miércoles, 27 de julio de 2005

Mandamientos: vueltas a la noria

No se me ocurre otro modo de advertirlo: lo que sigue son ensayos, precisamente vueltas a la noria.

No hay obligación alguna de leerlo. Menos necesidad. Se puede pasar perfectamente por alto -sin daño alguno e incluso con beneficio- hasta que aparezca otra entrada.

Y hasta cierto punto me parece que la curiosidad podría quedar defraudada. Después de todo, uno también escribe como habla solo: para ver qué piensa.

Tómese nota.

ver


Como dije ya, hace unos días sostenía que hay una ideología, que el mundo en que vivimos tiene una. Y que es bastante más que una ideología. Tiene la fuerza de un culto, de una religión. Esto no es novedad, me parece.

Hay, como creo que es sabido, ritos y mandamientos, liturgias y sacramentos. Y todos ellos, o casi-casi todos, tienen una fuerza legislativa tal que valen lo que una sentencia en firme. Parece que nadie puede nada contra ello, nadie se atreve a nada.

Es un corpus de ideas y de mandatos de pensar, de querer, de hacer.

Por motivos que no vienen al caso, estoy sometido a la conversación constante, desde hace un tiempo, con gentes de un tipo muy especial. Buena parte de ellos, son emisores de opiniones. Ya porque las emiten, ya porque las elaboran para que otros las emitan. Buena parte de ellos, en el sentido en que lo estoy diciendo aquí, están haciendo este mundo en este momento.

He podido ver cómo piensan, cómo hacen para pensar. Y qué piensan. En muchos casos, he podido ver por qué piensan tales cosas y de ese modo. También he llegado a ver qué quieren y por qué lo quieren.

Es cierto que hay quienes profesan de buen grado, adhieren de corazón, creen estas cosas (que forman parte de un decálogo de más de diez cánones) con buena o por lo menos no mala voluntad. Otros no tienen voluntad alguna, no les importa, y a veces eso es mala voluntad.

Hay quienes las pregonan con convicción y con satisfacción, o con algo parecido. Aunque no estoy seguro de si, cuando se sostiene lo insostenible, se sepa o no que es insostenible per se, no hay que hacerse en algo violencia para profesar con entusiasmo algo completamente equivocado. Por otra parte, si pasara que no les despierta entusiasmo alguno, habría que ver cómo se las arreglan con la tristeza o la indiferencia, de la mano de alguna convicción.

Muchas veces, muchos son los que ni siquiera advierten que estas cosas que sostienen son lo que son: parte de una ideología. No solamente su inadvertencia viene del temor (que también hay: respeto humano, respeto mundano, intensa ansiedad por no quedar fuera de algo, del mundo por ejemplo), sino también de la ignorancia, lisa y llana. No saben otra cosa, no conciben otra cosa.

Creo que no estaría de más y sería de algún modo necesario repasar los mandamientos, tan siquiera para que no se me olviden. Tengo que hacerlo de a poco, tal vez. Antes tengo que pensar en el modo de pensar.

* * *

Me pregunto, mientras tanto, hasta dónde llega la tolerancia del error, hasta dónde debe llegar. Y más, trato de pensar qué piensan quienes no puedan concebir que algo sea erróneo, o lo que es casi lo mismo, que no puedan juzgar como erróneo algo.

Pienso también, por el contrario, qué pasa en el espíritu cuando todo se considera erróneo.

Eso me obliga a pensar, a su vez, en el carácter público de una fe, de una creencia, de una convicción. Y de allí viene este asunto de la tolerancia.

Creo, en este sentido, que la tolerancia de cierto género, más que un carácter plural y social, y pese a su apariencia, tiene exactamente la característica opuesta: rechaza toda nota plural, toda diversidad, toda nota social. Rechaza cualquier ámbito para una fe, para una creencia, para una convicción, que no sea el individual.

Ser tolerante significa allí que no hay posibilidad pública ninguna. Que cualquier ámbito público para una convicción, para una fe, es una imposición, una inquisición.

Pero lo curioso es que aun los tolerantes de este estilo tienen sus decálogos y sus penas para aquellos que los violan. Con lo que su tolerancia se vuelve una fe pública, social.

Ahora bien, considerando esa tolerancia, cuál es la frontera entre lo admisible o lo inadmisible, cuál es la aduana y cuál el código aduanero que se aplica.

Tomemos esa trilogía que tiene pretensión de convertirse en raíz de una doctrina y de una religión global: libertad, tolerancia, disenso.

El patrón que ayuda a medir la tolerancia, el disenso, tendría que ser algo más que el solo gusto personal o la sola molestia personal, algo más que el estado de ánimo.

Tiene que ser, incluso, algo más que el posicionamiento por conveniencia: "hoy me conviene esta oposición relativa a esta otra afirmación que mañana afirmaré yo mismo, oponiéndome a quienes se opongan a que me oponga..."

Tiene que tener un fundamento más sólido que la simple moda. Más que el oportunismo.

Aun si no fuera más que eso, o algo por el estilo, profesando esa tolerancia igual habríamos quedado constituidos eo ipso en fundadores de una fe, de una religión.

Y tal vez no haya nada perverso en eso, salvo el hecho de que es absurdo e inconsistente. Porque es falso.

Estoy seguro, lo sé, y estoy de acuerdo en que la verdad no es nada fácil de ver, de dilucidar.

Pero esa dificultad no alcanza para negar la verdad, o el hecho de que exista alguna verdad. Nos pasamos la vida razonando en la simple confianza de que entre una premisa y la conclusión correspondiente hay algún lazo, tan siquiera. Y aunque pensemos en forma de proposiciones condicionales suponemos que alguna verdad hay que justifique la condición.

Negar que pueda sostenerse alguna verdad -incluso sostenerla en forma pública- así como dudar por sistema, como método de aparente humildad intelectual o espiritual, parece poco honesto.

Porque o no se está sosteniendo ninguna verdad y afirmar que se la sostiene es cínico, o se está sosteniendo una verdad y negar que se la está sosteniendo es hipócrita.

En el mundo hay cínicos, como hay hipócritas. Y hay que tratar de no serlo. Como en el mundo hay errores y hay que ver de evitarlos. Como hay buenas intenciones al plantear asuntos de modo completamente equívoco, y equivocado.

* * *

Una religión, creo, así como una ideología, tiende a adoptar visiones totalizadoras. Y no adopta visiones totalizadoras para un solo individuo, porque eso es una contradicción en los términos. De modo que el solo acto honesto de profesar una creencia, postula su carácter público intrínseco. Y más aún si se habla de ello, porque hablar ya es publicar, darle estado público.

Ver las cosas de un modo no puede no llevar ínsito -aun latente- ese carácter potencialmente público. Porque o lo que se está sosteniendo y diciendo es que no se ve nada real y entonces nadie está comprometido a verlo, o se está diciendo que se ve algo real que de ningún modo obliga a nadie más que a mí. Y no se entiende de dónde viene ese exclusivismo.

No. Lo público nunca está ausente. No hay modo de que el individuo sea tan claustro como eso. La persona es naturalmente alguien no solamente ante los otros sino con los otros.

Tal vez por eso mismo, cuando se enfrentan las visiones diferentes, el talante de los oponentes es casi tan importante como lo que sostienen. Y esto porque a veces lo único que se puede sacar en limpio de la confrontación es si hay o no hay buena voluntad y amor a la verdad en las personas que debaten. Y si eso pasa a la relación misma entre personas.

Por otra parte, que haya que hacer una ascesis fatigosa para purificar la intención, no significa que todos lo consigamos. Pero purificar la intención es algo que no podemos obviar. Tal vez sea lo que más trabajo lleve y tal vez no hagamos en la vida mucho más que purificar nuestra intención, tratar de ser honestos, como condición para ser realmente veraces alguna vez.

Con todo, hay formas cátaras de querer ser honesto. Tanto consigo mismo como con los demás.

A veces, ciertas purezas en las convicciones son nada más que una obstinación, en lo que tiene de vicioso ser obstinado, no en lo que tiene de virtuoso una convicción pura.

Como también hay un vicio opuesto que supone no mancharse con ninguna convicción, porque tener una convicción mancha y estar así manchado se considera de suyo vicioso.

* * *

Lo cierto es que el mundo nuestro tiene -mal que le pese- convicciones y obstinaciones.

Me obstino en tratar de repasar algunas. Y estos prólogos van camino a ello, por más que vayan lenta y fatigosamente a ello.

Pero, se me figura que -antes de llegar a los mandamientos concretos, uno por uno, si acaso llego alguna vez- la mayor de todas las obstinaciones de nuestros tiempos es la de querer enhebrar a voluntad, sin imposición alguna, cuáles son las convicciones y obstinaciones canónicas, las admitidas y admisibles. Y cuáles no lo son, cuáles son inadmisibles.

Y esto es lo más difícil de sostener para nuestro tiempo y nuestro mundo, porque -ya lo dije- eso supone fundar una religión. Porque están en juego allí precisamente esos mandamientos fundantes: libertad, tolerancia, disenso.

Ahora bien, resulta que para poder sostener esto con éxito aparente hay que ejercer todo tipo de violencias, de las cuales la física, la material -con ser la más espectacular- no es la más dañina.

Es allí -pienso ahora- donde se hacen amigos Pilatos y Caifás, después de todo.

Si alguno quiere puede contar los latigazos y los escupitajos, medir la sangre de la Pasión Y no estará del todo mal.

Pero, respecto de lo que vengo diciendo, es en la pusilánime indiferencia de Pilatos donde está el daño mayor. Es en la obstinación de Caifás.

Que Pilatos no pudiera saber otra cosa que lo que apenas sabía, que no hubiera ido a un buen colegio católico, que hubiera estudiado derecho en una universidad estatal, que sea un empleado del estado, lo excusa hasta por ahí nomás. Que Caifás hubiera sido un niño modelo, y por ello un celoso custodio de la letra de la ley y de la santidad del Templo, un guardián de la tradición y del rito, no lo excusaría mucho más.

Con gente así se puede fundar una religión. Pero, me parece, puede ser una religión violenta. Tan violenta como inconsistente. Y violenta por inconsistente.

De Pilatos y Caifases, se me hace, está hecha en muy buena medida la ideología religiosa, la religión ideológica de nuestro tiempo.

Y no se trata solamente de que Pilatos o Caifás estuvieran escorados, malogrados, manchados, enredados, como sin terminar, o más bien mal terminados.

Si vamos a ver, ni Santiago el Mayor, ni María Magdalena son gente sin mancha, gente de confiar.

El revoltoso y atropellado Santiago que de tanto en tanto pide fuego del cielo para quemar ciudades (junto a su hermano tronante, Juan); la extremosa mujer de gestos tan mediterráneos, tan sicilianos, extravagantes, revolcándose y llorando a los pies de Jesús.

Por cierto que no son la imagen misma de la ecuanimidad y el equilibrio con el que debería empezarse a profesar una fe.

Y, con todo y eso, a ambos les regaló Jesús las visiones más altas de su naturaleza. La Transfiguración a él, la primera visión de la Resurrección a ella.

Atropellado él, impura ella. Hasta parece contradictorio y disparatado. Y por cierto que no son los únicos ejemplos.

Sin embargo, Dios es perfectamente consciente de los signos que deja. Como es perfectamente consciente de nuestra torpeza para entenderlos.

Esto parece demostrar que casi de cualquier cosa, de las piedras, si es preciso, Dios puede sacar con qué plasmar su propósito.

Tal vez, tomando apenas estos dos ejemplos, la diferencia entre ellos y Pilatos y Caifás esté en otra cosa.

Tal vez la diferencia está en que -finalmente- ni Santiago ni María Magdalena creían tener una religión propia, ni estaban ansiosos por fundar una y mucho menos estaban seguros de no necesitar ninguna.

Parte de la cuestión parece estar también en que el mundo por lo menos nos exige que si nos es imprescindible profesar una religión lo hagamos como si ésta no existiera.

Y es lo mismo que, por motivos en apariencia diferentes, tanto Pilatos como Caifás le piden a Jesús.

Y me doy cuenta aquí de que otra cosa los une. Algo que a la vez los distingue diametralmente de Santiago y María Magdalena.

La religión que Pilatos le propone practicar a Jesús, como la que le propone Caifás, tiene una condición común: la persona de Jesús no cuenta: en la medida en que Él se ponga por encima de los mandamientos y de la ley, de la religión y del rito (más allá de todo eso y no necesariamente en contra), pues en esa medida es que Jesús no es viable y su religión inadmisible.

Y eso es precisamente lo que Santiago y María Magdalena no hicieron. Su religión y su fe estaban fundadas en la persona de Jesús. Traicionar a Jesús no era traicionar su religión. Sino al revés. Traicionar su mandato era traicionarlo a Él, abandonarlo a Él.

Visto en signos, tal vez la suerte de ambos complete en algo esta cuestión.

Santiago y María Magdalena recibieron más que lo que dieron, pero no algo de distinto género y especie.

Cuando Jesús le preguntó a Santiago si moriría con la muerte con la que Él moriría, Santiago dijo que sí. Y así fue. Y fue el primer apóstol en seguirlo.

María Magdalena no apartaba su vista de la persona de Jesús. No del Jesús triunfante o doliente: de Él. Y le fue dado verlo, la primera de todos, resucitado.

* * *

Tal vez lo más violento de una religión substituta, de una ideología sea precisamente esto.