domingo, 12 de junio de 2005

Hombre al agua II















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La isla del tesoro

A Robert Louis Stevenson, con justicia y en su lengua, le decían "Tusitala" las gentes de Samoa, en los lejanos mares del Sur de fines de siglo XIX. Allí fue a dar su vida ávida de mar y buscando salitre y algo de alivio para su salud endeble. Dejó allí sus huesos escoceses cuando todavía tenía nada más que 43 años, una edad que a mí, hoy por hoy, me da un poco de frío.

Tusitala quiere decir "el que cuenta cuentos". Y el primero de sus grandes cuentos, nacido en el azar (quizás no existe semejante cosa), fue "La Isla del Tesoro".

Para envidia de muchos escritores, Stevenson comenzó dibujando un mapa con el objeto de divertir a un niño de trece años. Pobló el mapa a tal punto, e intervinieron tantos en ello, que faltaba la historia.

Y casi para justificar el apasionante trazado de mares, islas y señales, escribió la historia del oro de Flint, el capitán. Y puso a girar los remolinos de acción en que se ve envuelto el narrador, Jim Hawkins, un jovencito de historia desdichada que va de menos a más.

Antes de que pasen unas pocas páginas ya estamos atrapados por Tusitala. El contador de cuentos que tiene el don divino de llevarnos donde quiere y hacer que lo sigamos con tal de que termine su relato. Dicen que los primeros quince capítulos los escribió en quince días. Y que siguió escribiendo uno por día hasta completar los 34 que tienen las breves seis partes de la historia.

Cualquier cosa se le puede echar en cara al autor. Incluso que en su vida novelística, victoriana e imperial, haga que sus personajes viajen por todo el mundo de un modo demasiado cómodo para quienes tienen un solo país. Como si el mundo entero fuera su propio país.

Pero no podrá decírsele nada respecto de su sentido de la aventura. Y quien dice aventura en la novela dice riesgos sin límites que terminan siempre con beneficio para el que se arriesga. Por lo menos, así fue siempre en las novelas de aventuras.

El Pata de Palo, carácter obligado en una de piratas, es en este caso Silver "el largo", lo más parecido a lo que el Viejo Vizcacha de nuestro poema gaucho emblemático es para el hijo de Martín Fierro. Mañero, tramposo, ladino, traidor. Pero, a diferencia de su casi contemporáneo Vizcacha, el pirata Silver tiene un propósito en la vida. Silver "el largo" no es postmoderno. Pertenece a la categoría de malo a la vez que de gracioso. Su codicia lo arrastra casi hasta el final, aunque se enmascare o aparezca sinceramente bajo una luz distinta. Stevenson logra hacernos ver la cara grisácea de los peores hombres en la que lo bueno es dudoso. Y lo malo también.

Este Silver y otros de su calaña nos dicen que los personajes menos favorecidos tienen alguna redención, ganen o pierdan. Lo que no podemos pedirle es que nos asegure que habrá de ser siempre bueno o malo, lo que nos obliga a estar despiertos.

Y en eso consiste un aspecto decisivo de aquellas viejas y buenas novelas de piratas y aventuras. El interés que pone el lector lo justifican plenamente los personajes, que se le habrán de escurrir literalmente hasta la última página.

Todo está, sin embargo, fundado sobre un entendimiento previo entre el lector y el autor. Y es que la historia tiene algún sentido. Todo se encadena de un modo tal que la complicidad del lector con la acción no es forzada. Y los encadenamientos por impredecibles que fueren están sólidamente asentados en motivos mucho más que verosímiles.

Es muy razonable que el sentido de toda la aventura sea, por diversión o por codicia, ir detrás del oro del pirata Flint, enterrado en alguna misteriosa isla perdida.

Porque el moverse por algún motivo, aunque moverse signifique nada más que cruzar los inmensos mares y arriesgar mil veces la vida, tiene al final un premio en oro. El cine de nuestros días viene quejándose de la falta de temas y de la necesidad de recurrir a viejas sagas para que sus efectos especiales no sean nada más que la parafernalia electrónica de un cuerpo tullido, alicaído y sin alma.

Leer otra vez La Isla del Tesoro nos deja la sensación clara de que el oro es el sentido de la acción. Y no tanto al revés. No importa tanto que el oro esté al final de las peripecias. Lo que importa es que las peripecias se acometan porque hay oro. El tesoro es que los personajes tengan un tesoro que buscar. Y que se arriesguen a buscarlo.

Lo demás puede ser todo lo vertiginoso que se quiera. La acción puede desarrollarse con una nueva aventura detrás de cada puerta. El sentido de cada vértigo está asegurado. Es perfectamente sensato que una nueva aventura se descubra al abrir una puerta. Para eso están las puertas, para pasar de un lado a otro. El problema es pasar de un lado a ningún lado y que en el medio haya miles de puertas.

La Isla del Tesoro tiene su premio. Mucho más que el tesoro rescata las acciones con sentido. Después del rescate, como siempre pasa, viene el sosiego. Y una cierta felicidad que aparece con el sosiego. Como el feliz sosiego que trae la picante dulzura del ron, bebido en una taberna marinera, de vuelta en Bristol.