martes, 5 de octubre de 2004

Necesitamos dos cosas; una nación y una justicia social. No tendremos nación mientras cada uno de nosotros se considere portador de un interés distinto, de un interés de grupo o de bandería.
No tendremos justicia social mientras cada una de las clases, en régimen de lucha, quiera imponer a las otras su dominación.
Por eso, ni el liberalismo ni el socialismo son capaces de depararnos las dos cosas que nos hacen falta.

Entre una y otra de esas actitudes -la revolución y la tradición- se nos ocurrió a algunos pensar si no sería posible una síntesis de las dos cosas: de la revolución -no como pretexto para echarlo todo a rodar, sino como ocasión quirúrgica para volver a trazar todo con un pulso firme al servicio de una norma- y de la tradición -no como remedio, sino como sustancia; no con ánimo de copia de lo que hicieron los grandes antiguos, sino con ánimo de adivinación de lo que harían en nuestras circuntancias-.

La revolución es necesaria, no precisamente cuando el pueblo está corrompido, sino cuando sus instituciones, sus ideas, sus gustos, han llegado a la esterilidad o están próximos a alcanzarla. En estos momentos se produce la degeneración histórica. No la muerte por catástrofe, sino el encharcamiento en una existencia sin gracia ni esperanza. Todas las actitudes colectivas nacen enclenques, como producto de parejas reproductivas casi agotadas. La vida de una comunidad se achata, se entontece, se hunde en mal gusto y mediocridad. Aquello no tiene remedio sino mediante un corte y un nuevo principio. Los surcos necesitan simiente nueva, simiente histórica, porque la antigua ha apurado ya su fecundidad.


Calculo que a nadie se le pasará por la cabeza el supuesto de que la 'revolución' apetecida por mí es la 'revuelta', el motín desordenado y callejero, la satisfacción de ese impulso a echar los pies por alto que sienten, a veces, tanto los pueblos como los individuos. Nada más lejos de mis inclinaciones estéticas. Pero más aún de mi sentido de la política. La política es una gran tarea de edificación; no es la mejor manera de edificar la que consiste en revolver los materiales y lanzarlos al aire después, para que caigan como el azar disponga.

Son cuatro fragmentos de otros tantos discursos y artículos de José Antonio Primo de Rivera. De 1934 y 1935.

Hay cosas de Primo de Rivera que no me gustan, porque a algunas hay que hacerles demasiadas notas a pie de página. Algunas de fondo (tal vez porque era un hombre eminentemente del estadio ético) y otras de forma (tal vez una época, una idiosincracia, una sangre). También es cierto que cuando ciertas cosas no sólo se escriben con cierta sangre sino que al final se firman con sangre, uno las lee con otra atención.

Pero qué puedo decir. Allí están estos pasajes. Los miro. Los vuelvo a leer. Los vuelvo a mirar. Y no les encuentro nada demasiado distinto a lo que yo mismo diría hoy, aquí.