sábado, 29 de enero de 2005

La que hoy es capital de Michoacán se llamaba Michoacán cuando la fundó Antonio de Mendoza, quien, así como fue el primer virrey de la Nueva España, también sería después virrey en Lima, donde murió.

A los cuatro años de fundado, el sitio ya se llamaba Valladolid. Hoy se llama Morelia (por Morelos). Tiene más de 450 años y más de 550 mil habitantes.

Además de ser muy bonito el estado, y la propia ciudad, hay por aquí mucha historia. Historia vieja y no tan vieja, de todas suertes y gustos. A lo que hoy es el estado de Michoacán había llegado una expedición en 1522. Y de hecho había franciscanos allí por lo menos en 1530, atendiendo a los indígenas purépechas y pirindas, más de diez años antes de que se afincara la población española.

Para cuando los franceses andaban tomando la Bastilla, en la ciudad se ponía en operación un Acueducto que vendría a ser con el tiempo uno de los orgullos de la ciudad. Habían empezado su construcción unos cuatro años antes y el obispo Fray Antonio de San Miguel había impulsado la obra, pues quería agua fresca en la ciudad, por lo que además ofreció cubrir los gastos.

El agua en Morelia está al este y hacia allí creció la ciudad; por ese rumbo, precisamente, está la obra.

El Acueducto tiene una extensión de casi dos kilómetros y lo sostienen 253 arcos románicos. Funcionó con holgura hasta principios del siglo XX, durante 121 años.

Ciudad muy artesonada y musical es la antigua Valladolid; y bien bonito también el estado, de donde además -por sus famosas maderas- vienen muy buenas guitarras, más concretamente de Paracho.

Al fin, al Acueducto, como a muchas otras cosas por aquí, se le escribieron unos versos en soneto que, a mí, a la par que barroquillos, se me figuran de lo más galantes.

Y ahí está lo que hizo don Francisco Alday, en el siglo XX:
El Acueducto

Fray Antonio de San Miguel quería
matar el hambre con el agua, y trajo,
de no se sabe dónde,un gris atajo
de camellos con virgen agua fría.

Y su milagro de sabiduría
puso, en las manos de un peón, trabajo
y a la puerta de cada casa un gajo
de pan, labrado al par de la arquería.

Hoy, áridos encauzan su belleza;
son, mientras más inútiles, más bellos,
y, uno tras otro, bajan la cabeza.

Valladolid se nombra y mira en ellos,
y pastorea, polvo de grandeza,
sus doscientos cincuenta y tres camellos.