domingo, 15 de agosto de 2004

"Más tarde vi nuevamente a los Apóstoles y a los discípulos en oración, en torno al lecho. El rostro de María estaba despejado y sonriente, como en los tiempos de su juventud. Sus ojos, llenos de una alegría santa, estaban vueltos hacia el cielo. Vi entonces un cuadro maravillosamente conmovedor.
El techo de la celda de María había desaparecido; la lámpara se hallaba suspendida en el aire; a través del cielo abierto vi el interior de la Jerusalén celeste. De aquel cielo bajaron como dos nubes brillantes en las que se veían innumerables caras de ángeles, entre las cuales, una ruta luminosa se dirigía hacia la Santísima Virgen. Vi subir desde María hasta la Jerusalén celeste algo como una montaña de luz. La Virgen tendió los brazos hacia aquel lado con un deseo infinito, y su cuerpo alzado en el aire y suspendido encima de su lecho de modo que podía verse debajo. Vi a su alma bajo la forma de una pequeña figura luminosa, infinitamente pura, saliendo de su cuerpo con los brazos tendidos y alzándose sobre aquella ruta de luz que subía hasta el cielo. Los dos coros de ángeles que estaban en las nubes se reunieron debajo de su alma y la separaron del cuerpo, el cual, en el momento de esta separación, volvió a caer sobre la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho. Mi mirada, que seguía el alma de María, la vio entrar en la Jerusalén celestial, y llegar hasta el trono de la Santísima Trinidad. Vi a un gran número de almas, entre las cuales reconocí a varios patriarcas, como también a Joaquín, Ana, José, Isabel, Zacarías y Juan Bautista, quienes vinieron a su encuentro con una alegría respetuosa. María voló a través de todos ellos hasta llegar al trono de Dios y de su Hijo, quien, haciendo resplandecer, por encima de todo, la luz que brotaba de sus heridas, la recibió con un divino amor, le presentó algo así como un cetro y le mostró la tierra a sus pies, como si le confiara un poder particular. La vi entrar en esta forma en la gloria, y olvidé todo lo que se mostraba a su alrededor sobre la tierra. Algunos de los Apóstoles, sobre todo Juan y Pedro, debieron de ver todo esto, pues tenían sus ojos fijos en el cielo. Los demás estaban, en su mayor parte, posternados. Todo era luz y esplendor, como en el momento de la Ascensión de Jesucristo.
Vi, cosa que me alegró mucho, a un gran número de almas liberadas del purgatorio, seguir al alma de María cuando entró en el cielo. Hoy también, en el día de la conmemoración que celebra la Iglesia, vi entrar al cielo a muchas de esas pobres almas, entre ellas a varias que conocía. Recibí la seguridad consoladora de que todos los años, en el día del aniversario de la muerte de María, muchas almas de quienes le han rendido un culto particular, participan de los efectos de esta gracia.
Cuando miré de nuevo hacia la tierra vi resplandecer al cuerpo de la Santísima Virgen. Reposaba sobre su lecho con el rostro radiante, cerrados los ojos, y los brazos cruzados sobre el pecho. Los Apóstoles, las santas mujeres y los discípulos, arrodillados en torno suyo, oraban. Mientras yo miraba todo aquello, había en la naturaleza un concierto armonioso y reinaba una emoción, semejante a la que ya había percibido, en la noche de la Natividad. Supe que la hora de la muerte había sido la hora novena, como la del Salvador."


Ana Catalina Emmerich