturaleza cuya plenitud es el fin esencial y existencial de cada cosa que existe en tal condición) lleva ínsita la potencialidad, un rastro mismo de su contingencia y una señal cierta de su indigencia.

Por su parte, la libertad, en los seres que viven con vida espiritual, es una condición propia de su movimiento. La posibilidad de conocimiento y apetito del fin y la posibilidad consecuente de determinación hacia el fin, es lo que los moverá y es el modo según el que se moverán hacia él. Y esa es la substancia de la libertad en los seres espirituales contingentes.

Esta actitud del espíritu se escandaliza ante la libertad. Pero no menos que ante la contingencia y la peligrosa probabilidad que conlleva la existencia. No es sólo frente al uso desviado de la libertad, como condición de la existencia espiritual, que se despierta el escándalo. Es más hondo.


Es cierto que el mal es una íntima frustración del ser y de las condiciones de su existencia. Y por eso se dice con razón que el mal no tiene esencia alguna y su existencia es parásita del ente. De modo que sin ente no habría mal alguno.

Por cierto que esto no significa que el ente sea la causa del mal. Pero sin ente no podría haber defecto o exceso, como sin dirección no podría haber desviación o sin salud enfermedad.

El mal es íntimamente extraño al ente. Y eso tiene de mal. Su definición bien podría ser esa misma.

Cada ser tiene inscripta en su propia naturaleza lo que es. Incluyendo su tránsito al fin. Y hasta su fin, por cierto, antes que nada, pues lo que es, es lo que habrá de llegar a ser.

Y allí es donde puede aparecer cierta frustración del espíritu cuando contempla el incompleto tramado existencial de los seres.

Probablemente es esta la razón por la cual el espíritu genera la concepción de una naturaleza completa en sí misma, en estado actual de término, inmarcesible, indefectible en su existencia real. Es lo que un idealista llamaría 'idea'. Lo que un platónico llamaría 'idea'. Lo que el propio Platón llamaría 'idea'.

En este sentido, darle subsistencia a formas puras contingentes, es un modo de establecer, y aun de legislar, la existencia en estado de término.

Todo esencialismo lleva un germen de decepción y escándalo. Y en sus estados extremos, el esencialismo tiene un definido aire a desesperanza.

La existencia, con su cuota de lo que la propia contingencia e indigencia reviste con el ropaje del peligro, es aquello que arroja al espíritu en brazos de una quietud ideal.

Tanto más si, al peligro connatural a la existencia contingente, se le suma la peligrosidad de la libertad espiritual.

Hay un esencialismo de la libertad, hay una forma de hacer de la libertad un estado, no una condición. Concebida como un estado, la libertad deroga el riesgo.

Concebida como un estado, la libertad es una ley inamovible. No la condición de libres que acompañe los actos propios de los seres espirituales, sino el estado de libres.


La ley se vuelve de tal modo la expresión misma de las cosas. La ley es necesidad. Como la libertad en los seres espirituales. La libertad se vuelve ley. Amparo absoluto.

La ley se vuelve expresión de las cosas pues ella está destinada a expresar la esencia de cada cosa. La esencia es ley para la cosa, y la ley expresa esa necesidad. Pero la existencia sigue siendo el peligro de la cosa y tanto más de los seres espirituales.

Esa voluntad legislativa del espíritu de derecha se aferra a la esencia porque la esencia es orden. Y la esencia es orden porque es inamovible. Y la existencia, como transcurso, como tránsito al estado de término, no se percibe inamovible y entonces no se percibe ordenada.

Y hay que asegurarse el orden. Porque el orden es un reflejo -o un substituto- del fin.

La seguridad y la fijeza de la ley, así como el estado de certeza consecuente, resultan de este modo no solamente un paliativo. Representan un consuelo profundo para la ansiedad del tránsito hacia el estado de término, hacia el fin, hacia la verdadera quietud que sólo procede de la quietud existencial genuina. Y sólo hay quietud existencial genuina cuando se accede al fin.

Pero más aún: tales seguridad, fijeza y certeza son una 'construcción' del espíritu, algo que no procede de las cosas sino que son placebos puestos por el sujeto en el sujeto y que pretenden trasladarse a la realidad.

La quietud del estado de término es un reposo para el espíritu, no menos que para cualquier ente. Hay una íntima vocación entitativa por consumar su naturaleza. Y esa consumación es su término. Y en lo que tiene de término, precisamente, se la asocia al premio último, al lauro, al final de una carrera.

Y no es inadecuada la imagen de una carrera. Pues de la propia modalidad existencial de los seres procede esa imagen de movilidad. Y de la propia modalidad existencial procede la noción y la sensación de inestabilidad y peligro.

Hay que insistir: movilidad, inestabilidad y peligro resultan escandalosos para el espíritu en el tiempo.

Precisamente para moderar ese escándalo, para arrostrar el peligro de la existencia en lo que tiene de tránsito en el tiempo, la fortaleza y la esperanza hacen de coraza.

La propia fortaleza requiere de atención: ella misma se justifica -paradojalmente- frente el peligro existencial. Tanto más la esperanza, que no tiene más objeto que fortalecer el tránsito mientras sea tal. Es decir, tanto la fortaleza cuanto la esperanza existen por el peligro de la existencia en el tiempo.

De este modo, si es inamovible -e insuperable- el escándalo por este peligro ínsito en la propia existencia, fortaleza y esperanza cambian de sentido, y hasta de naturaleza.

Ambas pierden su dinamismo y ambas buscan reducir cualquier condición dinámica de la existencia peligrosa. Ambas se anquilosan, cada cual a su modo.

Primero se solidifica la esperanza. Y lo hace en desesperanza: anula el tránsito necesario hacia el estado de término. Y poco importa aquí que lo haga por presunción o por desesperación propiamente dicha. Aunque, es cierto, prefiere hacerlo en el primer sentido, en el de presunción: adelanta el fin. Pone el fin más acá del escándalo, a una distancia en la que no perturbe, en la que no genere ansiedad, donde sea controlable, accesible, allí donde la ley lo alcance.

Esto es fundamental.

Luego viene el anquilosamiento de la fortaleza. Perdida la esperanza, hecha innecesaria, la fortaleza enfoca nuevos peligros. Y tales riesgos serán ahora cualquier movilidad derivada de la propia contingencia y de la indigencia natural de los seres.

Así es como la fortaleza se vuelve, otra vez, desmesurado afán legislativo. Y, por consecuencia, crueldad existencial. Ya no se trata de, valga la expresión, fortalecer el paso del que se mueve. Se trata ahora de que no pierda su lugar. De que no se mueva. De que permanezca atento al fin alcanzable e inamovible en los términos temporales.

La fortaleza tiene un componente natural de insistencia. Sin esperanza, esa insistencia asociada naturalmente a no perder el rumbo de la naturaleza (en otros términos: a resistir el mal), cambia de rumbo.

Da por consumada la naturaleza en un término que no requiere esperanza. Y aplica su capacidad de resistencia a mantenerse en este término alcanzado y su capacidad de agresividad a evitar que se disuelva en un término escandaloso, futuro, existencial.

En términos políticos, tanto puede hablarse de conservadurismo como de liberalismo. Porque si bien son en apariencia actitudes diversas, de origen y modalidad diferente, tanto uno como otro, pretenden lo mismo respecto del fin: volverlo inmanente, accesible en términos temporales y existenciales. Y esto así por la misma razón: escándalo ante una consumación del ser, fuera de los límites de la seguridad de este tiempo. Escándalo ante la existencia peligrosa en el mientras tanto.

En términos teológicos, este espíritu encarna la expresión 'el reino de este mundo' como ningún otro.

Pero en términos religiosos esta actitud espiritual es más compleja todavía.


Porque supone la negación misma de la religiosidad. Pues si la raíz de la religiosidad es el peligro que significa la existencia de un ser contingente e indigente, y su necesidad de poner sus raíces existenciales -y aun esenciales- precisamente fuera del alcance de sí mismo para evitar la íntima frustración de su naturaleza, esta derecha espiritual ha hachado esa raíz.

De allí que la expresión el reino de este mundo le quepa a esta actitud espiritual como a ninguna otra.

El mismo Dios, el absolutamente Otro, el origen, la Causa, no puede estar ausente del reino de este mundo. Debe estar presente, y más: absolutamente presente. Aunque con ello, y precisamente por ello, deja de ser el Ser trascendente a la existencia de este mundo, el Subsistente por sí, el Necesario.

Esa subsistencia, en la medida que sea trascendente al término existencial temporal de este mundo, es escandalosa para quien pretende que la ley le asegure la necesidad, la posesión de la esencia, porque con tal posesión le viene la fijeza, la certeza y la seguridad en toda cosa. Y con ella la serenidad y la quietud del fin.

Así, el más peligroso de todos los seres será entonces aquel en quien la esencia misma sea existir.

Y así como la derecha espiritual concibe que la peligrosidad de la existencia debe ser domeñada por la ley, así hace con el Subsistente, a quien traduce en leyes, a quien fija en nombres y preceptos y a quien no concibe sino como ley y en la ley.