domingo, 10 de abril de 2005

Hace bastante tiempo atrás -tal vez diez años- escribí una especie de ensayo, que con los años he ido retocando forzosamente muchas veces. Con más pretensión y perplejidad que solvencia, me puse a ver si podía entender por qué los propios apóstoles eran capaces de esta frase, de aquella pregunta ilusionada: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?".

De hecho, mis meditaciones eran en torno a la naturaleza del Reino.

La lectura del evangelio de San Lucas de este domingo, acerca de los discípulos de Emaús, hizo que volviera a ver un capítulo de aquel trabajo, porque en ese episodio la expectativa sobre un reino vuelve a aparecer.

Pero no solamente recordé aquello.

También pensaba, en la misa de esta mañana, que hay un peligro cierto en estos días. Se trata de la sutil complacencia. Cierto larvado triunfalismo terrenal. Y ello por la muerte de Juan Pablo II y más aún por las manifestaciones globales y romanas tras su muerte.

En torno a tantas manifestaciones, no será imposible que aparezca la tentación de sentir la miel de la victoria terrenal sobre el mundo terrenal: los enemigos puestos a los pies, como escabel de Sus pies, la consagración histórica, aquí y ahora. Especialmente para quienes puedan asociar (lo quieran o renieguen de ello) las batallas doctrinales o morales con el poder, aunque sea el poder temporal que otorgue la santidad.

Por duro que pueda sonar, no es imposible esperar la santidad de Juan Pablo II como se puede esperar la restauración de Reino de Israel. La Iglesia en su mejor hora, la restauración.

Es algo que los hombres podemos hacer todo el tiempo. Cada vez. No tiene poco que ver en esto, como creo, el ahora. ¿Es ahora cuando...?, creo, quiere decir también que los hombres nos resentimos de la fatiga que nos provoca el tránsito histórico, más cuando ese tránsito ha llegado a tener por todas partes el aspecto de una derrota, y una derrota temporal.

En cualquier caso, los clamores y las aclamaciones del tiempo, de este tiempo, de ahora, son -cuando menos- signos bifrontes. Como entonces, tampoco en nuestros días la multitud acompaña a Jesucristo por una sola razón. De hecho, el Evangelio habla de dos razones, y todo en una misma semana.

El Rey y el Reino, el rey y el reino, la Iglesia, la historia.

Cristo es el centro de esta historia. Y Cristo es la cabeza de la Iglesia. Y lo que haya sido de la Cabeza, será del Cuerpo.


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Releí el capítulo de aquel ensayo que se llama, precisamente, El Reino. Me parece que viene a cuento, después de todo. No sin bastante pudor lo expongo aquí. Tiene la casi insalvable desventaja de su tal vez injustificada extensión.

Pero aun eso tiene remedio, porque lo substancial, creo, ya está dicho.

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EMAÚS: EL VIENTO DE LA HISTORIA

La perplejidad y la tristeza de los discípulos de Emaús es la contracara de la pregunta ilusionada del apóstol: ¿Eres el único que no sabe lo que ha ocurrido en Jerusalén? El que parecía que habría de restaurar el Reino de Israel ha muerto y tenemos miedo por nosotros mismos. Hay un como abismo adelante y estamos casi parados sobre él. Con la muerte de Jesús murió mucho más que el hombre-Dios.

Lo que tendría que haber pasado, no pasó. Y parece que no habrá de suceder ya nunca más.

Toda la dimensión horizontal, con la que lucha nuestro interminable carreteo, que no logra despegar el vuelo hacia la trascendencia, fuera del tiempo, está en ese desconsuelo.

Ha pasado, o dicen que ha pasado, en cambio, otra cosa. Y "aquel", para completar la perplejidad y la confusión, no está y tampoco siquiera está donde se supone que deben estar los muertos, los que ya no están.

Pero, por otra parte, la prueba de que hay todavía una posibilidad para una interpretación benévola de la pregunta del apóstol, la da el propio Jesús. En Emaús se enoja, sí, pero a la postre -mientras van de camino- debe explicar las Escritura una vez más. Esclarecer Su Evangelio en medio del camino de la historia, hacerles claro y real lo que fue palabra velada, aplicar a Sí lo que toda la Escritura anunciaba sobre Él.

Pero, aunque los cura e ilumina, es para llevarlos otra vez ante las puertas del Misterio. Tan a las puertas que recién en la fracción del Pan -cuando el camino ha concluido por esa jornada-, se les abrirán los ojos, como con la Palabra se abrieron sus oídos.

La acción sobre el entendimiento, con la acción sobrenatural absolutamente necesaria, ha llegado a su término. Visión y Gracia. Verbo y Sacramento.

Hay que detenerse para un breve excursus.

El texto de Emaús dice algo sin duda extraño y sorprendente. Jesús, sabiendo que un aspecto del episodio había llegado a su fin, hace ademán de continuar su camino. Y los hombres, una vez más -desde nuestra trinchera de este lado de la eternidad-, le pidieron que se quedara, pues ya anochecía y no era tiempo de seguir andando. Hay un "ahora" que vuelve a aparecer en el lenguaje humano. Llega la noche, no es tiempo para andar de camino. La Fe -el conocimiento por la Palabra- nos ha dado algunos elementos, son alguna luz que puede llevarse bajo techo y con ellos podemos recluirnos. Pero queda todavía el camino: la historia. El entretanto, el mientras tanto, hasta el término, hasta el final de la historia. En apariencia, hemos llegado a algún lugar. En apariencia, estar bajo techo, y no a la intemperie en medio de la noche y del viento inquietante de la noche de la historia que nos obliga a caminar a ciegas, parece lo mejor.

Y Jesús, el único entre ellos que sabe el final, hace ademán de seguir. Y es el único que no va de camino a ningún lado específicamente, pues ya está en el Lugar hacia donde se dirige. Los que están en camino son los demás, somos nosotros, los que rehuyen el camino, los que negamos la Esperanza.

La historia sin Esperanza -aunque haya despuntado la Fe- se vuelve noche cerrada. Aun con ella, es ventosa, inclemente y atemoriza. La Esperanza no es algo que ande por allí y uno se la tope sin más en los hechos.

Es el modo en que dirige su pie el viandante. Es la medida de sus pasos, es la elasticidad de sus pasos. Pero también, de algún modo, la Esperanza hace más clara la oscuridad de la noche de la historia.

Los hombres, igualmente, preferimos no salir a la noche por el camino, a oscuras. Otra vez el "ahora": la jornada ha terminado. Quedémonos aquí, no sigamos por hoy, quédate que anochece, pongamos una tienda, restauremos un reino.

Sin embargo, y por ello mismo, hace falta otro remedio sobrenatural: el Sacramento. Y Jesús, más allá de la Palabra, además de la Palabra, junto con la Palabra Viva, entra bajo el techo de sus corazones, al interior de sus temores y de su desesperanza. Es en y con la fracción del Pan cuando los hombres reconocen a Quien les ha abierto los oídos y ahora les ha fortalecido el corazón.

Jesús se aviene a impulsarlos, a empezar todo de nuevo, como si no hubieran transcurrido los tres años de prédica y de llamado a la conversión. Misericorde, reproduce otra vez el camino completo. La Palabra, el Sacramento. Como en las predicaciones y las curaciones, la predicación y las multipanificaciones, la predicación y las pescas milagrosas. Como en la Transfiguración misma.

Mientras, afuera, todavía el viento barre el camino de la historia, por el que venían desanimados y temerosos hasta esta morada intermedia, un punto cualquiera en el tiempo de la historia, una casa en medio del camino que no es la morada definitiva. Un "ahora".

Entonces, tras la Palabra y el Sacramento, Jesús desaparece ante sus ojos, tal como había aparecido. Y, curiosa pero consecuentemente, con ese nuevo impulso vuelven de inmediato a Jerusalén a proclamar a otros que ha resucitado: el misterio redentor. Los que no querían salir a la noche, se lanzan a ella en una acto que bien puede considerarse una locura. Al fin, con la Palabra y el Sacramento, la noche de la historia, el camino nocturno de la historia, el "ahora", en definitiva, se hace menos lúgubre, peligroso y atemorizante. Y así, a oscuras, el hombre se lanza impulsado por el misterio redentor.

Este pasaje demuestra la insistencia con que Jesús expone a los hombres el sentido de su Venida. La voluntad de Jesús de exponer los motivos y la significación de su Encarnación -pero también el sentido de la historia, en su extensión-, nos obliga a detenernos una y otra vez en este punto. Pues, con excesiva frecuencia, la exégesis se orienta hacia la inmediatez del "ahora" tanto como hacia la importancia del mensaje como mensaje al mero individuo. La reducción de la Buena Noticia a un código moral es una mala señal y un entendimiento acotado, cuando no torcido.

La Redención, en primer lugar, no es un código moral, no es una ortopraxis. Es un rescate óntico. La profundidad del corte, la herida sanada, son algo que requiere más que la restauración del orden moral. Y acaso político, económico, cultural. Ni siquiera es un nuevo alineamiento de fuerzas, un refuerzo de los ejércitos fatigados.

En todo caso, nada de esto último. Jesús renunció explícitamente, no en una sino en varias ocasiones a llevar las cosas a ese terreno. La incitación con la que lo provocan viéndolo en la Cruz fue el caso más claro; pero apenas un poco antes se había negado explícitamente ante quienes lo procesaban, y aun resistiendo al mismo Tentador, tras el ayuno de 40 días en el desierto. Nada más fácil que un chasquido de los dedos y suscitar la presencia de un poderoso ejército sobrenatural. Nada más fácil y sin embargo nada más decepcionante.

A este respecto, incluso, puede, y tal vez debería, verse el episodio en el que Jesús es objeto de las tres tentaciones tras el ayuno y la oración de cuarenta días en el desierto, más como un programa para la condición humana, que como un alarde de la condición divina. Pan, poder y hasta milagros, son tres eficaces refractarios de la Esperanza, son tres raíces y tres anclas poderosas para afincar el "ahora".

Parece claro, entonces, que los discípulos en Emaús todavía no conocen la dimensión del Remedio. Que es lo mismo que decir que no conocen la dimensión del mal que este Remedio ha venido a curar.

Tampoco parecen advertirlo los discípulos más cercanos del Señor, en general. Y no sólo ellos, sino mucho más nosotros, que en alguna medida podemos ver ahora más que ellos.

Una y otra vez hay que volver al asunto principal.


Los dos problemas más difíciles que enfrentó Jesús fueron el fariseísmo y los restauradores de Israel.

Uno es la falsificación y el apropiamiento indebido de la religión. Otro es la expectativa intrahistórica confundida con la misión del Mesías, algo parecido. Sus discípulos cojearon de ambos pies alguna vez. Por caso, se quejaron de que hubiera algunos expulsando demonios en su nombre, se ataron a ritos, apartaron a los que se acercaban o quisieron echar a los que se habían reunido para oír a Jesús, una vez que llegó el momento de darles qué comer. Se apropiaron de la religión. Jesús los reprendió.

Otras veces -como en el pasaje del epígrafe de estas líneas, y algunas veces más- se mostraron ansiosos por la reinstauración del reino en este mundo; o por sus lugares en el otro reino, una forma sutil de lo mismo.

En algún punto hay colusión, se juntan ambas tendencias. Barrabás bien puede ser una de las representaciones de la bisagra de esta historia de equívocos y malversaciones. Él es una de las cabezas de la restauración y de la vindicta frente al poderío romano, de la mano de nacionalistas judíos y sicarios. Y los fariseos lo prefirieron antes que a Jesús, no necesariamente porque estuvieran haciendo un cálculo político y se dieran cuenta de que así molestaban más a Roma, como alguno podría creer. Lo cierto es que, sin dudas sin quererlo, con ello agregaron otra pincelada simbólica a la lucha de Jesús por el verdadero Reino.

Así, cada vez que los cristianos se hacen acreedores al mismo "elenco contra fariseos" con que Jesús apostrofó a aquella casta -o secta- sacerdotal y política de Israel, están al borde de elegir a Barrabás. Cada negación o cada falsificación de la profecía y de la misión mesiánica, es otro tanto de lo mismo. Pero, cuando sutilmente los cristianos deseamos el triunfo temporal de la Iglesia en razón de su prestigio histórico, y aun de su origen divino, cuando intentamos barrer la cizaña con un solo golpe de mano o cuando intentamos asegurarnos de que jamás crecerá cizaña en nuestro campo de trigo y esperamos de Jesús una acción decidida en este sentido, preguntamos con el apóstol si es "ahora" cuando, de una vez por todas, comienza lo bueno inmarcesible, con la bota puesta sobre los enemigos del Israel de Dios en este mundo. O si habrá de venir un ejército en ayuda de la Cristiandad, que es, una vez más, otro modo de lo mismo.

Le pedimos un ejército de ángeles -hasta podríamos pedir la posibilidad de la formación de uno de hombres- que resuelva casi mágicamente -o lo que es más y mejor, sobrenaturalmente- la amargura de la flagelación y el escarnio del escupitajo. Que trueque la corona de espinas en algo más confortable, y espantable a los ojos de los impíos de este mundo, que en la mano asegure el cetro a cambio, o en vez, de los clavos y que el templo, en vez de rasgarse, se levante brillante y poderoso para que a su vista doble la rodilla todo hombre. Como si el templo de su Cuerpo no se hubiera efectivamente rasgado y reconstruido.

¿Qué hay de malo en el triunfo de la Iglesia? ¿Qué hay de contrario al Reino de los Cielos en la incipiente o completa instauración del Reino ya en este mundo? Dicho en relación con nuestro epígrafe("Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?"): ¿Puede esperarse o siempre es mala de por sí la restauración del "Reino de Israel" o lo que signifique un sucedáneo entre los gentiles?

En primer lugar, incipiente y completa instauración hacen dos proposiciones distintas. Incipiente sí, completa no.

Sabemos que el Reino incoado es la Iglesia. De modo que hay en ella una semilla del Reino, no una figura. Vivir en ella es vivir en el Reino. El trigo es trigo, no una semejanza de trigo. Así como lo es la cizaña: es enemiga del trigo, no una figura. La Iglesia es el Reino, incoado en medio del mundo, que habrá de consumarse y hacerse pleno en otro modo de existencia que no es la historia. La Jerusalén Celeste bajará del Cielo, no crecerá hasta llegar a él. El Reino completo y definitivo, perfecto, no está desplegado ante nosotros en la Iglesia. De modo que cualquier triunfo terrenal de la Iglesia debe ser de suyo incompleto. Jamás será total. La cosecha hace totales las cosas. Y la historia es siembra. Y la Iglesia terrena es, en este sentido, histórica. Se pidió -y se profetizó- el Evangelio anunciado a las naciones. Pero para que nadie deje de saber de la Buena Noticia. No están garantizados la adhesión universal y el triunfo temporal del Evangelio sobre las naciones por acción de esa prédica. Esto quiere decir que el aspecto sobrenatural de la Iglesia-incólume en medio de los vientos de este tiempo histórico-, sólo se despliega como un estandarte de victoria recién con la vuelta definitiva del Cordero, que vuelve desde más allá de la historia y desde fuera de la historia. Cuando se hacen nuevas todas las cosas para siempre. Por lo tanto, todo esto ocurrirá una vez pasado el tiempo, cuando este cielo y esta tierra desaparezcan y ya no haya mar, dice el apóstol Juan.

Los hombres, como el apóstol que pregunta ansioso por la historia, tenemos la costumbre de transformar en lateral y horizontal lo que es vertical y axial.

El eje del plan salvífico de Dios es todo aquello que se ha perdido y dañado con el mal y el pecado. Es sin duda una restauración. Pero la profecía dice que es además una renovación. Es más que lo que era cuando fue sin mancha en el origen. Se harán nuevas todas las cosas. Y hay cierta insistencia en la inclusión de las cosas, además del hombre. La Redención es un paisaje completo y no un mero retrato de lo humano.
Quien pida la mera restauración y no espere esa magnificente renovación no ha entendido el rescate. En la Ciudad rehecha no habrá noche, ni puerta, ni frío. El descenso de la Ciudad Celeste señala su cualidad vertical. No es el desarrollo de la historia lo que la genera. Tampoco es la acción de la Iglesia, en el sentido horizontal que adquiere en el siglo, en este eón del mundo y en esta dimensión del tiempo.

Que Israel espere un Mesías restaurador de un reino temporal y terreno es hasta cierto punto comprensible. Largas esclavitudes, diásporas, el desierto, Roma, y considerarse la encarnación histórica de la voluntad divina, el arca de la Promesa, el pueblo que habla directamente con Dios, son razones que parecen explicar esa concupiscencia de resplandor histórico, fundada en una promesa de Quien no puede engañarse ni engañar.

Que no hayan visto en Jesús la figura de ese restaurador fulgurante, aparece justificado para algunos en la misma opacidad que busca el propio Jesús, que se hace mísero entre los poderosos y pobre entre los pobres. ¿Por qué saber de Él? Y sabiendo de Él, ¿por qué ver en Él -carpintero nazareno, galileo, provinciano, irreverente, pobre- al Rey que imponga su Ley a las Naciones?

Pero de algún modo hay que ser judío, históricamente y carnalmente judío, para pensar y esperar de ese modo. Porque de hecho a ningún otro pueblo le ha dado Dios la seguridad de su Promesa.

Ahora bien, una nota de esa judeidad es, también encarnada históricamente, el descarrío, la infidelidad, la fornicación con los poderosos, la substitución de Dios por los ídolos, esa confusión -intencional u obstusa- del símbolo con la realidad simbolizada.

Decíamos más arriba que la Redención no se define principalmente como un modo de obrar nuevo de los hombres. No es antes que nada la inauguración de un nuevo código moral. Es antes que nada manifestación de la divinidad: luz, gracia y verdad entre las tinieblas. Es, repetimos, un rescate óntico.

Un Rey que viene al confín de su Reino, tal como lo ha prometido ya en el principio, y viene a él de repente, anunciado pero sin anunciarse. Desde la raíz de su naturaleza, y por la acción de esa redención, las cosas han de volverse restauradas a Dios, de Quien se han apartado o han sido apartadas. El centro de ese rescate es sin duda alguna quien es el centro de la Creación: el hombre. Pero primero en su ser, en lo más hondo de lo dañado de su naturaleza; y luego, recién después, consecuentemente, en su obrar.

La Creación gime con dolores de parto. El Redentor viene a aliviar esos dolores y el dolor termina con la parición. Pone orden, sí, pero restaurando la faz que toda creatura ha de tener a los ojos de su Creador, en lo que es, primero, y en lo que hace, subsiguientemente. No quiere decir que el cristianismo no tenga un código moral. Pero se sigue de una nueva luz que ilumina toda cosa desde adentro mismo de su ser, de la manifestación de una nueva y vieja verdad que resplandece con fuerza renovada por el despliegue del poder de Dios que la redime, para lo cual hace falta un suplemento a la mera naturaleza de todo lo creado que restaure: la Gracia. Una nueva vida que adquieren todas las cosas. Las cosas mismas de las que Dios su Creador no se ha arrepentido ni se avergüenza y por eso las restaura haciéndolas las mismas pero nuevas. Y esto es mucho más que un mero modo de obrar y un nuevo código de conducta.

Una religión fundada sobre preceptos no es apta para la contemplación de la manifestación de la divinidad. Y el cristianismo no es una religión fundada en y por preceptos sino en la manifestación de la divinidad y con la pretensión divina de que en todas las cosas se manifieste la divinidad que les dio origen. Es muy útil para la comprensión de esto la lectura de San Juan, de todos los apóstoles el más maravillado por esa manifestación, por su señorío sobre todo.

Es difícil hacernos entender a los hombres esta proposición. Parecería que la sublimidad de la manifestación divina nos deja vacíos y hambrientos de realizaciones temporales que encarnen esa manifestación. Así, en el monte Tabor, los apóstoles vuelven al "ahora" carnal y temporal. "Hagamos aquí -otro de los nombres del "ahora"- una tienda...".

Saben del bienestar, pero no de su origen. Y así cada vez que Jesús trata de hacer visible su Señorío, la naturaleza de su Realeza, los hombres contestan con el ahora y el aquí del Reino de Israel y dan por concluida la jornada con la llegada de la noche y se guardan bajo el techo de este tiempo.