domingo, 1 de agosto de 2004

El amor al prójimo (II)

El samaritano compasivo (I)

La parábola está llena de guiños y claroscuros. Y hasta de bromas sutiles. A los suyos y a los otros.

Pero también está en el vórtice de un tiempo final. Son los últimos tiempos del paso de Cristo por el mundo. Son los días de las definiciones más agudas respecto de su misión y hasta del fin de los tiempos.

Así lo subraya el propio san Lucas: "Entonces, como se aproximaba el tiempo en que debía ser elevado de este mundo, tomó resueltamente el camino de Jerusalén..."

Alrededor de septiembre-octubre (entre el 15 y 21 de Tishri), tiene lugar la fiesta de los Tabernáculos o de las Cabañas. La fiesta se llama Sucot, por la Sucá, pequeña cabaña o choza de armazón de madera con techo de paja o ramas, en la que el judío debe vivir a lo largo de una semana. Esta fragilidad de la vida precaria, pone a todo judío en igualdad de condiciones: dependiendo de Dios, como en el Desierto del que fueron por Él rescatados, a la intemperie, apenas guarnecidos en la tierra por endebles tiendas.
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Jesús subía de camino a Jerusalén, precisamente a celebrar esta fiesta mayor, seis meses antes de su última Pascua. Dice san Lucas que su viaje a la Ciudad Santa es en ocasión de que se aproxima el tiempo en que será elevado de este mundo, o glorificado (en palabras de san Juan), es decir el tiempo de la Pasión, Crucifixión, Resurrección y Ascensión. De hecho, será su último viaje a Jerusalén.

Las distancias son respetables. Por ejemplo, de Cafarnaúm, a orillas del mar de Galilea, hasta Jerusalén, hay unos 185 kilómetros.

Viene de Galilea, en el norte, y para llegar a Judea debe cruzar Samaria.

Entran unos enviados suyos a una ciudad samaritana a buscar posada. Y los echan, precisamente porque van a Jerusalén. Hostilidad habitual de los samaritanos con los peregrinos judíos que se dirigían a las fiestas.

No hay que olvidar la antigua enemistad entre judíos y samaritanos. Ni las razones. Entre ellas, la impiedad que mutuamente se endilgan. Y la extranjería por ocupación de sus tierras que los judíos le enrostran a los de Samaria, su turbia raíz histórica, que incluso tal vez aparece en la mención de los 'cinco maridos' (en relación con los cinco pueblos paganos inmigrantes a la región), cuando Jesús se encuentra con la mujer samaritana junto al Pozo de Jacob en Sichar de Samaria, según el extenso relato de Jn. 4, 4-42.

Una enemistad que viene desde la toma de la región por el rey asirio Salmansar V, en 721 a.C. La historia está contada con detalle en el capítulo 17, 24-41, del libro segundo de los Reyes. Bastaría recurrir al libro de la Sabiduría, 50, 25-26, para tener una idea clara de cómo esa inquina continúa siglos después.

Además está el lugar santo: el monte Garizim, donde los samaritanos adoran a Dios y celebran sus propios ritos pascuales, contrariando la prescripción judía.


Pues bien, allí va Jesús cruzando una vez más Samaria. Rechazado afrentosamente por los samaritanos.

Al recibir la noticia, Santiago y Juan le preguntan a Jesús si quiere que manden que el fuego caiga del cielo y los consuma, lo que trae a la memoria otro episodio relacionado con Samaria, tangencialmente, cuando Elías el profeta, allá por el siglo IX a. C., hace caer fuego del cielo que consume a la guardia del rey que lo manda a buscar, pues el profeta lo ha reprendido por recurrir a Baal Zebub (el señor de las moscas), tal como aparece e 2 Reyes, 1, 1-ss.

Jesús, volviéndose hacia ellos, reprende a sus discípulos. En la Vulgata latina, hay un fragmento del versículo 56 que no aparece en las traducciones del griego: "Vosotros, no sabéis de que espíritu sois. Pues el Hijo del hombre no ha venido para perder a las almas sino para salvarlas" (Lc. 9, 51-56).

Tras este episodio, se dirigen a otra ciudad, visto que en la zona no son recibidos. Se desvía, pues, hacia Jericó, camino de Betania, cerca del Jordán, adonde visitará a Marta, María y Lázaro, sus amigos.

En el texto de san Lucas, que es el que sigue la liturgia de este tiempo, aparece aquí la misión de los 72, que tiene curiosas -y hasta casi humorísticas- conexiones con lo anterior. Como por ejemplo, que manda a sus discípulos sacudirse el polvo de los pies de aquellas ciudades donde no los reciban ("quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza (...) les digo que Sodoma en aquel día será tratada menos duramente que aquella ciudad..."). Esto dicho poco después de haber pasado por alto Él mismo el rechazo samaritano.

Finalmente, vuelven los enviados a predicar y cuentan cuántas maravillas han hecho en su Nombre. Entre otras, expulsar demonios. A lo que Jesús responde que Él mismo ha visto a Satán caer del cielo como un relámpago.

Sin embargo, el discurso que sigue al recibimiento de aquellos que ha enviado a predicar en su nombre (Lc. 10, 21-24), es quizás una clave mayor en medio de esta cuestión. Allí Jesús, lleno del Espíritu Santo, exalta y celebra el privilegio que los discípulos tienen de ver cosas que los profetas y reyes quisieron haber visto y no han visto, como también bendice a Dios por revelarle el misterio del Hijo a los simples y pequeños.

En san Lucas, inmediatamente cambia el escenario. Jesús está predicando ahora en medio de las gentes.

En los otros evangelios sinópticos, también aparece la pregunta acerca del mandamiento mayor de la Ley, que es la que da motivo a la parábola.

En san Mateo (23, 34-ss) como en san Marcos (12, 28-ss), en medio de discusiones con los saduceos, los fariseos y los escribas y doctores de la ley, que de continuo buscan tentarlo y trampearlo. Es un fariseo confabulado contra Jesús en san Mateo el que pregunta y un escriba en san Marcos, con la peculiaridad de que Jesús a este escriba, que ha hecho una reflexión atinada sobre el valor mayor del amor a Dios y al prójimo por sobre los sacrificios y holocaustos, le dice: "Tú no estás lejos del reino de Dios".

En san Lucas, en cambio, como de la nada sale un doctor de la ley quien pregunta. Primero por el mandamiento mayor para ponerlo en apuros a jesús y, más capciosamente aún, una vez que aparece en danza el amor al prójimo, acerca de quién es nuestro prójimo, lo que, según el evangelista, pregunta para justificarse.

En todos los sinópticos, Jesús contesta -directa o indirectamente- a la pregunta sobre el mandamiento mayor, en primer lugar con la conocida expresión del capítulo 6 del Deuteronomio "Shemá, Israel...": "Oye atentamente, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor y tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu espíritu y toda tu fuerza..."

En segundo lugar, Jesús menciona el mandato que figura en el Levítico (19, 18): "Amarás a tu prójimo como a ti mismo".

Como se ve, nada que no conociera ninguno de ellos. El Shemá era la primera profesión de fe de un judío y es la oración diaria y principal de un judío, aún hoy. De allí que el que pregunta se haya sentido en falta, pues Jesús le ha puesto por delante algo que él no ignoraba.

En el evangelio de san Lucas, hay otra peculiaridad. No es propiamente Jesús el que contesta, pues su respuesta a la pregunta es otra pregunta: "En la Ley, ¿qué está escrito?, ¿qué lees tú allí?" y el Shemá, en este caso, es proclamado por el propio doctor, quien junta los dos mandatos en uno.

Entretanto, Jesús contesta en san Mateo y san Marcos nombrando ambos mandamientos como distintos, y diciendo claramente que el Shemá es el primero y el amor al prójimo es el segundo, "semejante al primero" según el texto de san Mateo, agregando en éste último que en estos dos mandamientos está resumida toda la Ley y los Profetas.

La parábola del Samaritano compasivo, que sólo está en el evangelio de san Lucas, es la respuesta que Jesús le da al avergonzado doctor de la ley.

Hay que recordar, por otra parte, que no han pasado muchos días del episodio de Samaria y que los discípulos que acompañaban a Jesús están presentes.


"¿Quién es mi prójimo?", es la pregunta del escriba o doctor de la ley.

Una de las principales disciplinas intelectuales de los judíos es el arte de preguntar y, correspondientemente, el de responder.

Se ve a los doctores, escribas y fariseos hacer esto con Jesús continuamente. Como también se lo ve a Jesús hacer esto decenas de veces. Plantear preguntas difíciles y responder respuestas más difíciles aún, de modo que ya no se pueda volver a preguntar, si es que se ha preguntado de mala fe.

"¿Quién es mi prójimo?", pregunta el doctor de la ley. Pero al concluir la parábola, Jesús le devuelve al demandante otra pregunta programática y docente, como hizo respecto del Shemá: "¿Cuál de los tres, a tu juicio, se ha mostrado como el prójimo del hombre que cayó en manos de los malhechores?"

De alguna manera, la pregunta y la respuesta no están en la misma sintonía.

En esta aparente torsión hay un punto fundamental. Como en muchas otras ocasiones, Jesús parece 'aprovechar' la oportunidad.

Por lo pronto, linealmente, si la pregunta fue 'quién es mi prójimo' parecería que la respuesta contenida en la parábola debería llevar el nombre desconocido de aquel judío maltratado por los ladrones, y que éstos dejan por muerto al costado del camino. O, lo que es casi lo mismo, si no lo mismo, que es el samaritano quien se ha vuelto hacia el moribundo, viendo en él a su prójimo y ayudándolo a pesar de su nacionalidad. Además, la presencia en el relato de un sacerdote y un levita que pasan ignorando al caído, reforzaría la idea de que son éstos quienes ni ven en el caído a su prójimo ni están ayudando (amando) a su prójimo (doblemente prójimo, probablemente, a los oídos del doctor que pregunta, pues sacerdote, levita y caído son judíos.)

Y es verdad que, en la interpretación más habitual y corriente, identificamos al caído con nuestro prójimo, porque le atribuimos al prójimo la necesidad de ser amado por nosotros, como así también nos obligamos a amarlo, y, en consecuencia, a atenderlo, no importa quién sea. Por alguna razón, la palabra prójimo viene para nosotros cargada con la connotación de que el prójimo es a la vez necesitado, caído, despreciado, y que amarlo supone ir en pos de él, ir en su ayuda.

Cuando pensamos en la parábola, habitualmente pensamos que el samaritano amó a su prójimo y el sacerdote y el levita no. Y que un ejemplo de amor al prójimo es el del samaritano que amó a su prójimo, y no el de los otros dos, que no lo hicieron, pues no vieron en él a su prójimo.

O, y aquí hay que prestar atención, no se vieron a sí mismos como prójimos del caído, mientras que el samaritano sí se vio prójimo del moribundo.

Porque, precisamente, la respuesta que se ve obligado a dar el propio doctor de la ley, según la pregunta que le devuelve Jesús, es: 'el samaritano', lo que -según se ha visto- resulta por otra parte una respuesta muy dura de admitir para el propio judío.

Tanto que ni siquiera lo nombra: "aquel que obró con misericordia respecto del caído".

Pero, también es verdad, y por lo mismo que vengo diciendo, esa respuesta parece ser la respuesta a una pregunta diferente de la que el propio judío formuló.

No deja de haber un rasgo de humor también aquí. Pues si dejáramos contiguas la pregunta del doctor de la ley y la respuesta que él mismo tiene que dar tras la parábola que Jesús le propone para contestarla, el diálogo resultaría así: "Y ¿quién es mi prójimo? El samaritano".

Claro que, no es exactamente lo mismo quién es mi prójimo que quién obró como prójimo, aun cuando ser prójimo, y en tanto es una relación, supone un término equivalente y reversible: si éste es mi prójimo, yo lo soy para él.