lunes, 1 de noviembre de 2004

No hace mucho hubo que hablar de la marca de la Bestia (fue por aquello de los implantes de identidad.) Ni por un momento se puede pensar que esa señal sea broma (la de la bestia, el implante no sé...) La marca de la Bestia es cosa seria y de cuidado y la marca de la Bestia podría llevarlo a uno a la Bestia. Y no salir de allí. Pero, con todo, es la marca de la bestia...

Porque, es obvio, la marca que de veras cuenta es la otra, la primera, la verdadera: el sello de Dios sobre la frente de los elegidos, que dice el Apocalipsis (7, 2-4, 9-14) en la lectura de hoy, fiesta de Todos los Santos.

No puede evitarse: la marca de la Bestia es apenas un símil, un remedo, una imitación del sello divino. Y hasta visto de este modo, además de una insolencia envidiosa y pérfida de la Bestia, una distracción para el hombre, esta señal es hasta un señuelo.

De todos modos, una y otra señal pueden resultar igualmente peligrosas. Así como se afanan los buscadores curiosos de signos de la Bestia, así se despepitan los buscadores ansiosos del sello de Dios. Los que ya saben quiénes se condenarán, los que ya saben quiénes habrán de salvarse (o están ya salvados).

Ambos extremos, creo, además de la vanidad de gloriarse de poder saber, de 'tener el dato' tienen como motor una más pedestre y humana necesidad de seguridad. La insana ansiedad por las dos 'marcas', no es sino el anverso y el reverso de sentirse a salvo.

Dos modos de la desesperación, al fin de cuentas, de la presunción del fin. Y tan fácil que caemos en cualquiera de ambas formas de sentirnos seguros y a salvo, para no tener que esperar, con esperanza, el fin...

Y aquellos 144.000 de entre todas las tribus de los hijos de Israel, así como aquella otra multitud inmensa, incontable, de cada nación, raza, pueblo y lengua, todos aquellos que están delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas y con palmas en las manos, quiénes son.

Allí está , con su sabor 'dantesco', ese pasaje de San Juan contemplando la multitud de los santos, junto a su anciano interlocutor que pregunta y se responde a sí mismo ¿quiénes son estos?: "Ellos son aquellos que han pasado a través de la gran tribulación y han lavado sus vestidos haciéndolos blancos con la sangre del Cordero."

Lo mismo dice, de otro modo, me parece, el fragmento de su primera Carta: "Ya somos hijos de Dios aunque todavía no se ha manifestado lo que seremos. Más sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque, lo veremos tal como es. Entretanto quienquiera tiene en Él esta esperanza se hace puro, así como Él es puro."

Y otro tanto, final y más rotundamente, el sermón de las Bienaventuranzas.

Cuestión de marcas, parece. Y de cierto apetito de marcas, de querer saber ya qué marca lleva quién. Nada tan humano, siendo tan temporales como somos. Y tan hechos para la eternidad como somos.

Qué difícil es saber de la Victoria y no sentirse victorioso.

Pero parece que buscar la santidad y llegar al fin a ser parte de aquellos que miran al Cordero en esa impresionante escena celestial, deberíamos, como San Juan lo advierte en su carta, guardar Esperanza y esa Esperanza purificarnos. Cosa difícil. De entender. De hacer. Si uno tuviera que hacer eso solo...