jueves, 6 de julio de 2006

Tras su manto de neblina

Varias cosas conspiran para que tenga uno que hablar un poco de sexo.

Hablemos, pues. Un poco al menos.

Hay algo que siempre impresiona: la falta de seriedad con que se habla y se piensa acerca de estas cuestiones. No se trata de la cantidad de asuntos que se discuten o ventilan. Es la calidad, la densidad.

Parecería que algo de la propia pasión llega a ser obnubilante, no solamente en la pulsión genital o afectiva. Parece que la obnubilación llega en particular al razonamiento, en frío; y más aún: a la intuición de los signos, a la comprensión.

Tal vez esté muy equivocado, pero creo realmente que detrás de la cuestión sexual -no de la cuestión matrimonial o del amor en general-, sino específicamente de la cuestión sexual hay asuntos de gran calado que tienen a la propia actividad sexual como signo, como símbolo.

Creo realmente que el sexo representa en el ámbito de lo humano una dimensión teológica, más bien diría 'divinal', sin la cual el asunto no tiene más interés profundo real que el bonsai.

Un consideración liviana, o romanticona, o biológica, o psicológica, o cultural, o lo que fuere, creo que apenas camina por el costado del asunto, cuando no afuera.

Y no estoy diciendo que el aspecto 'divinal' del sexo tenga que resolverse en una 'sublimación'. Como si dijéramos que si hay que hablar de 'eso', mejor pensar en otra cosa o usar palabras teológicas o elevadas o líricas, que oculten el mundo pringoso de la materialidad.

No. Y no de ningún modo.

Estoy diciendo que el sexo mismo -y el mundo genital, afectivo, emocional del que es parte- es una realidad que o se entiende plenamente con su calidad simbólica, o no se entiende en absoluto.

Aquella cuestión en la que los hombres nos asociamos a la puesta en existencia de un ser vivo, inteligente, espiritual, me resulta bastante más significativa que el análisis de gametos o que las 'comprensiones' sentimentales.

Todo asunto humano que suponga la sexualidad humana tiene una altura tal que exige una mirada que trasciende incluso aspectos habitualmente considerados muy importantes y por supuesto más importantes que el propio sexo.

Lo que se manipula cuando se manipula lo relativo al sexo -y manipular es tratarlo mal en un sentido o en otro- es de una densidad, de una gravedad tal que es difícil encontrar cuestión humana de esa naturaleza.

Me parece triste -y a veces miserable- que se esquive el valor superlativo que el sexo y la actividad sexual, especialmente, tienen como símbolo de la fecundidad de lo divino, más allá de confusas referencias pseudomísticas, como baños de palabras prestigiosas y frívolamente endilgadas. Hablo especialmente del lenguaje común, de lo que habitualmente se oye. No de si en tal documento, en aquella exégesis de los Padres, en ese otro capítulo de san Agustín o en aquella otra cuestión de la Summa. Porque, al fin de cuentas, la presencia de tales fuentes en lo que habitualmente se oye al respecto, o es nula o es de un efecto inversamente proporcional a su luminosidad e intrínseca potencia.

Morales rigoristas y estultas, moralinas edulcoradas y no menos estultas, se las han venido arreglando de lo más bien para hacer del sexo o una cosa tan evitable como una pesadilla o una cosa tan aromada como una florcita artificial.

Con la excusa torpe de no meternos a adivinar lo divino, hacemos de lo sexual una marmita en la que podemos cocer cualquier brebaje. Y es curioso que, simétricamente, los conservadorismos y los progresismos tengan la tendencia de salirse del camino, con tal de no toparse con el asunto. Unos poniéndole mantos ambiguos tanto como los otros, mantos que parecerían recubrir el fruto del árbol aquel, poderoso y prohibido.

Algún día habremos de repasar otra vez lo que las Escrituras Sagradas dicen al respecto. Tal vez veamos entonces de qué hablan cuando hablan de sexo y qué quieren decir.