sábado, 7 de agosto de 2004

Estaba en la esquina de Florida y Diagonal Norte.

Entré por ese pequeño callejón que va a dar por Perú hasta la Av. Belgrano.

De fondo, retumbando en las calles encajonadas que llegan a la Plaza de Mayo, bombas de estruendo, rítmicas, potentes. Gente, pancartas, cortes. Lo de casi todos los días.

El callejón de Perú, desde la esquina de la Manzana de las Luces, sonaba a tambores de guerra. Sí, era una batucada, a unas dos cuadras, en una vereda ancha del Bar Colonial que está en Perú y Belgrano. Batucada con negros y todo: redoblantes, tamboriles, tambores. Había al menos cuatro negros, parecían uruguayos, porque en Buenos Aires negros casi no se ven. Pero si aquello era una batucada, se parecía en todo caso a esos conciertos de plaza de pueblo que dan las bandas militares.

Calentaban los parches en una improvisada actuación callejera. Un recital, en el límite entre la batalla y el arte.
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Banderas, tambores de guerra, estruendos. Épica callejera, épica piquetera, contestataria. Parece que venían con un grupo de protestantes del CEAMSE, ataviados con sus pantalones y chaquetas fluorescentes, anarajandas.

Uniformes, como de regimientos. Y ritmos de combate, estruendos de marcha, de marcha de infantería, de caballería. Turbas, calentando las manos, los parches, calentando los corazones.

Metiendo miedo a los empleados de bancos a la hora del almuerzo, a las chicas uniformes que trabajan en las AFJP, a los quiosqueros, a los que comen junto a la ventana a la vera de la calle en el Querandí. Algunos chicos que salen de las escuelas aplaudiendo (no pueden con su genio de circo, de bulla, de ritmo, de fiesta: son chicos, les gusta el clima de recreo, aunque sea recreo de batalla, que ellos ni ven, ni saben del todo...)

Miedo, sí. Y envidia épica del burgués, que cuando ve un desfile le sube la adrenalina, cualquier desfile...

Miedo y fiesta, bombas y tambores. Guerra. Clima de guerra. Épica porteña. Calles rítmicas, ruidosas, peatonales a fuerza de marchas y cortes y vallas.

Unos por aquí 'racionando en caliente', pasándose un termo con algo que humea. Campamentos, vivaques de esquina, de calle cortada. Miradas desafiantes, suspendidas, torvas, miradas de combatientes, de quienes se sienten combatiendo.

Otros, más allá, caminando como perdidos, recorriendo calles vacías, con sus arreos de pancartas de sábana y palos arrollados, buscando a 'su gente'. Algunas mujeres, no muchas, como las que seguían a los ejércitos. La guerra sigue siendo cosa de hombres, más bien. Y esas especies de pajes, estudiantes de 'secundaria', pequeños cabos universitarios haciendo sus primeras armas.

Y todos los otros gestos de la guerra. La llaman 'movilización' porque les sonará muy fuerte, muy 'facho', si dicen 'guerra', 'combate'. A secas.

Y la llaman 'popular', porque 'popular' exorciza, canoniza, es políticamente correcto. Vaya uno a saber por qué. O sí sé por qué.

Pero tienen banderas, redoblantes, estruendos. Tienen sus palos y su logística, tienen sus transportes y sus estrategias.

Tienen su enemigo. Y luchan. Como un ejército itinerante, filtrando, perforando lenta y perseverantemente las fronteras tan permeables de esta mueca de Imperio Romano. La misma decadencia, la misma corrupción que la del Imperio. Pero nada de la grandeza del Imperio.

Todavía hablan de 'paz social' y de 'reclamo popular' y esquivan como con vergüenza las palabras combate, guerra, combatiente, ejército. Un día se les llenará la boca pronunciándolas. Hoy prefieren -sus dirigentes, sus 'generales' prefieren astutamente- llamarse con el nombre barato, con el nombre mediático: 'democracia popular', 'lucha social', es lo más que se permiten.

Pero son un ejército.

(Qué cosa, me digo, tanto batir el parche de que hay que 'desmilitarizar' la sociedad. Tanto hacer una bandera del odio al uniforme y a la disciplina de combate. Y pensar que era cosa de agregarle 'popular' al final de cualquier emblema...)

Hacía frío. Se diluían los tambores. Ya dolían las manos de ver cómo le daban al parche. Y se nubló la tarde, más fría todavía.

Y pasó la guerra. Por hoy. Hasta mañana.


Me digo, me repito, que las causas de una guerra pueden ser peores a veces que la guerra misma.

Porque están esos que ven en los cotidianos y cientos de paseantes, que marchan a ritmo de tambor y bomba de estruendo de Buenos Aires, solamente una infracción a las leyes de tránsito y libre circulación. O lo que es peor, los que ven en los piqueteros un obstáculo a la llegada de capitales.

Pero si la guerra es también para que el hombre deje de ser lo que es y siempre ha sido -no solamente lo que está siendo en el mundo del neoliberalismo y la exclusión (y todos los otros nombres substitutos de las cosas verdaderamente innombrables que el 'generalato' revolucionario no sé siquiera si sabe)-, si la guerra es para eso, en algo fracasan los generales del ejército anti-antipopular.

Porque los Pitrola, los Delía, los Castells, y todos los otros gurúes de la voluntad popular, tendrían que saber que a la gente -al pueblo- le gustan los tamboriles, los tambores, los redoblantes. Les gustan, visceralmente.

Entonces, un día, el pueblo, de tanto y tanto hacerle oír el ritmo de marcha de infantería, de caballería, y de ponerle ritmos marciales a la Toma de la Bastilla descangallada, el pueblo va y se busca un Napoleón. O se lo encuentra. O él los encuentra.

Y Napoleón va y se funda un imperio militar. Y los llena de uniformes vistosos y medallas y banderas y cañones. Y los pone a recorrer el mundo mientras se conquista esto y aquello de más allá. Y los revolucionarios, al paredón; y los otros también.

Y listo.


(No, listo no...Porque después se juntan Inglaterra y Rusia, por ejemplo, y hacen una especie de Unión Democrática en Waterloo y terminan con Napoleón y con la revolución. Eso sí, en nombre del pueblo, de la voluntad popular, de la libertad y de la prosperidad, y con la ayuda de los revolucionarios desplazados por Napoleón, eso por supuesto. Hasta los próximos tambores. Hasta mañana.)