lunes, 20 de septiembre de 2004

El lirio de tu nombre se levanta
por el aire fatal hasta la altura
del arcángel secreto que conjura
tu equilibrio de espuma en su garganta.

De sí mismo a sí mismo va con tanta
levedad trascendiendo que la pura
ingravidez del aire se apresura
a servir de escabel para tu planta.

Y yo, aquí abajo, entre la hierba vengo
resoplando vapores como un toro
muerto de celos por la tierra parda.

Un mar de celos en las venas tengo
del nombre que te ciñe, del decoro
del aire y del arcángel que te guarda.


Creo que es el soneto que más me ha acompañado, hasta hoy.

Conozco en parte la historia lírica del autor. No por él, a quien conocí y aprecié. Era muy discreto y reservado. Me la contó su hija pocos años después de su muerte, tratando yo de juntar sus versos para publicarlos. En parte se parece a Garcilaso, por la obra intensa y breve.

Apenas 44 sonetos y unos cuantos poemas más. Todos escritos para quien fue su mujer -como éste- la que, al morir, se llevó con ella la pluma del poeta, la inspiración o las ganas de seguir escribiendo. A partir de entonces se dedicó a otra de sus aficiones, la pintura y el dibujo.

Cuanta vez he podido, como ahora, lo doy a conocer.

Hace muchos años, le mostré unos versos propios al insigne tucumano (que alguna vez mencioné), entre ellos algunos que yo entendía podían ser sonetos. Con infinita generosidad -y como entusiasmado por la vena lírica-, sin casi mediar palabra ni introito, me recitó este soneto que ahora copio, y lo hizo de memoria, porque lo tenía a flor de labios. Él lo conocía desde hacía casi cuarenta años. También yo esa tarde lo memoricé sin papel adelante, por tradición oral. Seguimos hablando de poesía y lo que aprendí con el tiempo, creo que en su mayor parte me lo enseñó aquel insigne tucumano a la luz de estos catorce versos. La tarde pasaba, y de unos cuadernitos Gloria de 24 páginas, escritos con birome verde, me leía sus propios sonetos y poemas. Infinita delicadeza y sabiduría la del tucumano insigne, que apenas si decía algo de mis versos. Ni falta que hacía.

Con los años, en la casa de un amigo que vino a resultar, por matrimonio, sobrino político del autor de este soneto, me encontré con él. Conversamos cálidamente. En un momento, apareció la poesía en la charla. Y le recité su propio soneto. "Ah, pero ahora tiene otra versión... hace años que no oía ésa, ¿podés repetirla?" Lo hice. "Es mejor que la actual, me parece que lo voy a volver a su estado original..." Y sentí como si hubiera estado guardando un tesoro mucho más valioso que lo que ya me parecía.

Al tiempo, nos volvimos a ver en el mismo lugar, en un almuerzo. Me trajo de regalo una carpeta con su obra poética, que alguna mano desalmada retuvo cuando se la presté y nunca me devolvió. Mucho después, la hija del poeta reparó la falta con creces y obtuve una copia de todos sus originales.

Todo lo cual es uno de los nombres que la felicidad tiene para mí en esta tierra de sombras.

El poeta se llama Augusto Falciola. Y es una de las pruebas irrefutables para mí de que Dios tiene buen gusto cuando elige amigos.