viernes, 3 de diciembre de 2004

Mientras estamos en este valle, va con nosotros la perplejidad del alma que desea y ama creaturas, cosas, personas: se deleita en ellas y a la vez de ellas no le vienen al final sino insatisfacción, desengaño.

Allí están las cosas, allí lo que amamos y nos deleita en este mundo, allí la belleza de lo que nos deleita en este mundo. Pero, fue el alma a las cosas y las cosas no le respondieron aquello que el alma les reclamaba ni le dieron satisfacción y aun le quitaron al alma la paz y el sosiego.

Amamos creaturas porque somos creaturas. Pero somos creaturas también porque amamos creaturas.

Cuando miramos algo que nos agrada, que nos place, que nos imanta y nos lleva, de algún modo nos hacemos aquello que miramos. Eso es conocer y eso es amar. Hacerse otro en cuanto otro. Así es como nos hacemos aquello que conocemos y amamos. Ser el otro, ser lo otro. Salir de sí. Éxtasis. Y eso sin dejar de ser quienes somos.

Pero eso no es todo lo que nos pasa. El desengaño sobreviene porque llegados a ellas, llegadas las cosas a nosotros, queda el alma insatisfecha. Con todo ese desengaño es, paradojalmente, una respuesta afirmativa de las cosas. Cuando nos niegan toda expectativa o el placer y el sabor que les pedimos, cuando no basta con poseerlas y que ellas nos posean para alcanzar lo que nos sacie, ellas están afirmando con una negación: no somos nosotras.

De estas cosas habla Leopodo Marechal en su Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza. Allí se propone comentar un espléndido texto de San Isidoro de Sevilla:
Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada que no puede circunscribirse, para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que lo apartaron de Él; en modo tal que, al que por amar la belleza de la criatura se hubiese privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina.
Parafraseando a San Agustín, en parte, Marechal lo dice así:
Oigo que se me llama, y pienso que todo llamado viene de un llamador. Me digo entonces que por la naturaleza del llamado es dable conocer la naturaleza del que llama.
Si la que yo escucho es una vocación o llamado de amor, Amado es el nombre del que me llama; si es de amor infinito, Infinito es el nombre del Amado.
Si mi vocación amorosa tiende a la posesión del Bien único, infinito y eterno, Bondad es el nombre del que me llama.
Si el bien es alabado como hermoso, Hermosura es el nombre del que me llama.
Si la Hermosura es el esplendor de lo verdadero, Verdad es el nombre del que me llama.
Si esa verdad es el principio de todo lo creado, Principio es el nombre del que me llama.
Si reconozco ahora mi destino "final" en la posesión perpetua del Bien así alabado y así conocido, Fin es el nombre del que me llama.
Y como todos esos nombres asignados a mi llamador sólo convienen a la divinidad, Dios es el nombre del que me llama".
Y más adelante:
...las cosas nos llaman con la voz de su hermosura, y ese llamado trae la intención de un bien...
Y también:
Y las criaturas dicen al que sabe oírlas:
- Somos el llamado, pero no somos el que llama...
- Somos bellas, pero no somos la Hermosura que nos creó Hermosas...
- Somos verdaderas, pero no somos la Verdad que nos creó veraces...
- Somos buenas, pero no somos el Bien que así nos creó...
Ahora bien, asumimos la forma de aquello que amamos, como nos hacemos aquello que conocemos. Recuerda Marechal a San Agustín que dice: "Si amas tierra, tierra eres; si cielo, cielo eres; si a Dios; Dios eres".

Y agrega Marechal:
...la criatura le ofrece un bien relativo, y el alma reposa en él sólo un instante; porque no hay proporción entre su sed y el agua que le brinda, y porque bien conoce la sed cuándo el agua no alcanza. Y lo que no le da un amor lo busca en otro; y el alma está como dividida en la multiplicidad de sus amores, con lo cual malogra su vocación de la Unidad; y corre de un amor a otro, y se desasosiega tras ellos, con lo cual malogra su vocación de la paz o el reposo.
Parece que hasta que no amemos de cierto modo, las cosas no nos darán ni el placer ni la felicidad ni los misterios que encierran. Nada nos dará la plenitud, el placer, la felicidad y los misterios que cualquier ser sea capaz de dar, si no lo conocemos con una clase conocimiento y si no lo amamos con una clase de amor.

Amamos creaturas porque somos creaturas. Es decir amamos y conocemos primero aquello que está en nuestro rango, en nuestro escalón. Vemos primero a los seres creados porque somos nosotros mismos seres de ese tipo.

Pero también somos creaturas porque amamos creaturas. Es decir que amamos creaturas sin pensar en que son creaturas, sin ver en ellas su creaturidad, creaturidad que es a la vez la llamada misma del Llamador.

Somos aquello que amamos. Pero también hacemos a lo que amamos tal como somos. Tal como es nuestro amor, así nos hace. Y tal como es nuestro amor, así hace aquello que amamos.

Es un movimiento recíproco y reflejo. Si vamos a las cosas creadas como a realidades huérfanas e incausadas, nos hacemos huérfanos e incausados. Si vamos a ellas como huérfanos e incausados, hacemos de ellas realidades huérfanas e incausadas.

La decepción ante las creaturas viene no sólo de su natural limitación y de la nuestra propia para darnos infinita agua para una sed infinita, sino también, y quizás más inmeditamente, de verlas y pretender su jugo y su sabor sin considerar que, en tanto han sido creadas, tienen su Unidad en un Principio y su Multiplicidad en un Orden, Orden que nos remite otra vez a su Principio.

Allí entonces el descenso y el posterior ascenso del alma por la belleza de todas las cosas. Parece que esto es lo que dice San Isidoro que Dios quiso.

Las creaturas ciertamente son ocasión de placer y gozo para nosotros. Pero guardan un arcano que es la fuente del verdadero placer y el verdadero gozo que pueden darnos.

No solamente podemos equivocarnos pidiéndoles a ellas lo que no pueden darnos porque son la llamada y no el Llamador. Podemos equivocarnos también no entendiendo cuándo y en qué condiciones ellas pueden dar lo que tienen para darnos, por no atender en ellas la llamada del Llamador.

Algo especial tiene la belleza de las cosas respecto de nuestro conocimiento de Dios y de nuestro amor a Dios. En el amor a las cosas y a la belleza de las cosas y al conocimiento de las cosas, está a la vez buena parte de nuestro peligro y perdición, así como de nuestra riesgosa salvación.

Es ciertamente una ascesis tremenda. Así de tremenda y misteriosa se nos aparece la ascesis de ese gozo sin gozo, ese paladeo sin sabor, esa fruición sin placer, yendo detrás de aquello que el alma verdaderamente busca con más deseo que ningún otro deseo.

Una ascesis tremenda de nuestro deseo y de nuestro apetito frente a las cosas y a la belleza de las cosas. Y esto, hasta que descubrimos en ellas y en su belleza la llamada del Llamador. Y con la llamada, el amor al Llamador, porque hemos descubierto en la belleza de las cosas algo del Amor del Llamador.

Y recién allí el gozo por la belleza de las cosas.

Pero hay que llegar hasta allí, hasta ese Conocimiento y ese Amor.

Creo, que dicho de la belleza de las creaturas y para todo lo que hay aquí abajo, aunque Marechal no lo dice, así podría entenderse también aquello de que primero es el Reino de Dios y su Justicia y lo demás se nos dará por añadidura. Eso que buscamos en las cosas, eso que primero se nos aparece en ellas y que tanto nos atrae, que tanto nos deleita y enamora, y que la Escritura llama lo demás, eso también es la añadidura.

Una añadidura que creo que está dicha también en aquella otra advertencia respecto de que ni ojo vio ni oído oyó lo que Dios tiene preparado para aquellos que lo aman.

Pero es claro que la condición es el Amor, esa clase de Amor que no es nuestro, y que sin embargo es para nosotros.

No sólo ascesis tremenda, sino Misterio tremendo y tremendo Amor es esto.