martes, 12 de octubre de 2004

Fue mi última subida a la montaña. Y mi primer 'fracaso' en la montaña. La primera vez, en 16 años, que no pude hacer una travesía. No le viene mal al alma, para nada. Al revés. Uno puede ser que se lleve un recuerdo agridulce. Cosas de la obediencia y la ley.

Sin embargo, también alcanzó para que viera lo que son los decálogos. Inevitables. Los hombres parece que no podemos estarnos sin leyes. Mucho menos los anarquistas.

Estábamos, pues, con un amigo en la Laguna de los Témpanos, en ese lugar que aquí se ve, dispuestos a seguir el curso del arroyo Casalata. Cresteando un cerro (yéndonos por lo que se alcanza a ver a la izquierda de la imagen), cruzando dos vallecitos y otros tantos cerros para llegar al Tronador. Una vieja 'picada' ya en desuso que habíamos descubierto en un antiguo boletín del Club Andino.

O arrancamos mal los dos o ya mis piernas no querían acompañarme. Probamos de transportar la carga que llevábamos en dos veces. Subimos por el hielo del anfiteatro de la Laguna y bajamos al atardecer para volvernos al refugio. Los dos estábamos extrañamente exhaustos, pero eran mis piernas las que ya no me respondían en el hielo al bajar y eso me acobardó. De allí vino el fracaso: sin piernas no se puede.

Nos quedamos en el refugio casi dos días, viendo qué hacer. Mucho frío a pesar de la época del año. Lloviznas heladas. Alrededor del refugio, acampaban más o menos alejados todos los tipos previsibles de aquellos lares: mochileros a secas, insulsos; parejas de picarones y libres amantes; solitarios montañeros cerriles; fumadores discretos de hierbas prohibidas; hippies artesanos y, claro, músicos. De esta raza siempre hay. Y había uno. Su melena lacia y rubiona, leonina, atada con una 'gomita para el pelo', nos miraba desde su metro noventa de altura, robusto, olímpico. Un violinista joven, pero diestro. Silencioso, ausente, displicente, pero seguro de su imponencia, refinadamente rústico, aparentemente libre. No podía ocultar el fastidio que le producían (producíamos) casi todos, menos, tal vez, el refugiero, con quien se entendía en una jerga que burlaba sutil y crípticamente a todos los burgueses, a todos 'los de abajo'. Aparecía de vez en cuando por el refugio y sólo de vez en cuando sonaba el violín lejos entre las piedras, el sonido viniendo de ninguna parte, entrecortado a veces por el viento; realmente sonaba mágicamente en aquel lugar.

Una noche, la última, el frío se puso bravo. El refugio estaba bastante animado, la cocina a leña no paraba de quemar madera desde la tarde. Un guiso picante y una sopa espesa pusieron las cosas más o menos en su lugar. Los que pensaban seguir al día siguiente se fueron a dormir, algunos nos quedamos. Aparecieron unas botellas de ginebra, algo de cognac, un poco de vino. Faltaba música. Le pedimos al olímpico violinista que fuera a buscar el instrumento. Se hizo rogar, mirando con cara de que no veía alrededor un solo oído digno de las cuerdas en medio de aquella turba advenediza.

'Mucha crema de enjuague', sentenció socarrón y fastidiado un montañero veterano mirando con los ojos entrecerrados al olímpico. El veterano se había sentado en un rincón, no muy cerca de la cocina ardiente, con los dos pies recogidos sobre un banco. Parecía el Trancos de Bree, con su pipa humeante, hablando sin sacársela de entre los dientes. Y de verdad que el violinista cuidaba las cerdas de su cabeza tanto como las del arco.

Por fin, en una concesión cansina y con cara de nada (ciertamente que con algo en la cara de Moisés desafiante frente a los infieles), el violinista estiró su metro noventa y buscó con la vista el anorak azul gastado que solía calzar. Hacía mucho frío y lloviznaba. Lo había dejado en la carpa.

Como lo tenía junto a mí en ese momento, estiré el brazo y le ofrecí un camperón que llevaba conmigo y que, al parecer, contravenía alguna ley no escrita que amonestaba contra el forro interior de corderito en camperas sin el establecido desgaste.

-¡No, eso no! -me dijo primero visceralmente y después, como resignado, con toda la condescencia de la que era capaz-. Eso es para allá abajo (refiriéndose a la más execrable de las faunas: la de los que se quedan en la ciudad y jamás subirán un cerro).

-No, tonto, es para que vayas a buscar el violín y no te mueras de frío -contesté, inmediatamente sorprendido por su observancia estricta.

Y, créase o no, por no encontrar el atuendo adecuado para salir en medio de la noche oscura en medio de la montaña oscurísima, mi olímpico violinista nos dejó sin música.

Tratando de hacerle justicia al virtuoso del violín (siempre hay que empezar defendiendo al que hace algo bello), años estuve pensando si lo suyo era dignidad de artista, coherencia en su forma de ser y de vestir, ascesis, disciplina de la carne sobre el espíritu.

Al tiempo concluí que, efectivamente, no se puede vivir sin ley. Y que se puede ser esclavo del Decálogo o esclavo de cualquier otra ley. Que allí el problema no es tanto, parece, cuál sea la ley que voy a cumplir, sino cuál voy a rechazar. Y me pareció ver entonces que ciertos arrestos de libertad son parecidos en eso a los arrestos de obediencia. Claro que, ley por ley, entre una que aparezca entre zarzas de fuego en la cima de un monte y otra cualquiera, qué puedo decir. Entre, por ejemplo, No tomarás su Santo Nombre en vano y, por ejemplo, Jamás te pondrás la Campera con Forro de Corderito, me quedo con lo que, por lo menos, me garantice cierta grandeza.

Esa ilusión de los que creen que no sirven ni deben servir a ningún señor, que no pertenecen ni deben pertenecer a ninguna iglesia, que son libres y jamás deben someterse ante cualquier ley, no deja de ser -además de patética e histérica- un poco infantil (pero de eso y de la obediencia habrá que hablar más largo otro día, me parece).

Al final de todo, creo que el montañero veterano, con mirada simbólica, radiografió al olímpico de modo certero e impecable: 'mucha crema de enjuague'.