domingo, 9 de octubre de 2005

Eolo desolado

El viento sopla donde quiere. El Espíritu también.

Pero aunque cuando el Espíritu sopla puede haber viento (o fuego), no siempre cuando sopla el viento (o arde el fuego) hay Espíritu.

Y es ésa la impresión que traigo de un viaje sureño que me tuvo dando vueltas y tumbos los días pasados.

Otra vez a la tierra huérfana de monasterios, otra vez a los rincones secos y desérticos que con la primavera viran del gris y el ocre y el pardo, a unas motas verdes que apenas alegran la vista, si la vista buscara alegrías así. Por no contar cielos y nubes y atardeceres.

Los lagos -por aquellos parajes- le ponen al desierto una mota verde esmeralda, opaca y solitaria. Es a la altura de la Colonia Sarmiento, tierra de boers en la Patagonia, al sur del Chubut y más de cien kilómetros al oeste de Comodoro Rivadavia. Chacras, álamos, pinos, animales. Y viento. Caí de casualidad como posta, de vuelta ya para alcanzar un vuelo nocturno que nos dejara de nuevo en Buenos Aires.

Había llegado más allá, hasta Río Mayo. Casi trescientos kilómetros del mar, tierra adentro, hacia el oeste, antes todavía de la cordillera.

Es un pueblo chico, tranquilo, rural, sin asfalto. Pero eso no quiere decir nada. A veces -casi siempre- el asfalto mata y anquilosa la vida. A veces. Porque no es la única forma de anquilosar la vida.

Es como el viento, pero al revés. Porque viento hubo, sobre todo el último día. Sin embargo, no había Espíritu a la vista, ni en el aire. Ni siquiera parecía haber espíritu.

Pensé si eso hacía el paisaje. La distancia, tal vez.

O si lo hacía la puta política de tiempos de elecciones (no sé por qué sólo de tiempo de elecciones...) Porque son tiempos de tráfico de votos en estos días en el país. Mercadeo, extorsión, huecas inquietudes, falsas misericordias.

El asunto es que allí andaba Eolo desolado, buscando dónde hacer su habitación de torbellino y de espíritu. Y de Espíritu.

Pero, nada. Casi nada de nada.

No se puede decir que haya habido maltrato; al contrario, tal vez, si uno contara las exterioridades. Aunque tampoco era excesiva la cordialidad, suficiente quizá.

Mucha o poca, igual le faltaba espíritu.

Poca gente sonriente de verdad vi en esos días, ahora que recuerdo. Muy poca. Ojalá pudiera decir que era mera tensión electoral en el rictus, aprehensión, alerta y suspicacia mezquina de cuentavotos y de rastreros de pueblo, paniaguados y vivillos.

Lástima.

No.

No era solamente eso. Porque había una como tristeza. Incluso en cosas y personas que no estaban jugándose nada en nada. Salvo que la puta política hiciera eso con todas las cosas, como hace la arena que levanta el viento cuando sopla fuerte, y arruinara las cosas que se arruinan con la arena, y las otras también.

Apenas la cocinera y moza del hotel, mujer criolla, joven, creo que embarazada debajo de su perpetuo delantal. Ella sí tenía en los ojos y en la boca una sonrisa franca y serena, inarrugable, discreta y fresca.

Me alegraba verla, nomás. U oírla recitar dubitativa y cadenciosa el menú del día, los postres: todas listas breves, sencillas, rústicas.

En la soledad y parsimonia del hotelito en decadencia franca, su paso y su risa eran como un aire suave, como un agua que corre, ni ruidosa ni tumultuosa, ligera.

Era alegre y nada más. No mucho más. Y ya era bastante.

La jornada fue fatigosa, trastabillante. Arrastramos -en los dos días de labores- nuestros propósitos con empecinamiento y con oficio. Se trabajó con convicción, pero hubo también que remontar a cada rato desolación y desaliento.

Y hasta perplejidad, creo. Porque ver una tierra y un paisaje y unas gentes que uno ama y que le despiertan tanta simpatía y cariño, ver sin aliento lo que siempre es tan alentador, lastima, hiere.

Ojalá fuera yo mismo el culpable. Siquiera querría que fuera mi mirada, de todos modos defectuosa, la que vio algo que no existe. Como arena en los ojos, por el viento, impidiéndome ver. Ojalá.