lunes, 17 de octubre de 2005

Abelismo acainado

Releía en este fin de semana Abel Sánchez de Miguel de Unamuno. Siempre me gustó. Es una novelita poderosa, llena de aciertos agudísimos y de pavadas varias; pavadas interesantes, eso sí. Total que la suma da para más que para menos.

Se supone -hay que creerle al autor- que es una pintura del alma de España. Pero hay que leerla ahora -se publicó por primera vez en 1917 y por segunda en 1928- para ver lo que va desde entonces. No sé cómo les sabe ahora, hoy día, a los españoles. Me parece que algo que era el alma de España y que podía estar en el fondo de la percepción de Unamuno, hoy ya no existe, o no se ve. Más bien, no existe.

Igual tiene un escalpelo incisivo el vasco, como él mismo dice. Demasiado quizás. Creo que él se ha intoxicado con algo de su propia medicina. Porque se ve según el modo de mirar, también.

La novela es la historia -las historias cruzadas- del retorcido y concienzudo médico Joaquín Monegro y del brillante y encantador pintor Abel Sánchez, emblemas de Caín y Abel, obviamente, quienes a su vez ponen en escena lo que Unamuno considera el vicio español: la envidia.

No me parece que sea una novela teológica. Más bien es sociológica en un sentido laxo. Y poética en el mismo sentido. Una especie de fenomenología de los engranajes de la envidia social, pero sobre todo de los engranajes de la conciencia, envidiosa o no.

Hay bastante política, claro. En un sentido bastante pasable. Después de todo, ponerle la lupa a la sociedad es siempre por lo menos una mirada política. Y hasta una actitud política.

Pero en lo que tiene de tesis, digamos, Unamuno revela algunas torsiones mentales que hasta podrían ser ideológicas, en sus personajes y en él mismo, claro.

Este pasaje que copio abajo creo que es un ejemplo. Se supone que Abel es el bueno y Joaquín el cainita. Unamuno acusa larvadamente a Abel por su 'abelismo'. Lo hace por boca del propio Joaquín, quien por otra parte es la primera persona narrativa, mirando con mirada de fuego (y de hielo) su propio corazón envidioso, disecando su alma.

Están hablando en capítulo XVI de la supuesta conversión religiosa de Joaquín.
-¿Conque te has hecho ahora reaccionario? -le dijo un día Abel a Joaquín.
-¿Yo?
-Sí, me han dicho que te has dado a la Iglesia y que oyes misa diaria, y como nunca has creído ni en Dios ni en el diablo, y no es cosa de convertirse así, sin más ni menos, ¡pues te has hecho reaccionario!
-¿Y a ti qué?-No, si no te pido cuentas; pero...¿crees de veras?
-Necesito creer.
-Eso es otra cosa. ¿Pero crees?
-Ya te dicho que necesito creer, y no me preguntes más.
-Pues has pintado Vírgenes...
-Sí, a Helena (la mujer de Abel a quien siempre amó o deseó Joaquín).
-Que no lo es, precisamente.
-Para mí como si lo fuese. Es la madre de mi hijo...
-¿Nada más?
-Y toda madre es virgen en cuanto es madre.
-¡Ya estás haciendo teología!
-No sé. Pero aborrezco el reaccionarismo y la gazmoñería. Todo eso me parece que no nace sino de la envidia, y me extraña en ti, que te creo muy capaz de distinguirte del vulgo de los mediocres, me extraña que te pongas ese uniforme.
-¡A ver, a ver, Abel, explícate!
-Es muy claro. Los espíritus vulgares, ramplones, no consiguen distinguirse, y como no pueden sufrir que otros se distingan les quieren imponer el uniforme del dogma, que es un traje de munición, para que no se distingan. El origen de toda ortodoxia, lo mismo en religión que en arte, es la envidia, no te quepa duda. Si a todos se nos deja vestirnos como se nos antoje, a uno se le ocurre un atavío que llame la atención y ponga en realce su natural elegancia, y si es hombre hace que las mujeres le admiren y se enamoren de él, mientras otro, naturalmente ramplón y vulgar, no logra sino ponerse en ridículo buscando vestirse a su modo, y por eso los vulgares, los ramplones, que son los envidiosos, han ideado una especie de uniforme, un modo de vestirse como muñecos, que pueda ser moda, porque la moda es otra ortodoxia. Desengáñate, Joaquín: eso que llaman ideas peligrosas, atrevidas, impías, no son sino las que no se les ocurren a los pobres de ingenio rutinario, a los que no tiene ni pizca de sentido propio ni originalidad y sí sólo sentido común y vulgaridad. Lo que más odian es la imaginación porque no la tienen.
-Y aunque así sea -exclamó Joaquín-, es que esos que llaman los vulgares, los ramplones, los mediocres, ¿no tienen derecho a defenderse?
-Otra vez defendiste en mi casa, ¿te acuerdas?, a Caín, al envidioso, y luego, en aquel inolvidable discurso que me moriré repitiéndotelo, en aquel discurso, al que debo lo más de mi reputación (se refiere a un discurso que pronunció Joaquín al presentar en un banquete una pintura que Abel había hecho de Caín), nos enseñaste, me enseñaste a mí al menos, el alma de Caín. Pero Caín no era ningún vulgar, ningún ramplón, ningún mediocre...
-Pero fue el padre de los envidiosos.
-Sí, pero de otra envidia, no de la de esa gente... La envidia de Caín era algo grande; la del fanático inquisidor es lo más pequeño que hay. Y me choca verte entre ellos.

En fin. Asuntos complicados. Una perspectiva. Algo del superhombre nietzscheano flota por allí. Y algo bastante más del singular de Kierkegaard, amañando junto al modo de ver las cosas según el hombre en su estadio estético. Y ése parece ser Abel.

Mientras, Unamuno parece habérselas arreglado para superponer el alma de España, la disección de la envidia y los revoltijos espirituales de un hombre -el médico Joaquín Monegro- que tiene por momentos arrestos claros de la psicología del hombre en el estadio religioso, a mi ver.

Sin embargo, y con todo, (verán si la leen) creo que Unamuno en esta "nibola" ha pasado a la vez por el centro y por el costado del asunto bíblico. Y no sé si no es eso mismo lo que ha hecho bien. Y al mismo tiempo, mal.

Me parece que apiló demasiadas cosas. Es casi un ensayo, en el sentido de un intento.

Pero me hizo pasar una tardecita y una mañana en plena y sabrosa discusión entre los cuatro.

Útil, y agradable, después de todo. Y por lejos mejor que el sermón del cura este domingo.