lunes, 14 de agosto de 2006

Odi et amo

Tiene más bien toda su gracia en ser un asunto particular. Porque, como doctrina, no es novedoso. Pero igual sirve para tomar de ello alguna universalidad, que es el lindo modo como la poesía busca ver las cosas.

Está el rápido de las 18:27.

Me lo han oído tantas veces: los vagones portugueses me gustan, la English que los tira en la Flecha de Plata, también.

Pero el servicio es definitivamente deficiente. No hay vuelta: así como está, esta encarnación desdichada de todas esas cosas es nefasta.

Entonces.

Hay que dejar lo amado para no odiarlo y para no odiar cosas mejores y mayores que en lo amado se significan y se cifran.

Claro.

En la bonita estación de Hurlingham pensaba que es un caso al que puede aplicarse la doctrina. Allí, arrojado, desalado, desolado, pensaba cuántas cosas pueden pasar por ese mismo tamiz.

Al final, es así como pasa con otras cosas. Los vagones son lindos y buenos, la máquina también. El servicio rápido es un buen 'concepto'. Hurlingham es, como dije, una estación agradable. Y, más arriba todavía, me gusta Portugal y me gustan mucho los trenes.

Pero.

Juntamos todas estas cosas en una situación determinada y chueca y mal parida y acaece el desastre. Y la 'forma' que toman estas cosas -que por separado resultan apetecibles y podrían serlo más todas juntas en armónico conjunto-, se vuelve tan ácida y tan intragable que contamina a cada cosa en sí y las vuelve indeseables a todas ellas.

Antes de que Portugal se vuelva insípido y enemigo, antes de que el tren se vuelva una infame oruga malévola, antes de que Hurlingham sea el nombre del infierno en la tierra, antes de que el propio amor a las mismas cosas -todas juntas en su realidad de hecho (un bonito tren portugués, rápido hasta Hurlingham)- se pudra en fastidio y en amargura, y en rezongo y en desprecio: hay que abandonar el rápido de las 18:27, hay que dejar a un lado del camino esta realidad contingente que llamé la Flecha de Plata.

Podría aplicar esto mismo a tantas otras cosas de la vida, tan importantes como esto, y más si acaso. Pero por ahora no me deja hacerlo la conmoción de la resolución que tomé: no odiaré lo que amo. Mejor será que mi amor se purifique en la ablación sensible y espiritual y que la oblación lo purifique.

Estaré viendo ahora su cara más desangelada, su miseria, su falibilidad. Sí. Claro. No serviría negarla: este tren así no vale y no sirve. Pero no es en esa combinación infeliz, en la que han caído todas estas cosas, donde están clavados los cimientos de mis amores.

No tengo que rescatar mi amor por esas cosas. Por noble que pudiera ser. No es eso. Aunque hasta podría mirar mi amor por semejante esperpento y llegar a odiar incluso el amarlo, porque no es amable, así.

Lo que vale la pena es lo que son y lo que valen. Y amo lo que estas cosas son y lo que representan. Y no amo lo mal que se las puede combinar.

A alguno, mi declaración podría resultarle extravagante. Y estaré de acuerdo con el que me tache de exagerado. Como habrá quien piense que huele a ironía todo esto. Allá él.

Pero no se apuren tanto: no hay cosas sin sentido ni amores pequeños.