martes, 6 de junio de 2006

Fado enfado

Cuando uno cree que ya está, que ha vivido suficiente de una cosa: la sorpresa.

Basta que te confíes, basta que la consuetudo te gane todo el tiempo y el espacio. Y ahí es cuándo.

Hace bastante, vi en la estación terminal unos lustrosos y acerados vagones portugueses, que por su origen ya tenían toda mi simpatía. Antes, como al pasar, el año pasado, había leído que los importaban -unos 160 creo- con algunas locomotoras. Llegaban en barco, leí.

Toda la cuestión se me nimbaba de aventura, de inmigrancia, de bodegas veleras, vaya a saber yo por qué tanta historia. Era el negocio de alguien, seguramente.

Pero la épica, amigos, ah..., eso sí que no se lo quitaba el peculado vil.

Después vino la noticia desencantadora: que no eran para este ramal, que los usaban para larga distancia, que había tres clases a cual más lujosa y que ninguna estaba a la indigna altura de nuestros rieles del noroeste. En fin, cosas de la cenicienta de los trenes nuestros...

Hasta que el viernes pasado publicaron por allí que salían al ruedo.

Inauguraban un servicio local semirápido y allí estaban los vagoncillos (clase 3, supongo) y una misteriosa English que los arrastraría.

La cosa era novelesca. Por días, nadie en las ventanillas de boletos daba muestras de saber horarios, frecuencias. Conspiración envidiosa, indiferencia. Parece que, dicen, creo que... y así nos (me) tenían.

Hasta ayer nochecita.

Llegué al Retiro y vi unas desconocidas luces coloradas en la parte de atrás de unos vagones estacionados en el Andén 2, emocionado miré como por reflejo la tabla de los relojes y las partidas y allí estaba la indicación de que el servicio de la Vía 2 de las 18:22 era el semirápido.

Como si estuviera en Samarkanda, hice preguntas tontas: ¿el rápido cuesta lo mismo? El morochito me miró con cara aburrida y ni me contestó, le había pagado los noventa centavos usuales con una moneda de un peso y me devolvió por toda respuesta a mi estupidez, obviamente, diez centavos.

En el reloj mayor, la sentencia parecía inapelable: 18:25. Sin embargo, claro, el tren no se había movido.

Apuré el paso, con unos bizcochitos en ristre que esperaban acompañar la lectura de Marianillo de Birlibirloque sentado con suerte en los asientos de lata del 'parando en todas'. Lectura que no fue, claro, en medio de la excitación del viaje.

La gente estaba inquieta, no sabía si podía o debía subir o no, si podía entrar al interior de los vagones o no. En los asientos, lujosos para nuestro 'standard', se envaraban caras europeas y poses globalizadas de los suburbios nuestros, santiagueños de Andorra, paraguayos de Irlanda, italianos de Muñiz, ingleses de El Palomar y otros pedigrees de esa laya.

La escena era simpática y me sumé sin esfuerzo a la agitación y a la conversación de circunstancias. Las puertas, los vidrios, los pasillos angostos, los asientos amplios, la abovedada catedral de los techos.

Eran las 18:31 -'ah... eso quiere decir semirápido', pensé de buen humor- y partió con empaque la formación plateada.

La gente empezaba a apiñarse en el descanso entre vagones y había miradas y silencios de estreno. Los ruidos, lo primero que advertí, no eran los habituales. Sobre todo porque apenas había ruidos. Pero algunos había y eran ambivalentes y las señoras se inquietaban, mudas. Más todavía cuando el tren empezó a tomar velocidad, apenas salimos.

Habían vociferado en la inauguración que con el servicios se ahorraban 8 de los 42 minutos que duraba el viaje entre Retiro y Hurlingham.

El tren paraba en Palermo y Chacarita, cargaba todo lo que podía, apiñando a la argentina en espacios a la europea, lo que daba un desatre ecológico.

Pero la emoción del estreno todavía es antídoto. Todavía, pero creo que no por mucho tiempo.

La Paternal, Villa del Parque, Devoto, Sáenz Peña y Santos Lugares, fueron pasando a la velocidad del rayo, sin movimientos, sin barquinazos. La máquina pitaba un extraño e infrecuente bufido, al que habrá que acostumbrarse si uno es peatón, porque no es el habitual, de modo que podría ser lo último en oír el inadvertido.

A Caseros, la primera parada, llegamos con un aterrizaje suave y armonioso.

La gente bajó con cara de europea. En el trayecto veníamos analizando el 'rendimiento' de la formación con un simpático camarada de viaje, que bajó satisfecho en la siguiente, El Palomar.

Hasta que, con un salto grácil, el plateado llegó a Hurlingham. Y ya no siguió. Había terminado su demostración. Dio media vuelta y con cierto donaire fue a parar a una oscura vía muerta, más allá de la estación.

Una marea humana se bajó algo perpleja y con gusto a poco a las 19:05 en el andén de Hurlingham. La performance había sido más que buena. Uno se había ahorrado sus minutillos montado en el extratiempo portugués. Pero pronto las cosas cambiarían, Ovidio mediante. Porque los europeos transitorios no estaban para bajar en medio de nada y estaban para seguir viaje, con lo que habrían de metamorfosearse bruscamente, hasta entrar de pronto en sus viejas pieles de vecinos corrientes de José C. Paz, de Morris, de Mariló.

Sin embargo, ahora, eran sólo abandonados y anhelantes, en un andén desconocido de un lugar no hollado por sus pies, sin lugar adonde ir ni en qué ir.

El caso es que al rato llegó el 'parando en todas', el mismo que había partido de Retiro minutos antes que el portugués, con andar cansino y traqueteante, pero ya a esta altura ahito de nativos, desbordante.

Claro que la tropa europeizante trató con empeño de asaltar el habitual 'parando en todas', como hijos pródigos que imploran la misericordia de su padre.

Pero, nada. Desde los pescantes abarrotados de espaldas indiferentes, voces mudas e inmóviles les susurraban con tonadas aborígenes: No os conozco.

Y así, los minutos ganados con la Flecha de Plata se escurrían entre los dedos como arena. Y la humillación que ya era grande se volvía inmensa. Y apenas quedaban migajas de aquel contento y placer de haber llegado hasta allí en alas de un Pegaso ahora esfumado y socarrón.

Apenas el siguiente tren fue potable.

Hice las dos estaciones que me separaban de mis lares con una sonrisa que no se me borraba de la cara desde que al bajar en Hurlingham me di cuenta del gazapo fenomenal de los aprendices de brujos que maniobraban la velocidad como quien busca la piedra filosofal (sin ser Harry Potter, claro...)

De espléndido humor, en silencio, embutiéndome en la oscuridad que florece apenas se sale de William Morris, en ramalazos como de profecía me desfilaron por el magín los Dones del Espíritu Santo como base para un programa de gobierno, algunos versos, las infinitas cantidades de boberas pías e impías que se empezaban a oír sobre el seis de junio del 2006, y más ideas acerca de la dificultad práctica aparente -que no teórica- de enroscar una tuerca en un tornillo, y
cosas así.

A las 19:36, hacía pie en el pueblo.

Había viajado en dos trenes y había viajado a la vez por varios tiempos, por varias situaciones y por varias dimensiones.

Tiempo no gané.

Pero la jornada, a pura ganacia, era mía.