miércoles, 11 de mayo de 2005

La historia personal es parte del torrente de la historia que a uno le tocó en suerte y está enhebrada en ese torrente de tantas maneras extrañas.

Así como, mucho más, la propia vida personal es parte de la historia de la Iglesia en la que uno nació. Pero así como uno mira su propia vida vivida y termina por entender algunas pocas cosas de las que es y de las cosas que ha hecho, así pasa con la historia de la Iglesia. Porque no es historia, solamente. Ni principalmente. No es historia como simple recuento.

Es más parecido a una novela de suspenso. Y de misterio. Sin novela.

Puesto en lector apasionado de novelas, mirando la vida propia y la de la Iglesia de estos últimos años, me tocó (y me tocó casi por casualidad o vaya a saber por qué) releer y leer cosas 'viejas'. En particular, desde 1960 para acá.

Así es que estoy leyendo varias cosas a la vez, repasando historias y comentarios y documentos de la época del II Concilio Vaticano.

Es más que sorprendente.

Por lo pronto, en un discurso del entonces obispo de Eisenstadt (Austria), Esteban Laszlo, en la segunda sesión del Concilio, en 1963, hablando sobre "El pecado en la Iglesia Santa de Dios", cita, entre otros, dos veces a San Agustín:
"Una cosa es lo que queremos, porque estamos en Cristo y otra cosa es lo que queremos, porque todavía estamos en el mundo". (In Jo. tract., 81, 4)
Más adelante, al comentar un texto de San Pablo (Efesios, 5, 27), vuelve a citar a San Agustín:
"Donde en estos momentos recordé a la 'Iglesia que no tiene mancha ni arruga' no hay que tomarlo como si ya fuese, sino como quien se prepara para serlo, cuando aparezca también gloriosa. Pero ahora, por ciertas ignorancias y debilidades de sus miembros, tiene que decir cada día: "perdónanos nuestros pecados". (Retr. II, 18)

Como introducción, como portal a las cosas que me obliga a pensar todo este asunto, no me parece mal.