jueves, 24 de noviembre de 2005

Lo que no vemos

Es verdad. A poco que uno desanda lecturas y recuerdos, el asunto de las despedidas se vuelve -puede volverse- omnipresente.

Así, por ejemplo, me lo recuerda Margarita, que me propone una despedida de El fin de la aventura, de Graham Greene.
-...el amor no termina simplemente porque uno no ve al otro... Amor mío, amor mío, ¿acaso la gente no sigue queriendo a Dios toda su vida, a pesar de no verlo?
Habíamos convenido tan alegremente en eliminar a Dios de nuestro mundo. Cuando prendí la linterna para alumbrarla a través del hall devastado y a oscuras, volvió a decir "Todo debe ir bien, si amamos lo bastante."
-Yo no puedo dar más -repuse-, te lo he dado ya todo.
-Tu qué sabes -dijo-, qué sabes.

Y, sí. Está en una línea parecida. Aunque le da un giro algo distinto a la cuestión, también.

Sarah y Maurice, son amantes (como Charles y Julia y, como en ese caso, también, ella deja lo que más ama para irse al Cielo...); su aventura transcurre en medio de la guerra y los bombardeos. No le faltan milagros a la novela. De hecho, ella, en medio de su 'aventura', resuelve volver a la fe de su bautismo a propósito de un 'milagro' o suceso maravilloso y de este modo deja a Maurice para morir luego.

Sin embargo, Greene, comete un error, creo.

La novela comienza con palabras fuertes: Una historia no tiene principio ni fin...

Y allí ya no estoy tan seguro. Si lo que quiere decir (por el tono y el desarrollo de la novela, tal vez podría entenderlo así) es que es más lo que no sabemos que lo que sabemos de las cosas de este mundo y de las vidas de otros, aun de los más próximos, pues, en ese caso, puede ser. Si lo que quiere decir es que hay una nota de angustia y cerrazón en todas las cosas humanas porque la historia no depende enteramente de nosotros, ya no estoy tan seguro. Y no porque en cierto sentido esto no sea verdadero. Sino porque Greene, creo, tiene la propensión a poner demasiada tensión entre el hombre y Dios, tensión desesperada a veces -lo cual no tiene que escandalizar a un hombre de nuestro tiempo por católico que fuere o pareciere-, pero desesperación que a veces parece fundada en una cierta distancia de Dios respecto de las cosas y de los hombres, cierta ausencia negativa.

Porque la esperanza, finalmente, creo, se funda en una percepción, en una concepción muy honda, silenciosa, paradojal. Y esa certeza -que también es parte de la fe- es la certeza de que lo que no vemos es tan consistente como lo que vemos, y aun más. Pero no solamente más allá de la muerte, como premio y promesa. También aquí.

De cualquier modo, es verdad que el tiempo obliga a considerar como provisionales todas las cosas bajo su gobierno. Y, en ese sentido, es claro que hay que salir del tiempo para que nuestros adioses puedan ser considerados el verdadero fin de una historia.

El verdadero fin del tiempo, de todo tiempo, viene de afuera del tiempo.