jueves, 21 de abril de 2005

Hace ya varios años que comento estos textos en clases sobre el lenguaje y la palabra.
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Evolución del lenguaje

No conozco las palabras más antiguas.
Si me remonto a las inscripciones,
estoy lejos todavía de las palabras vivas,
llenas del aliento y del acento del hombre histórico.
La muerte ha alejado esta voz a milenarias distancias.
Queda la inscripción, único rastro
para el ferviente heredero
-y aquí el sendero se interrumpe-
aunque se sepa que conduce más allá...
...aunque se sepa que debe conducir
hasta las primeras inspiraciones del lenguaje,
hasta los primeros descubrimientos, los que hace
el hombre, para nombrar los objetos.
Unión de inspiraciones y de significados.

¿Cuándo tuvo su inicio el torrente de sonidos
que hasta hoy fluye en nosotros?
¿Cómo excavaron el álveo para que pudiesen fluir
las formas más simples
en las que el espíritu se encarna?
¿Cómo se hicieron distintos las estirpes,
las tribus, los pueblos?
Cuán largamente ha durado la ola de nacimientos
concentrada en el seno de las madres,
en la identidad de los vocablos,
que se transmitían al par de la vida.

¿Cómo sonó por primera vez
en aquella ola la palabra
"Dios",
cómo adquirió un significado
antes de asumir el de
Verbo entero?
Tal vez el hombre los uniese
sin ni siquiera comprender que los unía
-¿es la mente la que asigna el significado?
¿no lo hace también el corazón?
(cuando llego a este punto, soy ya "yo", no "él"
-el significado de las palabras ha madurado;
pero, ¿qué dice el corazón?).

Tú, el único, Tú que tienes por guía el corazón
y proteges las raíces de nuestro crecimiento,
Tú has dado unidad a la multitud de las palabras.

Karol Wojtila
(Pascua, 1966)


El hombre frívolo

La persona frívola es aquella incapaz de apreciar en su totalidad el peso y el valor de la nada. (...) Muchísima gente tiene la idea fija de que la irreverencia, por ejemplo, consiste principalmente en hacer bromas. Pero es muy posible ser irreverente con una dicción carente del más leve indecoro y con el alma impoluta del más mínimo asomo de humor. La definición espléndida e inmortal de la verdadera irreverencia la encontramos en aquel mandamiento mal comprendido y desatendido que declara que el Señor no considerará libre de culpa a quien toma Su nombre en vano. Se supone vagamente que esto tiene algo que ver con las bufonadas y la jocosidad y los juegos de palabras. Decir algo con un toque de sátira o de crítica individual no es decirlo en vano. Decir algo fantasiosamente como si fuera algún fragmento de las escrituras del País de las Hadas no es decirlo en vano. Pero decir algo con una gravedad pomposa y sin sentido; decir algo de modo que sea al mismo tiempo vago y fanático; decir algo de modo que sea confuso al mismo tiempo que es literal; decir algo de modo que al final el oyente más decoroso no sabrá por qué diablos lo han dicho o por qué él lo ha escuchado; esto es verdaderamente y en el sentido serio de aquellas antiguas palabras mosaicas, tomarlo en vano. Los predicadores toman el Nombre en vano muchas más veces que los seglares. El blasfemo es, en verdad, fundamentalmente natural y prosaico, pues habla de un modo trivial de cosas que cree son triviales. Pero el predicador común y el orador religioso hablan de modo trivial de cosas que ellos creen que son divinas.

Esta es la violación de uno de los Mandamientos; es el pecado contra el Nombre. Si queréis, tomad el Nombre desatinadamente, tomadlo en broma, tomadlo brutalmente o con enojo, tomadlo puerilmente, tomadlo erróneamente; pero no lo toméis en vano. Usad una santidad para un propósito extraño y justificad ese uso; usad una santidad para algún propósito dudoso o experimental y jugaos por vuestro éxito; usad una santidad para algún propósito bajo y odioso y sufrid las consecuencias. Pero no uséis una santidad sin popósito alguno; no habléis de Cristo cuando lo mismo podríais hablar del señor Perks; no uséis el patriotismo y el honor y la Comunión de los Santos como relleno de un discurso vacilante. Este es el pecado de frivolidad, y es lo que caracteriza principalmente a la mayoría de la clase religiosa convencional.

Así volvemos a la conclusión de que la verdadera seriedad es mal acogida lo mismo entre los religiosos que entre los no religiosos, lo mismo en el mundo carnal que en el espiritual.

Gilbert Keith Chesterton
(Fragmento, publicado en El hombre común, colección póstuma de ensayos)