martes, 21 de septiembre de 2004

La Retórica no es el mayor de los trabajos de Aristóteles, ni mucho menos, pero tiene muchas líneas felices. Y útiles.

Está escrita en un tiempo -y para un tiempo- que me parece que sabía cosas de un modo distinto del nuestro. Algo que uno nota en la antigüedad, en general. El más craso racionalismo antiguo parece tener una cierta humildad -salvo quizás en el caso de los reformadores de la Atenas de Sócrates y Platón, conocidos como sofistas, genéricamente-, una humildad que no conocemos en los racionalismos más nuevos. Probablemente se trata de una ilusión óptica, pero, uno tiene la impresión de que como si dijéramos cierto cansancio por andar sobre la faz de la tierra, ha hecho que los hombres busquemos soluciones y planteos ingeniosos si son lo suficientemente extravagantes, como jugando con la mera posibilidad de que algo sea "de otro modo". A veces por odio -tal vez, cierta envidia- a la antigüedad que parecía lanzarse a la aventura con una frescura que solemos llamar ingenuidad; a veces, quizá, por presunción de novedades, como por desánimo o aburrimiento y la consecuente necesidad de soluciones espectaculares; tal vez por esa tan nuestra e inarrugable voluntad de dominio.

Hay algo con la verdad. No podemos anular nuestro apetito de saber. Y de saber la verdad. Es arduo llegar y nunca estamos seguros de haber llegado. Y llegamos a la conclusión de que no hemos llegado, no bien llegamos a algo cierto y consistente. Puede ser que eso al espíritu le deje un sabor agridulce. Cualquier parada en el camino es forzosamente breve. No hay modo de que el reposo sea duradero. No aquí. No en este lado de la existencia. Y parece que, así, compiten el apetito de saber la verdad, con el cansancio de una marcha que se nos vuelve larga.

En el libro segundo de su obra, hablando del uso conveniente de cuentos y fábulas en los discursos, Aristóteles ejemplifica con una fábula que inventó Estesícoro:
Un caballo poseía él solo un prado, y como viniera el ciervo y le estropease el pasto, queriendo vengarse del ciervo, pidió a un hombre si podría, junto con él, castigar al ciervo; respondió el hombre que si aceptaba un freno y él se montaba encima llevando unos dardos; como el caballo accediera y montara el hombre, a cambio de vengarse, se convirtió en siervo del hombre.


Estesícoro aplica esto a un caso político. Pero, como toda comparación, tiene más de una aplicación.