viernes, 17 de septiembre de 2004

1931. Consuelo Suncín de Sandoval, joven y viuda, conoce a Antoine de Saint-Exupéry. Fue en Buenos Aires. Al poco tiempo se casaron en Francia, en primavera. Lo demás, y aun esto, es historia conocida. Cruzando la obra del aviador, los testimonios sobre su vida, sus biografías, cartas y demás testimonios, incluídos los de la propia Consuelo, todo dice que Consuelo es la famosa rosa de El Principito.

En realidad, no habría mucho problema en que así fuera. No es la primera vez que pasa.

Inclusive, mirando los modos de ser de ambos, de Consuelo y de Antoine -Tonio, para ella-, mirando su vida juntos (es un decir lo de juntos, ... y lo de vida), no hay mucho que decir respecto de cuánto puede cierto tipo de amor. Por ejemplo, a la hora de que quien es más ponga tanto a los pies de quien es menos.

No niego que Consuelo fuera bonita y atractiva en más de un sentido. Es probable que haya sido una mujer con arrestos intelectuales y estéticos. Algo de todo eso tiene que estar en la raíz de la palabra Musa que le asigna el propio "Saintex".

El libro La rosa que cautivó al Principito, escrito hace un par de años por una salvadoreña, parienta y ahijada de Consuelo -que nació cuando ésta estuvo en El Salvador, allá por 1972-, parece (porque no lo leí) que se ocupa de la intimidad de Consuelo, su infancia, amores, aventuras y otras peculiaridades. Básicamente -de allí el título- hace de Consuelo la mujer que inspiró mucho de lo que después sería inmensamente famoso en la pluma de Saint-Exupéry, particularmente, el revés de la trama de la coprotagonista de El Principito: la rosa. Y, más allá de que podría tratarse de una obra algo ñoña o "rosa", parece que bien puede sacar partido de algo que el propio autor no se ocupó de ocultar, ni en la obra, ni en la vida. Esto es, lo mucho que quería a esta mujer, más allá de sus merecimientos, que seguramente los tuvo en algún sentido. Y más allá de sus defectos, que el propio Saintex -no solamente amigos y conocidos- se ha encargado de poner en negro sobre blanco.

Es misterioso el amor. Por supuesto que nadie sabía en aquellos años que van desde 1931 a 1943, que es cuando aparece El Principito, la enormidad que significaría ese aparentemente ingenuo cuento para niños, que hasta se da el lujo de tener un final infeliz y cuasi suicida (aun tomando el final como una metáfora). Con la rosa de espléndida partenaire.

Pero.

He mirado esta foto largamente. Muy largamente. No cómo si fuera un detective que trata de buscar qué produjo el asesinato. Simplemente la miré y la miré, hasta ver si podía lograr que se convirtieran los personajes en seres vivientes, respirantes, móviles. Con deseos y frustraciones, con algo en el corazón y en la mirada, con contradicciones y lealtades, con infidelidades y absurdos. En seres humanos. A pesar de esas bocas tan cerradas de ambos, imaginé los diálogos vivos, los apasionamientos enfurecidos, los caprichos, los requiebros. Traté de olvidarme, y no, al mismo tiempo, de las frases de poster del pobre pequeño príncipe (culpa de los que hacen posters, no del hombrecito, claro...). Traté de ver, en la foto, de dónde venía tanta palabra justa, tanta palabra tan sentida (tan a propósito para un poster, incluso), de dónde venía tanta serena sabiduría, tanta sencillez. Quise olvidarme, a propósito, de los retazos de información que tenía de Consuelo. Pero después me dije, mirándola en esta foto, que era tramposo mi procedimiento. En realidad, al fin, traté de verla como la veía Tonio, que tenía bastante más que retazos de información sobre ella. Y llegué a dos o tres conclusiones, provisionales, claro, porque no estoy del todo seguro de entender de qué trata este asunto.

Sí parece cierto que es raro el amor humano. Quiero decir, el amor humano tan humano.