sábado, 27 de mayo de 2006

Sobre la causa 'cristiana' del Anticristo (VIII)

La amabilidad del Cristianismo (II)

Hay otra versión que es la que -sin forzar ni la argumentación ni la imaginación- se asocia más habitualmente a lo que el cristianismo postula.

La palabra 'amor' es la clave en ella.

No es que todo sea amor en esta vereda. Pero el amor -la palabra, al menos- es el gran paraguas debajo del cual todo puede suceder y todo debería acogerse. No hace falta recordar que el decálogo en la versión cristiana quedó condensado en dos mandamientos.

Sin embargo, en el hecho mismo de que el cristianismo predique básicamente dos mandamientos, y semejante el segundo al primero, está buena parte del problema.

Pero ya habrá que ver eso en su momento.

Las características 'débiles' del cristianismo son las que alientan esta segunda versión (segunda solamente en el orden en que las vengo tratando).

Una cadena de palabras, de conceptos y actitudes, son los que se enhebran para dar un resultado apacible, tolerante, sufrido, solícito, humilde, abierto, ligero, plástico, benévolo y manso.

Esta enumeración (a la que se le pueden agregar más y más características del estilo) es un menú peligroso en si mismo.

Es difícil catar y apreciar esta mansedumbre y esta humildad. Esa amorosa bondad.

Por cierto que nace del analogado mayor: el propio Cristo. Pero, mirando hacia atrás, hay figuras de esta realidad principal en la historia del pueblo judío y aún antes.

Abel o Job, hasta el propio Noé en varios aspectos, son algunos de los principales 'padres' de esta modalidad.

Por cierto que allí donde vemos fuerza y vindicta en jueces, guerreros y reyes veterotestamentarios, también tenemos ocasión de ver su humillación -y de allí su humildad-, como se ven afán de justicia y paz, o el derrame benéfico de sabiduría; de modo que en muchos está de un modo u otro esta vertiente.

Con todo, es el sufrido Abraham, y por qué no su propio hijo Isaac camino al sacrificio del inocente, quienes podrían iniciar en este pueblo un rosario cuyas últimas dos cuentas podrían verse en los padres de Jesús: José y la Virgen.

(Tal vez su primo Juan, el hijo de Isabel y Zacarías, pueda inscribirse junto con otros antepasados en la primera modalidad más que en ésta: su ascetismo, lo recio de sus costumbres, su voz 'profética', resultan poco amables, dejan una tensión que incomoda. Al fin, su muerte parece la secuela de una voz que no calla y que habla un lenguaje también poco 'amable' a los oídos de la corte...)

Pero, como dije, el propio Cristo es el emblema de este gesto magnánimo y manso. Atento y solícito con pecadores, publicanos y prostitutas, dulce con los niños, atraído por los pobres y enfermos, doliente con los dolientes, médico de enfermos y no de sanos, buen pastor para las ovejas perdidas. Por paradójicas y tensas que resultaren algunas de sus declaraciones y preferencias, brillan sus gestos misericordiosos y suaves.

Tal vez esta modalidad podría ser considerada secuela de alguna de aquellas parábolas en las que el señor del festín manda a invitar a los menesterosos y viandantes en los cruces de los caminos, o del gesto ante la mujer adúltera o ante la samaritana, o de sus visitas a las casas de los considerados pecadores públicos. Ni qué decir de su propio silencio y callado dolor, que lo asocian a la figura de un cordero camino del sacrificio.

De esas notas que lo vuelven un 'hombre' extraordinario, de esas enseñanzas que impulsan una paciencia y una dulzura heroicas, es de donde muchos han tomado no solamente ejemplo de virtud, sino de vicio.

Bastaría recordar a Voltaire o a Nietzsche para recordar a la vez que no son solamente los cristianos o católicos del primer tipo descripto los propensos a esquivar eso que se considera la amabilidad del cristianismo.

A veces, quienes se impresionan ante la mansedumbre es porque la consideran el colmo de la pusilanimidad, de la pequeñez de espíritu, de la cobardía.

Y lo que es más: hasta de una oculta soberbia. Un ejemplo de ello lo trae el propio F. M. Dostoievsky en su trillado relato de El Gran Inquisidor, un cardenal sombrío y 'sanhedrínico', quien acusa precisamente de esto mismo al Cristo vuelto a la Sevilla del siglo XVI.

Sin embargo, y finalmente, a un cristianismo así concebido se le tolera y se le celebra la mansedumbre, la capacidad de sacrificio y la tolerancia, el gesto solidario (mejor si se llama así y no caridad) y preferentemente callado, se le reconoce la comprensión.

Es un cristianismo inclusivo y no excluyente, como según esta versión debe ser el cristianismo, en cualquier caso y más allá de todo.

Tal vez haya que advertir que por varios lados elementos y características de la versión mansa tocan a la otra versión fuerte. Por ejemplo, en política.

Es por cierto una simplificación, aunque tenga cierta lógica: hay una identificación casi mecánica de la versión fuerte con la derecha y de la mansa con el progresismo.

En este sentido, por ejemplo, lo que entre nosotros llamamos un liberal, suele ser un sujeto filantrópico, eventualmente rotaryano, de pretensiones éticas acendradas, y, lo sepa o no, más bien capitalista y de derecha. Sin embargo, por su misma forma mentis, pretende ser consecuente y se esfuerza por ser tolerante por principios. Sin llegar a estos extremos que aquí podrían sonar hasta caricaturescos, muchos católicos de cierta conformación así denominada liberal, rechazan la forma aguerrida por lo que tiene de exterior y social: ellos profesan una religiosidad no exactamente interior, sino individual. Y hasta por razones bastante menos espirituales: las guerras religiosas son estéticamente feas por lo que tienen de exageradas (debiendo el hombre ser racional y módico en sus manifestaciones y pasiones); además, las intransigencias -violentas o no- generan un clima que perturba la convivencia... y finalmente también los negocios y el bienestar.

A la vez, y por su parte, hay un pensamiento de izquierda que apela a una cristianismo inclusivo porque por constitución rechaza lo exclusivo y excluyente. Si acaso rechaza un cristianismo que luche, no lo rechaza porque luche, sino porque entiende que su lucha está injustificada pues es por prebendas y esquemas de dominación: en lo cultural, en la moral, en lo político, en lo económico. Y también en lo religioso. Entre otras razones, esto -además de su naturaleza relativista consecuencia de su desconfianza de los postulados fuertes de la metafísica, por ejemplo-, lleva a cierto progresismo a pedir libertad y tolerancia.

Es claro que no todo progresismo es de izquierda. Pero es claro también que toda izquierda está obligada a ser progresista. Y esto hace que, a la hora de las consecuencias existenciales, el progresismo no de izquierda, termine -individual o colectivamente- inclinando su juicio y su acción hacia la izquierda por convergencia, por huida del otro bando, no por amor ciertamente, sí tal vez por temor a caer en los opuestos.

Ahora bien.

En nuestros tiempos, figuras como la de la Madre Teresa de Calcuta resultan cómodas como encarnación de lo que se espera en gran medida del cristianismo. Salvo, claro, que hable de temas que suponen oposición y fuerza: el aborto, cuestiones litúrgicas, el papel sacerdotal, los medios, el consumo.

Tal vez una figura de esa naturaleza tiene para nuestro tiempo la enorme ventaja de ser cristiana, y aun más: católica.

Especialmente porque no hay que apelar a su religiosidad raigal para justificar su bondad, su mansedumbre, su sufrida dedicación al leproso, al descastado. Es solidaria y hace el bien sin mirar a quién. Ama y hace lo que quiere.

La inversión del argumento también es rentable y más todavía: ésa es la cara del cristianismo. La verdadera, la que cumple con el segundo mandamiento. En figuras así, el cristianismo queda perfectamente definido. Cualquier salida de tono que suponga reciedumbre en palabras y conceptos, ni qué decir en acciones o preferencias, arruina el boceto, lo desluce, lo desnaturaliza.

Un aspecto relativo a su amabilidad, aunque mucho menos desarrollado, es la presencia del cristianismo en el mundo de la cultura y de la ciencia. De tanto en tanto, suele reconocerse el papel histórico del cristianismo en el 'progreso de la humanidad'. Y hasta a veces su papel pionero en el desarrollo de las ciencias y de la cultura.

Ha habido ocasiones recientes, como las discusiones en torno a la Constitución Comunitaria en Europa, en las que se ha puesto esto de relieve, a veces reconocido como a regañadientes.

En otras ocasiones, se enfatizan las relaciones entre Fe y Cultura o Fe y Ciencia, como relaciones de cooperación y ayuda mutua.

En general, y con ser axial con respecto a lo que vengo tratando, este aspecto cultural del cristianismo es agridulce en lo que se refiere a su amabilidad.

Hay una tópica muy arraigada que tiene por establecido que el cristianismo y especialmente el catolicismo son refractarios a las novedades y a los avances autónomos de la razón. la tópica dice que el cristianismo desconfía de la ciencia y de los progresos tecnológicos, así como de las aventuras intelectuales de amplio espectro.

Como ocurría en otras épocas con materias más bien teológicas y un poco menos con materias filosóficas, cualquier manual de apologética cristiana de hace entre 120 y 50 años, por ejemplo, incluye largos capítulos de exposición científica y de refutaciones pormenorizadas. Entre los argumentos refutatorios figuran los de muchos científicos creyentes destacados, además de los que no lo son. La idea es clara. Se busca mostrar a la vez la falsedad de ciertas teorías o corrientes y se fundan los argumentos por igual en científicos creyentes o no, para que se entienda que no es cosa de cristianos.

Pero el propio esfuerzo apologético en esta materia indica que pesa un cargo y una sospecha: el cristianismo se vuelve intratable cuando la ciencia enarbola sus propios postulados, o cuando la ciencia aplicada o la tecnología van en una dirección que al cristianismo no le gusta o no comparte o no puede admitir.

Así resulta entendendido entonces que más bien el cristianismo se opone al avance de la ciencia. Ciencia que, a su vez, postula que su avance no solamente debe tener un desarrollo irrestricto porque ella misma es la gloria del hombre, sino que sus logros están por entero al servicio del mismo hombre.

El silogismo es fácil: si el cristianismo se opone al desarrollo de la ciencia y la ciencia está al servicio del hombre...

No podrá pretender de este modo el cristianismo que los hombres lo tengan por amable. Si su coacción moral, sus cortapisas, sus anatemas y amenazas no son sino por si mismas antipáticas y agresivas.

Es una caricatura exponer al cristianismo como retrógrado sin más en estas materias. Es casi una cuestión de imaginación o de información, si no es acaso una cuestión de mala voluntad dialéctica. No, no es fácil acusar sin más al cristianismo de estar al margen o en contra.

Sin embargo.

Hace un tiempo recordé una inscripción en las paredes de Nanterre durante mayo de 1968: "El agresor no es el que se rebela sino el que afirma".

En cuanto a su amabilidad, esto querría decir que hasta la afirmación del cristianismo, la insistencia en afirmar o la pretensión sin más, podría ser una agresión. Tanto más si el cristianismo profesa principios tales como el de no contradicción.

Y por mucho que se pulan las maneras (suaviter in modo, fortiter un re), si una afirmación resulta una agresión y el cristianismo tiene la costumbre de afirmar, lo más probable es que el cristianismo resulte agresivo, esto es, que no pueda resultar amable al fin.

De este modo, parecería que al cristianismo se le puede tolerar y admitir cierta amabilidad en sus características débiles y mansas, se le puede reconocer esa nota de amabilidad en sus prácticas solidarias y hasta inclusivas e indiscriminadas (aunque cueste entender claramente el modo con el que el cristiasimo no discrimina, incluso cuando lo hace...)

Hasta podría asociarse irremediablemente su papel en la historia moderna al progreso de las ciencias e incluso al bienestar humano consecuente en el orden material y hasta cultural y artístico, así como en el pasado se asoció su presencia y su acción al mejoramiento de las condiciones sociales, políticas y económicas de los más débiles, humanizando incluso lo que otras culturas aun europeas tenían de inhumano.

Sin embargo, parecería que hay una amabilidad que al cristianismo va a costarle más que cualquier otra, si acaso llega a lograrla alguna vez. Y si acaso al lograrla sigue siendo aún cristianismo.

Si es que no lo ha hecho, una vez que el cristianismo haya practicado las caridades solidarias, suavizado las relaciones entre los hombres haciéndolas más justas y razonables, una vez que haya abonado el terreno del conocimiento y la consecuente industria logrando mayor bienestar de mejor calidad para casi todos y aun aspirando a todos; una vez que el cristianismo haya ejercido su acción sin atropellos ni avasallamientos, una vez que haya ayudado a potenciar todas las diversidades en beneficio de la unidad en la diversidad de todos los hombres, una vez que haya construido o ayudado a construir una incluyente casa común para todos los hombres, todavía quedará un pequeño asunto por tratar relativo a la naturaleza de su amabilidad.

Una amabilidad que se le pide y se le exige más que ninguna otra, aunque se le reconocieren los beneficios de todas sus otras amabilidades.