domingo, 24 de abril de 2005

Al fin un poco de frío. Violento, súbito. Mejor.

Después de la lluvia de la madrugada, la mañana nublada llegó de pronto a un acuerdo razonable: viento sur y escampe, con un sol tibio.

Tenía un encuentro y eventual almuerzo previsto y salió todo mal.

O bien..., quién sabe.

Antes de mediodía, con infinita pereza social, había salido a la ruta, rumbo al noroeste, lejos. Pero ya no tenía dónde ir.

Y, estando en el camino, no quería volver a casa, así que aumenté la apuesta: más lejos.

El día era ideal. frío, nubes de a ratos, ese sol tibio. Otoño crudo. Los árboles amarilleando por las lomadas y el campo feliz.

Kiri Te Kanawa merecía el Laudate Dominum que estaba cantando y Mozart se merecía esa voz.

Al fin, llegué -tal vez los hados, tal vez el designio o el propósito- al pueblo en el que tengo buena parte de mis raíces, desde casi un siglo atrás.

Desde hace años voy sólo esporádicamente y trato de no ir. Lo que más me hiere es ver cómo han hecho de aquellos lares, tierra de polistas y clubes de campo; miserabilidades exhuberantes de los tiempos menemistas. Tan distinto de las imágenes vívidas que nunca se me van. Imágenes de un puebluco de campo, ínfimo, enorme.

En los últimos dos años, tres o cuatro veces pasé por allí. Dos de ellas para ver si había abierto una casa de comidas que un empeñoso bonaerense, de unos 35 años, trataba de levantar en el medio de la nada, en una esquina emblemática del pueblito. Muy campero él, sin afeites, sin forzamientos, de veras campero. Eso tenía de bueno su proyecto, que viene tratando de levantar desde hace diez años: ama el campo, le gusta el campo, no la gente que dice que le gusta el campo. Y así le salió el boliche.

Para mi enorme alegría acerté hoy. Lo vi abierto, funcionando ya. Lo vi como quien ve algo o alguien amado, que no esperaba ver y encuentra sin habérselo propuesto.

Y allí estaba el perseverante, haciendo sus empanadas, serenamente cocinando sus corderos y pollos al disco, al horno otras viandas, friendo sus batatas y sus papas, cortando sus salames chacareros, escanciando sus vinos caseros, entibiando la caña de durazno, el pan casero.

Apenas unas pocas mesas, una salamandra vieja. Sillas y mesas desparejas, arreos, bolsas de verduras, fardos, vinos, fotos viejas, cuadros bien a propósito.

Las horas se me pasaron allí. Él contándome su vida y sus trabajos, sus sueños, haciéndome oír su música. Yo contándole las historias del pueblo que, en diecisiete años en la zona, no conocía. Es que el tiempo es mucho más lento allí y la entrada al pueblo es larga para los que no son de allí.

Comí en un rincón oscuro, silla de paja, vela Ranchera en un platito de cerámica para iluminar el rincón (no por tilinguería), plato enlozado (de esos amarillos con bordes verdes), un buen tinto clásico, y un cordero al disco servido en paila con verduras y sus batatas y papas fritas de guarnición. Un escabeche de pollo (criados a campo, por él, con orgullo lo dice), chipá caliente, galleta tibia.

Solo estaba yo, en mi rinconcito casi detrás del mostrador. Apenas un matrimonio joven, que resultaron nietos de amigos de mis padres. Van siempre, porque viven allí y "para hacerle el aguante", "porque hay que venir, para que no se desanime, porque este lugar tiene que seguir..."

Pasaba el bonaerense cada tanto, ofreciendo esto y aquello, haciéndome probar encurtidos y chacinados, conversando, hablando de la música, sin molestar, a lo campo.

Hasta que se fueron los jóvenes y nos quedamos conversando, caña de por medio, cigarros misioneros de hoja que me convidó ("...porque vi que usted fuma negros..."). Más y más cuentos y decires.

Por fin. Había vuelto a mi pueblo, después de tantos años, a mi padre, y a mi historia en el pueblo, tanta, de infancia, de juventud. De pronto se borraron todos los años en que no estuve, en que no fui. Y volvieron todas las cosas.

No podía irme. No quería.

Pero tenía que. Y me volví.


Quién sabe cómo habría sido mi día hoy.

Sé cómo fue. Y se ve que era así como tenía que ser.