jueves, 1 de julio de 2004

Hay una derecha que enarbola como un estandarte la certeza y la seguridad. Y es la derecha del espíritu, la que, casi simétricamente con la izquierda de este género, resulta la más prometeica de ambas derechas.

Esta derecha no solamente se siente segura y en lo cierto. Ama sentirse segura y en lo cierto y se ufana de ese amor. Detesta la duda, la inseguridad y la imprecisión. Detesta la probabilidad, la contingencia. Y de allí que uno de sus señalados amores sea la ley, y legislar.

La derecha prometeica ama legislar, idolatra la ley (bien que con un concepto de lo que es la ley que no necesariamente coincide con el nomos natural, ni siquiera con el nomos de hechura humana.)

Entiende que la ley es redentora, especialmente la redención de la imprevisibilidad no sólo frente al punto de llegada, sino también frente a la falibilidad y la contingencia del tránsito hacia el fin. El riesgo, la posibilidad y la probabilidad de caída.

La pasión dominante de esta derecha, el motor último, es lo que en filosofía y teología se llama estado de término, es decir, el fin. En sus dos sentidos, entendido como la dirección y el final.

El estado de reposo, de quietud, de inmovilidad. Donde ya nada ha de moverse ni cambiar.

Junto con el apetito de certeza, de seguridad y de ley de la derecha espiritual, hay dos asuntos que, por otra parte, se sabe son conexos: la fortaleza y la esperanza.

La cuestión mayor está en el estado de término. Pero, sin la consideración del fin, es imposible poner en cuestión la fortaleza y menos la esperanza.


Sin embargo, la propia cuestión del estado de término en si misma considerada es un eje central de esta actitud del espíritu. Es la raíz más honda, es la causa. La secuela es el modo en que se despliegan la fortaleza y la esperanza en el tránsito hacia el fin, en parentesco natural pero debido y pedido por el fin, por el estado de término.

Pero, ¿por qué?

La existencia es un territorio peligroso. Lo que existe, aquellas cosas que comienzan a ser y podrían no haber sido (entre las que se encuentra el hombre mismo) se mueven -por así decir- de modo basculante, por fuerza, necesariamente, pues no están en su fin. Y no están en su fin porque su propia naturaleza (naturaleza cuya plenitud es el fin esencial y existencial de cada cosa que existe en tal condición) lleva ínsita la potencialidad, un rastro mismo de su contingencia y una señal cierta de su indigencia.

Por su parte, la libertad, en los seres que viven con vida espiritual, es una condición propia de su movimiento. La posibilidad de conocimiento y apetito del fin y la posibilidad consecuente de determinación hacia el fin, es lo que los moverá y es el modo según el que se moverán hacia él. Y esa es la substancia de la libertad en los seres espirituales contingentes.

Esta actitud del espíritu se escandaliza ante la libertad. Pero no menos que ante la contingencia y la peligrosa probabilidad que conlleva la existencia. No es sólo frente al uso desviado de la libertad, como condición de la existencia espiritual, que se despierta el escándalo. Es más hondo.


Es cierto que el mal es una íntima frustración del ser y de las condiciones de su existencia. Y por eso se dice con razón que el mal no tiene esencia alguna y su existencia es parásita del ente. De modo que sin ente no habría mal alguno.

Por cierto que esto no significa que el ente sea la causa del mal. Pero sin ente no podría haber defecto o exceso, como sin dirección no podría haber desviación o sin salud enfermedad.

El mal es íntimamente extraño al ente. Y eso tiene de mal. Su definición bien podría ser esa misma.

Cada ser tiene inscripta en su propia naturaleza lo que es. Incluyendo su tránsito al fin. Y hasta su fin, por cierto, antes que nada, pues lo que es, es lo que habrá de llegar a ser.

Y allí es donde puede aparecer cierta frustración del espíritu cuando contempla el incompleto tramado existencial de los seres.

Probablemente es esta la razón por la cual el espíritu genera la concepción de una naturaleza completa en sí misma, en estado actual de término, inmarcesible, indefectible en su existencia real. Es lo que un idealista llamaría 'idea'. Lo que un platónico llamaría 'idea'. Lo que el propio Platón llamaría 'idea'.

En este sentido, darle subsistencia a formas puras contingentes, es un modo de establecer, y aun de legislar, la existencia en estado de término.

Todo esencialismo lleva un germen de decepción y escándalo. Y en sus estados extremos, el esencialismo tiene un definido aire a desesperanza.

La existencia, con su cuota de lo que la propia contingencia e indigencia reviste con el ropaje del peligro, es aquello que arroja al espíritu en brazos de una quietud ideal.

Tanto más si, al peligro connatural a la existencia contingente, se le suma la peligrosidad de la libertad espiritual.

Hay un esencialismo de la libertad, hay una forma de hacer de la libertad un estado, no una condición. Concebida como un estado, la libertad deroga el riesgo.

Concebida como un estado, la libertad es una ley inamovible. No la condición de libres que acompañe los actos propios de los seres espirituales, sino el estado de libres.


La ley se vuelve de tal modo la expresión misma de las cosas. La ley es necesidad. Como la libertad en los seres espirituales. La libertad se vuelve ley. Amparo absoluto.

La ley se vuelve expresión de las cosas pues ella está destinada a expresar la esencia de cada cosa. La esencia es ley para la cosa, y la ley expresa esa necesidad. Pero la existencia sigue siendo el peligro de la cosa y tanto más de los seres espirituales.

Esa voluntad legislativa del espíritu de derecha se aferra a la esencia porque la esencia es orden. Y la esencia es orden porque es inamovible. Y la existencia, como transcurso, como tránsito al estado de término, no se percibe inamovible y entonces no se percibe ordenada.

Y hay que asegurarse el orden. Porque el orden es un reflejo -o un substituto- del fin.

La seguridad y la fijeza de la ley, así como el estado de certeza consecuente, resultan de este modo no solamente un paliativo. Representan un consuelo profundo para la ansiedad del tránsito hacia el estado de término, hacia el fin, hacia la verdadera quietud que sólo procede de la quietud existencial genuina. Y sólo hay quietud existencial genuina cuando se accede al fin.

Pero más aún: tales seguridad, fijeza y certeza son una 'construcción' del espíritu, algo que no procede de las cosas sino que son placebos puestos por el sujeto en el sujeto y que pretenden trasladarse a la realidad.

La quietud del estado de término es un reposo para el espíritu, no menos que para cualquier ente. Hay una íntima vocación entitativa por consumar su naturaleza. Y esa consumación es su término. Y en lo que tiene de término, precisamente, se la asocia al premio último, al lauro, al final de una carrera.

Y no es inadecuada la imagen de una carrera. Pues de la propia modalidad existencial de los seres procede esa imagen de movilidad. Y de la propia modalidad existencial procede la noción y la sensación de inestabilidad y peligro.

Hay que insistir: movilidad, inestabilidad y peligro resultan escandalosos para el espíritu en el tiempo.

Precisamente para moderar ese escándalo, para arrostrar el peligro de la existencia en lo que tiene de tránsito en el tiempo, la fortaleza y la esperanza hacen de coraza.

La propia fortaleza requiere de atención: ella misma se justifica -paradojalmente- frente el peligro existencial. Tanto más la esperanza, que no tiene más objeto que fortalecer el tránsito mientras sea tal. Es decir, tanto la fortaleza cuanto la esperanza existen por el peligro de la existencia en el tiempo.

De este modo, si es inamovible -e insuperable- el escándalo por este peligro ínsito en la propia existencia, fortaleza y esperanza cambian de sentido, y hasta de naturaleza.

Ambas pierden su dinamismo y ambas buscan reducir cualquier condición dinámica de la existencia peligrosa. Ambas se anquilosan, cada cual a su modo.

Primero se solidifica la esperanza. Y lo hace en desesperanza: anula el tránsito necesario hacia el estado de término. Y poco importa aquí que lo haga por presunción o por desesperación propiamente dicha. Aunque, es cierto, prefiere hacerlo en el primer sentido, en el de presunción: adelanta el fin. Pone el fin más acá del escándalo, a una distancia en la que no perturbe, en la que no genere ansiedad, donde sea controlable, accesible, allí donde la ley lo alcance.

Esto es fundamental.

Luego viene el anquilosamiento de la fortaleza. Perdida la esperanza, hecha innecesaria, la fortaleza enfoca nuevos peligros. Y tales riesgos serán ahora cualquier movilidad derivada de la propia contingencia y de la indigencia natural de los seres.

Así es como la fortaleza se vuelve, otra vez, desmesurado afán legislativo. Y, por consecuencia, crueldad existencial. Ya no se trata de, valga la expresión, fortalecer el paso del que se mueve. Se trata ahora de que no pierda su lugar. De que no se mueva. De que permanezca atento al fin alcanzable e inamovible en los términos temporales.

La fortaleza tiene un componente natural de insistencia. Sin esperanza, esa insistencia asociada naturalmente a no perder el rumbo de la naturaleza (en otros términos: a resistir el mal), cambia de rumbo.

Da por consumada la naturaleza en un término que no requiere esperanza. Y aplica su capacidad de resistencia a mantenerse en este término alcanzado y su capacidad de agresividad a evitar que se disuelva en un término escandaloso, futuro, existencial.

En términos políticos, tanto puede hablarse de conservadurismo como de liberalismo. Porque si bien son en apariencia actitudes diversas, de origen y modalidad diferente, tanto uno como otro, pretenden lo mismo respecto del fin: volverlo inmanente, accesible en términos temporales y existenciales. Y esto así por la misma razón: escándalo ante una consumación del ser, fuera de los límites de la seguridad de este tiempo. Escándalo ante la existencia peligrosa en el mientras tanto.

En términos teológicos, este espíritu encarna la expresión 'el reino de este mundo' como ningún otro.

Pero en términos religiosos esta actitud espiritual es más compleja todavía.


Porque supone la negación misma de la religiosidad. Pues si la raíz de la religiosidad es el peligro que significa la existencia de un ser contingente e indigente, y su necesidad de poner sus raíces existenciales -y aun esenciales- precisamente fuera del alcance de sí mismo para evitar la íntima frustración de su naturaleza, esta derecha espiritual ha hachado esa raíz.

De allí que la expresión el reino de este mundo le quepa a esta actitud espiritual como a ninguna otra.

El mismo Dios, el absolutamente Otro, el origen, la Causa, no puede estar ausente del reino de este mundo. Debe estar presente, y más: absolutamente presente. Aunque con ello, y precisamente por ello, deja de ser el Ser trascendente a la existencia de este mundo, el Subsistente por sí, el Necesario.

Esa subsistencia, en la medida que sea trascendente al término existencial temporal de este mundo, es escandalosa para quien pretende que la ley le asegure la necesidad, la posesión de la esencia, porque con tal posesión le viene la fijeza, la certeza y la seguridad en toda cosa. Y con ella la serenidad y la quietud del fin.

Así, el más peligroso de todos los seres será entonces aquel en quien la esencia misma sea existir.

Y así como la derecha espiritual concibe que la peligrosidad de la existencia debe ser domeñada por la ley, así hace con el Subsistente, a quien traduce en leyes, a quien fija en nombres y preceptos y a quien no concibe sino como ley y en la ley.