sábado, 26 de marzo de 2005

El sábado santo -ya que estamos hablando de 'cultura'- resulta que resulta el momento adecuado y oportuno para reivindicar a Judas. Así le parece a Clarín, al menos.

El tema -además de complicaciones y matices sin fin- tiene su antigüedad, no vayan a creer.

Las reivindicaciones de Judas, como las de Satanás, por ejemplo, no son una novedad.

No descarto que sea una convicción en algunos, aunque me parece una convicción torcida. A veces, creo, es simple falta de fe o defecto en la enseñanza de la fe. A veces es mala teología, simplemente (ni más ni menos), incluyendo mala filosofía. A veces es flojera espiritual, debilidad psicológica. Incapacidad para entender.

A veces, necesidad de que Dios no sea justo de ningún modo. Necesidad de que su misericordia no tenga nada de justa, nada de paradojal (a nuestros ojos opacos).

Pero hay de todo. Tal vez el tema excede la cuestión sentimental de que Dios es bueno y no quiere ni permite que se condenen ni Satanás ni Judas. Porque si lo hiciera, Dios no sería Amor, sino un repulsivo ser represivo. Y Dios es Amor...

Un verdadero matete de afectos desordenados, conceptos románticos (en el peor sentido de la palabra), teología de bar lácteo (que dijera Anzoátegui) y confusiones varias, hasta confusiones de 'buena voluntad'.

También están los misterios. Difíciles para la mente humana, solamente humana. Todo esto es locura y escándalo, tomado sin más. Pero más difícil puede resultar para una mente racionalista o idealista, difícil para un corazón caprichoso que necesita y quiere un Dios (un dios) a su imagen y semejanza.

Los misterios son la clave de esta cuestión. Tanto el misterio del mal, como el misterio de la 'elección de Israel'.

Es curioso, hasta cierto punto, que en torno a la 'elección de Israel' se junte tanta pasión. Dentro de y fuera de Israel, del Israel de Dios.

Y a propósito de Pasión, algo sobre esto ya había apuntado, cuando todavía no había visto la película de Gibson.

Una confirmación indirecta de la necesidad que hay de negar la misión mesiánica de Jesucristo es la propia exposición teológica que los judíos suelen hacer. No se trata sólo de lo que haya para decir acerca de la revelación y la secuente tradición que asocia al propio pueblo de Israel con el mesianismo -lo que los cristianos admitimos-, sino cuando se asocia a Israel con el Mesías mismo. Israel es el Mesías. El Cordero inmolado es Israel.

Así lo piensan, por ejemplo, cuando interpretan el capítulo 53 de Isaías como referido al propio Israel, y no a Jesús, como siervo doliente.

Otro ejemplo de esto es lo que puede verse en el caso de la expresión 'holocausto'. El término es griego y significa simplemente 'completamente quemado', refiriéndose a la víctima animal sacrificada a los dioses entre los griegos, algunas de las cuales eran comidas en parte y en parte quemadas, mientras otras eran 'completamente quemadas' una vez sacrificadas.

Una expresión que en hebreo suena de modo parecido (aw-law; ow-lah; olah) figura, por ejemplo en el Antiguo Testamento, en el Génesis (en el episodio de Abraham e Isaac), así como aparece mencionada en el Levítico, en el libro de los Números o en el segundo libro de Samuel o en los libros primero y segundo de las Crónicas, y en todos los casos siempre referida a la ofrenda de animales, especialmente de carneros o corderos -preferentemente puros-, en el altar de los sacrificios, como ofrenda a Dios para el perdón de los pecados de Israel.

El término es el que parece haber inspirado (por homofonía o reminiscencia) a quienes en las décadas de 1950 y 1960, comenzaron a popularizar esta expresión 'holocausto' como sinónimo de shoah.

En esa asociación, pues, la víctima, el cordero sacrificado, es el propio pueblo judío.

Sin embargo, entre las últimas cosas dichas al respecto, ya en relación específica entre Judas y el judaísmo, tal vez el capítulo final de Pasión intacta, una obra del cultísimo e inteligente George Steiner, sea un ejemplo algo espeluznante para un cristiano.

Con bastante furia teológica, sin que los suyos sean necesariamente los argumentos de un creyente, asocia allí Steiner lo que llama (junto a otra legión) el antisemitismo cristiano, no con la Iglesia y con la historia, sino con el propio Jesús: Judas es el pueblo judío, echado por el propio Jesús a la noche de la historia que tendría su punto culminante en la shoah, en las cámaras de gas.

Según Steiner, esto hizo Jesús cuando escenificó la expulsión, haciendo participar primero a Judas de la Última Cena, en "...el horror no resuelto de lo que algunos comentaristas han tenido la honradez de llamar 'un sacramento satánico'..."

Y agrega: "De todos los nombres de los discípulos de Jesús, sólo Judas es específicamente judío..."

Sucede entonces que Judas fue echado a
"...una noche de aislamiento y maldición de la que el pueblo judío no escaparía más. Éste es el instante crucial (en ese contexto, un término abrumador y ominoso) en que echa raíces el odio a los judíos que mora en lo más hondo del corazón del cristianismo. No sabemos nada de los motivos de Jesús para destinar a Judas a una eterna maldición. El Dios de Abraham y Moisés había elegido a los judíos como seguidores, y ahora los elige por medio de Judas, en una contraelección que hace de la exclusión un sacramento para la humillación y el castigo. Lo que aúlla la muchedumbre cristiana en las masacres de la Edad Meedia, en los progromos, es el nombre de Judas, el cargo de traición venal y deicidio. Lo que anuncia y traduce la milenaria y sangrienta calumnia sobre los judíos son los supuestos rasgos del hijo de Iscariote, su pelo rojo, su nariz 'judia', su barba partida. 'Judas tenía la bolsa' (de las monedas). Y por eso no sólo son esas treinta monedas de plata, sino la demoníaca ambigüedad del dinero mismo, lo que se les pega a los judíos como la lepra. Alcibíades (de la última cena con Sócrates) sale tambaleándose a la noche ateniense y se dirige al subsecuente y frívolo desastre. Pero un desastre personal y político. Judas sale a una eterna noche de culpa colectiva. Decir que su salida abre la puerta a la shoah no es más que la sobria verdad. La 'solución final' que propuso y llevó a cabo el nacionalsocialismo en este siglo XX es la conclusión perfectamente lógica y axiomática de la identificación de los judíos con Judas. ¿Cómo si no iba el cristianismo occidental, que nunca ha repudiado adecuadamente el terrible odio a los judíos que se halla en parte de los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, a ocuparse de una tribu como la de Iscariote, satánica, arquetípicamente traidora, usurera? Esa oscurida máxima, esa noche dentro de la noche a la que Jesús envía a Judas después de ordenarle que 'actúe de prisa', es ya la de las cámaras de gas. ¿Quién ha traicionado a quién exactamente?"

(Dos cenas en: George Steiner, Pasión intacta, Ed. Siruela, Madrid, 1997)

Por impresionante que resulte el pasaje, estoy seguro de que no vamos a resolver ahora la cuestión.

Por lo pronto, siempre se podrá recurrir a la historia para ver si los cristianos hemos entendido rectamente el sentido del misterio judío en la historia, tanto en la historia vista sólo por los hombres, como en la historia según Dios la ve.

Porque, claro, está el misterio de por medio, además. Y los misterios, se contemplan y se rezan, en primer lugar. Y si acaso, se revelan o se cumplen y allí un poco más se entienden. Si hay fe que los reciba para verlos o entenderlos.

Con todo, en materia de revelaciones, algunas hay a propósito de esta cuestión que disuenan con estas reivindicaciones de Judas.

Por ejemplo, en el capítulo II de las visiones sobre la Pasión, Ana Catalina Emmerich se refiere a Judas.

ver


"No creía Judas que su traición tendría el resultado que tuvo; el dinero sólo preocupaba su espíritu, y desde mucho tiempo antes se había puesto en relación con algunos fariseos y algunos saduceos astutos, que le excitaban a la traición halagándole. Estaba cansado de la vida errante y penosa de los Apóstoles. En los últimos meses no había cesado de robar las limosnas de que era depositario, y su avaricia, excitada por la liberalidad de Magdalena cuando derramó los perfumes sobre Jesús, lo llevó al último de sus crímenes. Había esperado siempre en un reino temporal de Jesús, y en él un empleo brillante y lucrativo. Se acercaba más y más cada día a sus agentes, que le acariciaban y le decían de un modo positivo que en todo caso pronto acabarían con Jesús.

Se cebó cada vez más en estos pensamientos criminales, y en los últimos días había multiplicado sus viajes para decidir a los príncipes de los sacerdotes a obrar. Estos no querían todavía comenzar, y lo trataron con desprecio. Decían que faltaba poco tiempo antes de la fiesta, y que esto causaría desorden y tumulto. El Sanhedrín sólo prestó alguna atención a las proposiciones de Judas.

Después de la recepción sacrílega del Sacramento, Satanás se apoderó de él, y salió a concluir su crimen. Buscó primero a los negociadores que le habían lisonjeado hasta entonces, y que le acogieron con fingida amistad. Vinieron después otros, entre los cuales estaban Caifás y Anás; este último le habló en tono altanero y burlesco. Andaban irresolutos, y no estaban seguros del éxito, porque no se fiaban de Judas.

Vi el imperio infernal dividido: Satanás quería el crimen de los judíos, y deseaba la muerte de Jesús, el Convertidor, el Santo Doctor, el Justo que él detestaba; pero sentía también cierto temor interior de la muerte de est inocente víctima que no quería huir de sus perseguidores. Le vi por un lado excitando el odio y el furor de los enemigos de Jesucristo, y por otro insinuar a alguno de entre ellos que Judas era un malvado, un miserable; que no podía celebrar el juicio antes de la fiesta, ni reunir testigos contra Jesús.

Cada uno presentaba una opinión diferente, y antes de todo preguntaron a Judas: "¿Podremos tomarlo? ¿No tiene hombres armados con Él?". Y el traidor respondió: "No; está solo con sus once discípulos: Él está abatido, y los once son hombres cobardes". Les dijo que era menester tomar a Jesús ahora o nunca, que otra vez no podría entregarlo, que no volvería más a su lado, que hacía algunos días que los otros discípulos de Jesús comenzaban a sospechar de él. Les dijo también que si ahora no tomaban a Jesús, se escaparía, y volvería con un ejército de sus partidarios para ser proclamado rey.

Estas amenazas de Judas produjeron su efecto. Fueron de su modo de pensar, y recibió el precio de su traición: las treinta monedas. Estas monedas eran oblongas, agujereadas por un lado, y enhebradas formando cadena; tenían también cierta efigie.

Judas, resentido del desprecio que le mostraban, se dejó llevar por su orgullo hasta devolverles el dinero hasta que lo ofrecieran en el templo, a fin de parecer a sus ojos como un hombre justo y desinteresado. Pero no quisieron, porque era el precio de la sangre que no podía ofrecerse en el templo. Judas vio cuánto le despreciaban, y concibió un profundo resentimiento. No esperaba recoger los frutos amargos de su traición antes de acabarla; pero se había entremetido tanto con esos hombres, que estaba entregado a sus manos, y no podía librarse de ellos. Observábanle de cerca, y no le dejaban salir hasta que explicó la marcha que habían de seguir para tomar a Jesús.

Cuando todo estuvo preparado, y reunido el suficiente número de soldados, Judas corrió al Cenáculo, acompañado de un servidor de los fariseos para avisarles si estaba allí todavía. Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el Cenáculo, pero que debía estar ciertamente en el monte de los Olivos, en el sitio donde tenía costumbre de orar. Pidió que enviaran con él una pequeña partida de soldados, por miedo de que los discípulos, que estaban alertas, no se alarmasen y excitasen una sedición. El traidor les dijo también tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, porque con medios misteriosos se había desaparecido muchas veces en el monte, volviéndose invisible a los que le acompañaban. Les aconsejó que lo atasen con una cadena, y que usaran ciertos medios mágicos para impedir que la rompiera. Los judíos recibieron estos avisos con desprecio, y le dijeron: "Si lo llegamos a tomar, no se escapará". Judas tomó sus medidas con los que lo debían acompañar, y besar y saludar a Jesús como amigo y discípulo; entonces los soldados se presentarían y tomarían a Jesús.

Deseaba que creyeran que se hallaba allí por casualidad; y cuando ellos se presentaran, él huiría como los otros discípulos, y no volverían a oír hablar de él. Pensaba también que habría algún tumulto; que los Apóstoles se defenderían, y que Jesús desaparecería, como hacía con frecuencia. Este pensamiento le venía cuando se sentía mortificado por el desprecio de los enemigos de Jesús; pero no se arrepentía, porque se había entregado enteramente a Satanás. Los soldados tenían orden de vigilar a Judas y de no dejarlo hasta que tomaran a Jesús, porque había recibido su recompensa y temían que escapase con el dinero. La tropa escogida para acompañar a Judas se componía de veinte soldados de la guardia del templo y de los que estaban a las órdenes de Anás y de Caifás. Judas marchó con los veinte soldados; pero fue seguido a cierta distancia de cuatro alguaciles de la última clase, que llevaban cordeles y cadenas; detrás de éstos venían seis agentes con los cuales había tratado Judas desde el principio. Eran un sacerdote, confidente de Anás, un afiliado de Caifás, dos fariseos y dos saduceos, que eran también herodianos.

Estos hombres eran aduladores de Anás y de Caifás; le servían de espías, y Jesús no tenía mayores enemigos. Los soldados estuvieron acordes con Judas hasta llegar al sitio donde el camino separa el jardín de los Olivos del de Getsemaní; al llegar allí, no quisieron dejarlo ir solo delante, y lo trataron dura e insolentemente.

(A. C. Emmerich, La Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, fragmento del capítulo II.)