viernes, 22 de julio de 2005

Homenaje

Hoy no fui a Buenos Aires. Me quedé en el pueblo. A lamer mis fatigas y queriendo abrigar el frío que hace una semana y media me tiene a mal traer.

No exactamente el frío de afuera, que ése es amigo, viejo amigo. Era el frío de adentro. El frío que somos, no el que tenemos.

Pero el día es lo que es, no lo que hacemos de él. Y por eso amanecí a las 6, sin querer. Y me levanté. No salí de casa desde entonces. Cumplí el protocolo del convaleciente. Pero a mi modo, a como fue saliendo.

Vagué por mis papeles y libros, sin vigor; vagué por los diarios sin entusiasmo, sin rigor.

Frente a mí, el almanaque decía algo que ya sabía desde principios de la semana. Y me llenaba de miedo, de ansiedad. De alegría.

Hoy es la fiesta de Santa María Magdalena.


* * *


Confieso la tristeza, como quien confesaría una vergüenza inconfensable.

Porque quería homenajearla y no sabía cómo.

Oración, preces, agradecimientos, contemplaciones. Sí, por supuesto, es canónico. Eso es lo que corresponde.

Pero el día era tan triste como mi desazón. Ventoso, gris, destemplado, lloviznoso. Una vergüenza de día, si no fuera porque esta clase de días son la completa felicidad.

Miraba el 'santa' que precede al nombre y mi nostalgia llegaba al infinito.

María de Magdala a secas. María Magdalena, sin más. Así se llama. Así está en el cielo. La otra María, la de Magdala, la segunda María. La Magdalena.

¿Cortesana?, ¿libertina?, ¿meretriz?, ¿adúltera?

Póngale el que quiera el adjetivo que más le plazca, el que concuerde con la exégesis erudita, pásele el rastrillo a las menciones, a todas sus alusiones ambiguas, misteriosas.

Yo no elijo. Le pongo todos esos nombres, todos de una vez, y más nombres y adjetivos, todos juntos. ¿Y qué? ¿Y qué importa? ¿A quién le importa? ¿Quién la ha condenado?

Sí, tengo por ella un aprecio sin nombre. Tengo por ella un amor sin nombre. Y en ella quiero a todas las como ella, lo que hubiese sido que fue. No me importa ahora saber qué fue de los siete demonios que Jesús expulsó de ella, ni cuánto valía su perfume, ni con qué dineros lo había comprado.

No sé de nadie que me sea más próximo entre los humanos pecadores. La mujer más próxima entre los como yo. Nadie me es más prójimo. Y tan lejana, tan superior, tan inmensamente distante.

Me es el San Juan Evangelista de las mujeres.

He imaginado su rostro, su vida, su voz, sus gestos, su mirada, sus pasos. Miles de miles de veces. Como los de San Juan, el Amado.

No sé de ella mucho. Y ciertamente que menos que lo que saben los que saben.

Pero sé muchísmas cosas de ella. Las adivino, las imagino. Las sé.

Amo a esa mujer. Y, a su sombra, bajo su mirada, siempre he creído que nada malo me puede pasar, al fin. No hay doliente en esta tierra de sombras que me cuidara mejor que ella. Creo que nadie me conocería mejor, nadie sería más compasivo conmigo.

Cuando pienso cómo es amar a Jesús, pienso en San Juan, el Amado.

Y en ella. Imagino el modo en que miraría a Jesús, de lejos, de cerca, desde abajo. Siempre a sus pies.

La que mucho amó. La que amó. La que Lo amó tanto.

Y cuando le hacen valer sus faltas, sus pecados, por el amor que dio, por el amor con que pecó, no entiendo. Me pongo furioso: ¿Qué amor? Si es precisamente al revés...

Si pecó con todo y su amor, no por amor. Si amó para ya no pecar.

Y lejos de la virtud, lejos de la paciencia, cuando oigo los remanidos flirteos divinales, las bobas imaginaciones de romance teándrico, me sube una furia caliente, una furia torpe, infantil. Porque pienso en ella y en su amor a Jesús, como el amor de un niño, la fascinación de un niño, la libertad de un niño, la gratitud de un niño.

Miro a menudo, intento mirar, a Jesús con sus ojos (los de San Juan, el Amado, me quedan inmensos, no los imagino, sí los de ella...)

Y me doy cuenta de que no hay sitio desde donde se Lo vea mejor, como me pasa con San Juan.

Verlo desde Sus pies, uno a Sus pies, verlo recostado uno sobre Su pecho.

Ver hacia arriba. Cerca suyo, pero hacia arriba.

Como si el único lugar desde donde se Lo ve cerca, próximo, es a Sus pies, abrazado a Sus pies, recostado sobre Su pecho.

Están las genuflexiones regias y solemnes de los reyes, están las reverencias racionales de los doctores, están las reverencias del soldado y del héroe, están las reverencias sufridas de los maestros, las piadosas de los sacerdotes. Miles de modos de ser reverente.

Pero su reverencia es única. Es la reverencia del que ama. Y debería decir mejor de 'la' que ama.

Porque ese modo de reverencia es exclusivo de la mujer. Y del hombre, del varón, si acaso, si es que llega al amor místico, si es que es llamado al amor esponsalicio.

Nadie que no sea femenino en el amar podría tener esa reverencia amorosa, ese modo de amar reverente y feliz.

Y de los seres humanos, solamente las mujeres aman propiamente así.

Nosotros, los varones, cuando amamos así en realidad las imitamos. Y sólo a Él podríamos amarlo de ese modo.

Por eso María la de Magdala se me figura el amor humano mismo.

Sobreelevado, levantado por la gracia. Pero es la substancia misma del amor humano, en lo que tiene de humano frente a Dios. Si algo los hombres ponemos de nosotros mismos al amarlo, eso está en el amor de la Magdalena, como en ningún hombre podría estar.

Entonces, hoy, mi nostalgia y mi tristeza, mi pobreza de homenaje no tenía casi consuelo.

Hasta que.


* * *


Cerca de las doce, a mediodía, salí de mi escritorio. Me ahogaba la 'cueva'. El día estaba tan destemplado y más ventoso. Igual de gris.

Pero me puse a laborar con las manos, como se hace cuando hay que pensar. O rezar, a veces.

No encontraba en mí nada digno, nada que ofrecerle, nada que darle.

Varias veces tenté escribir algo en la bitácora. Algo que dijera el fracaso y la pobreza, siquiera.

Hasta que -acomodando herramientas, maderas- junté primero maderas viejas, papeles, ramas secas. Y me dije: Esto es.

Y encendí un fuego.

Hay en mi jardín, a diez pasos de mi cueva, maderas y leña de todas suertes. Por lo menos dos árboles, dos paraísos muy viejos que custodiaban hasta este otoño el frente de la casa, ya son leña, más o menos esparcidos cerca de la leñera y junto a la casa de madera de las niñas, en el fondo del jardín. Y por lo menos hay madera de otros dos árboles más. Restos de obras, ciruelos podados, eucaliptus recolectados por la calle, tuyas vecinas, un tercio de ciprés, la décima parte de un pino.

Mientras acomodaba todo eso -y recordaba con singular atención su procedencia, su antigüedad- fui separando troncos, ramas, leña.

Una pira de enorme volumen se apiló en el sitio de los fuegos. Y ardió.

Y ardió.

Más de doce horas.

Un 'fuegazo', como dicen los chicos de casa: "Hiciste un fuegazo", me dicen.

Y sí.

Un homenaje, pienso, ya casi conforme.

¿Qué otro homenaje a semejante amor, semejante fuego?

"Semejante fuegazo...", claro.


* * *


Horas pasé alimentándolo. Horas mirándolo, llenándome de humo, la ropa, los ojos, quemándome las manos.

Miré el fuego, primero mientras iba alrededor, haciendo cosas. Y ya después sólo mirando, alimentándolo.

Para que arda, para que ardiera.

¡Lo que se aprende del amor viendo arder el fuego...!

Todo lo que se aprende sobre el modo de arder el amor -y que no se sabe y jamás se entiende del todo- viendo arder el fuego.

Esta noche, para cuando termine el día, va a llover un poco. Unas cuantas lágrimas sobre el ardor del amor que todavía va a estar ardiendo.

Pero puede llover ya, unas lágrimas pocas o muchas lágrimas.

El homenaje está cumplido.