viernes, 20 de agosto de 2004

Cultura y Religión. Política y Cultura. Política y Religión.

Si uno quiere meterse en un lío fenomenal, mejor que empiece a mezclar y a combinar las tres cosas, en los pares que mejor le parezca. O en un trío, sin más.

La jerarquía, el orden, la posibilidad de combinación entre las tres cosas, siempre son un problema inmenso.

Y si hay alguna posibilidad de que conceptualmente se dirima la cuestión, existencialmente, vitalmente, siempre es dolorosa la disección.

"No se mezclan, porque son cosas distintas y no hay que mezclarlas. Y listo", despacha el asunto uno cualquiera de los amigos de Job.

No sea pavo, hombre. No solamente se mezclan, sino que, peor todavía: parece que no puede separarse una cosa de la otra, sin daño para cualquiera de las tres. Ninguna de las tres, según parece, puede andar sola sobre la faz de este mundo, por distintas que resulten o sean.

Después -mejor antes- hay que ocuparse de las definiciones. Tener por bien establecido qué es cada cosa. Hay que soportar una deseablemente breve etapa de clichés y de definiciones de apuro para salir del paso. Pero, sin ilusiones de que esas definiciones de solapa de libro alcancen para nada...

Hubo en Tucumán un fraile dominico, Mario José Petit de Murat. Murió hace poco más de 30 años. Tuvo un largo magisterio oral. En las tres materias, pero especialmente en cuestiones de Cultura y Religión.

Un día, quiso "retirarse".

En un tiempo pensé que enseñando Filosofía del Arte atraía hacia los caminos del Señor; lo consideré un medio para preparar la conversión de las almas. La verdad es que el salto nunca llega. Se modifica alguna mala costumbre; se cambia alguna idea errónea, pero nada más. La completa entrega nunca llega. ¿Quién renació de verdad en esos caminos? (...) Mi sacerdocio ha sido profundamente ofendido. (...) Mientras alaban al hombre, hieren al sacerdote. Se tolera que lo sea, porque, al final de cuentas, enseña bien Historia del Arte. Cuando quiero pronunciar la Pasión y Resurrección de mi Señor, se me tapa la boca y los oídos se cierran: cuando enseño arte humano se me aplaude.
¡Ah, muerte y noche desolada! ¿Quién me iba a decir que me aguardaba tal esterilidad? ¡Ah, la desnudez del sacrificio levantado en medio de un pueblo ausente! (...) ¡Desdichado de mí: años estériles y resecos! Nada, Señor, ninguna cosecha para tus cielos. La gente que me recuerda, recuerda mi nombre, mi acción, mas no a Tí.
Y se fue a un pueblito. Así degustó las mismas cosas que había enseñado de otro modo. Y con esta experiencia puso otra vez en cuestión la "mezcla".

Fue un acierto venir a Timbó: con razón todo lo que me rodeaba no pronunciaba otra cosa: lo único que cabía era el destierro voluntario. Todo, sin excepción, me lesionaba como hombre, como religioso, como sacerdote. Digo destierro voluntario pero se ha dado la paradoja de siempre: el destierro ha resultado un casi solemne retorno al universo de Dios y a las almas. Como al convaleciente de una grave enfermedad se me dan todas las cosas de nuevo: las estrellas tienen el tamaño que tenían en mi infancia; los follajes se elevan anhelantes y translúcidos como cuando los descubrí en mi adolescencia, y los ritmos que se multiplican y juegan en las cosas, las ramas, las nubes, las patas de los caballos, cantan la gloria de Aquel que los hizo. Todo viene a mí denso y jugoso: los patéticos telones de los crepúsculos de Tucumán "ignorados" que parecen prontos para correrse y darnos una nueva epifanía del Cristo.
Otro dominico, cuando murió el P. Petit, lo despidió con un elogio a su tarea. ¿Qué estaba celebrando? ¿Su "tarea cultural"? ¿Su "testimonio espiritual"? ¿El "valor político" de su magisterio? ¿Religión, cultura, política?

Yo creo que el Padre sabía que él debía dejar algo.
Acaso muchos crean que muchas de sus obras han fracasado, o se han frustrado.
Pero hay una cosa más profunda en los hombres de Dios, que Tucumán todavía no conoce: pero yo se lo voy a enseñar.
Y es que hay hombres, hombres de Dios, que desean por lo que nosotros no deseamos, que quieren por lo que nosotros no queremos, que aman por nuestra falta de amor; que cumplen con una misión frente a nuestra sequedad. Para no morirnos de sed, ellos piden el agua, y claman, y la tienen en sus propios labios.
Y entonces un día, lo que ellos han deseado se cumplirá. No se cumplirá en sus vidas, porque ellos se han despojado hasta de los éxitos inmediatos, de sus deseos, o del cumplimiento de las cosas de su corazón. Los han entregado al aire de Dios; es otra cosa.
Pero un día se podrá cumplir; se verán obras; lo que hoy parece frustrado, surgirá, porque han deseado en el seno de un inmenso despojamiento.
Así son los hombres de Dios; éstos juzgan al mundo.