lunes, 14 de noviembre de 2005

De la pregunta como signo de la esperanza

En este mundo sublunar, es preferible -y parece que inevitable- tener más preguntas que respuestas.

Subjetivamente, en principio.

Y por dos razones, a lo menos.

Una, porque la naturaleza misma de casi todas nuestras respuestas es provisional. Si no lo es en la forma misma interior de la respuesta, lo es en la materia y viceversa. Esto es, no podemos decir todo lo que hay para decir de algo. Y lo que decimos de eso, aun con ser verdadero, no agota la respuesta completa, no solamente la que pudiéramos conocer, sino aun la que pudiéramos decir. Es un hecho: no hay suficiente cantidad -y calidad- de palabras para nombrar a las cosas.

Otra, porque es improbable -y en cierto sentido imposible- que conozcamos de una cosa cualquiera no solamente lo que es, sino qué sentido tiene que sea. Que sea lo que es, que sea ahora eso que es, que lo sea de ese modo. Y así.

Todo hombre quiere saber.

Entonces.

El estado de respuesta sin preguntas es para nosotros, aquí, en este valle, no solamente una fortísma tentación (después de todo, la inteligencia solamente se sacia al conocer.) Es, por eso mismo, de una peligrosidad extrema.

Nada importan aquí la duda, o la quietud inquieta del escepticismo o la negación del nihilismo. Y menos todavía la ambigua satisfacción del relativismo.

El asunto es que la pregunta es siempre la mirada que se entrecierra, se aguza, inquiere, busca. Y ésa, por lo pronto, es la actitud propia de aquellos que tenemos que conocer las cosas en el tiempo y a través de lo material.

Recuerdo ahora que un profesor de filosofía repetía siempre: el amor no escruta.

Y es verdad. Absolutamente, es verdad. Pero si es verdad, es una verdad que hay que digerir con cautela. Porque amor y pregunta, por ejemplo, no se oponen contradictoriamente (supuesto que hayamos definido bien ambos términos.) No se oponen aquí, en este tránsito nuestro, al menos.

No conocemos los futuros contingentes, para empezar, ni nuestra voluntad se dirige sola infaliblemente a su objeto, ni su objeto es necesariamente el bien por sí, aunque la voluntad y la inteligencia le acomoden un estatuto de bien, para uso conveniente o interesado.

Pero, aunque es verdad que el verdadero amor no escruta, es verdad que eso mismo o supone el estado de término: una vez frente al objeto amado y en posesión de él, nada te falta; o el objeto es de tal naturaleza que no lo requiere.

De modo que no es verdad que el hombre no tenga que preguntar y seguir preguntando. Y preguntarse. Y que no puede sino hacer eso, aquí y en el entretanto.

Una respuesta podría ampliarse. Y de hecho lo hace. Y puede ampliarse en la mismísima dirección de la respuesta provisional que tenemos a mano.

Algo curioso, sin embargo: Se oye siempre decir que basta con esperar. Que el paso del tiempo puede (y esto quiere decir, necesariamente deberá) darnos otra respuesta distinta y contradictoria respecto de la que tenemos ahora. Como si fuera una fatalidad, una actual ignorancia fatal que el mero paso del tiempo remediará. Pero si eso es fatal que ocurra, siempre será, además, fatalmente en una misma dirección. A nadie que yo conozca se le ocurre este mecanismo en una dirección diferente a la que se le atribuye en principio.

Esto es: nadie dice, por ejemplo: "Nos queremos sacar de encima eso que ahora consideramos como el yugo de las prohibiciones y tabúes acerca del sexo y esas cosas. Pero esto es nada más que una respuesta defectuosa y retrógrada, insuficiente, producto de concepciones que serán superadas en la medida en que el hombre -pasado el tiempo- se vuelva sabio y conozca más y mejor. Porque llegará el momento en que veremos y entenderemos la naturaleza verdadera de lo sexual, y su sentido. No sabemos cómo pensarán los hombres dentro de quinientos años, ni dentro de cincuenta. Pero lo más probable es que para entonces, seremos castos, por ejemplo, y dejaremos atrás las realizaciones imperfectas, estas prueba-error que ahora trastabillamos tratando de salir de este laberinto confuso."