sábado, 9 de septiembre de 2006

Escorial

No me acuerdo ahora bien por dónde vinieron a dar a mí colecciones de revistas-libros de varias partes del mundo. La mayoría del siglo pasado y de los años que van de 1920 a 1960, más o menos. Son un viaje en el tiempo.

La última de estas apariciones fueron unos números de Escorial, una revista de cultura y letras, hecha en Madrid. Son entregas mensuales de unas 150 páginas cada una, y apenas tengo los de entre diciembre de 1942 y agosto de 1943. Se parece un poco a la nuestra Sol y Luna, de la misma época. Hay que andarse con cuidado, porque el papel se amarillea, cristaliza casi y se aja de minuto en minuto. Además, hay que leerla despacio y varias veces. Algunos asuntos interesan más que otros y no está exenta de guiños ideológicos. Pero hay cosas de toda suerte allí. Y algunas me parecen buenas. Por suerte, hay bastante poesía. Y hay bastante poesía buena.

Como algunos artículos sugerentes. Uno, por ejemplo, un 'clásico' de Martin Heidegger -en el número de febrero de 1943 (su publicación original es de 1936, en la revista Das Innere Reich)-, en el que intenta rastrear la esencia de la poesía a través de la obra de Hölderlin, tomando para ello cinco frases o proposiciones del clásico-romántico que murió loco, como temas o capítulos de su ensayo.(*)

Me interesó particularmente la segunda 'idea' que toma del esbozo de un poema de Hölderlin, acerca de quién es el hombre, de alrededor de 1800:
Pero en chozas habita el hombre y se envuelve en púdicas vestiduras, pues cuanto más íntimo es tanto más cuidadoso también, y en preservar el espíritu, como la sacerdotisa la celeste llama, consiste su inteligencia. Y por esto, el libre albedrío y el alto poder de ordenar y cumplir le han sido dados a él, el semejante a los dioses, y por eso también el más peligroso de todos los bienes, el lenguaje, le fue dado al hombre para que, creando, destruyendo y desapareciendo y retornando a la que vive eternamente, a la Maestra y Madre, atestigüe lo que es, al haber aprendido y heredado de ella lo más divino que posee: el amor que conserva el Universo.
Parece claro que es tan arduo y oscuro el texto de uno como el del otro. En otra proposición, comenta Heidegger un verso bastante abismal del poema Andenken (Conmemoración):
Lo que permanece, los poetas lo fundan.
Claro. No son éstos los tiempos que uno querría para detenerse en cosas así. Apenas si hay tiempo para la consigna un poco impaciente.

No le hace: ya que hay tanto que viajar por el espacio por estos días, un poco de viaje en el tiempo, parece que no, pero descansa.

Así que, sigamos.

Y si es en verso, mejor.

Entre los poemas que pude ver, están, por ejemplo, estos fragmentos de un Salmo de la nieve, de Luis Felipe Vivanco, de junio de 1943:
Confirmando la voz de mi pobreza,
como un niño que empieza
a reclinar su llanto en la memoria,
la nieve es el silencio y es el nido
donde Dios ha querido
descansar levemente de su gloria.
......

A la orilla del alma veladora,
lenta nieve cantora
de una canción tristísima de cuna.
Persevera la noche en su reposos,
queda el mar más hermoso
si adormece sus olas, una a una.
......

Ayer, mi corazón era tan puro
sobre su azar seguro
que no pudo soñarse más humano,
y hoy, que una misma ausencia le enriquece
y enturbia, permanece
disciplinando su verdad en vano.

Ayer estaba erguido, y parecía
feliz, y no quería
otra dicha menor que su esperanza,
y hoy, quebrado su esfuerzo por ganarse,
se obstina en alejarse
sin bendecir el límite que alcanza.
También este soneto extraño que Agustín de Foxá compuso en Helsinki, el 20 de septiembre de 1941, y que apareció en el número de marzo de 1943:
Ainó

Ainó la esquiadora desnuda por los mares
que el hielo inmoviliza; pastora de los renos,
mendiga de las nieves que has cubierto tus senos
con la piel plateada de los zorros polares.
Para alegrar con fuegos tus tedios invernales
los lapones quemaron sus trineos mejores.
Vistes los esqueletos de los exploradores
en las noches llameantes de auroras boreales.
Virgen del Polo Norte, donde es cristal el suelo,
que oístes ladrar las focas en sus helados bancos,
el sol de media noche doró tu cabellera.
Hay que amarte de prisa, antes de tu deshielo,
antes que a tu flotilla de icebergs y osos blancos
hunda, con su torpedo de flor, la primavera.
De un poeta que no conocía, Diego Navarro, hay varios sonetos; pero me quedo ahora con uno espléndido, de entre los que publican en diciembre de 1942:
La muchacha morena

Más que en flor, casi en ruego: en nada pura
marcha la voz, callando, a la deriva;
filo de aconteceres, sombra viva,
ancla el aire que muele lo que jura.
Persevera la dalia a calentura
morena, loca, breve y pensativa;
queda, jugando, en ébano cautiva
la voz que en mármol su frialdad apura.
Ya si jazmín moreno, y bien moreno,
acanto borda el gesto por dejarte
limpia de sol, manchada de alegría.
Y rubio de aire se marchita lleno
de esta olorosa plenitud sin arte
que antes de ti ni estaba ni vivía.
Y también con una de otras décimas suyas:
Baile de pañuelos

El color de tu pañuelo,
casi rosa, casi miel,
casi mejor que clavel,
¿dónde quema, casi cielo?
¿Dónde con dulce revuelo
el baile borda el primor
de tu gracia y de tu amor
sobre la luz de tu falda?
Sustenta un sol en la espalda
Castilla de arte mayor.
Más difícil se hace elegir alguno de los sonetos de José García Nieto que aparecen en el número de mayo de 1943, pero me quedo con el primero de los tres:
Emplazado a quietud estaba el vuelo;
a silencio la voz, y el alma a olvido.
Herido estoy de amor y no vencido;
ni habito el aire ni evidencio el suelo.
Ni tu palabra invade mi desvelo
ni en tu ausencia se crece mi descuido,
se alza a mi lado el pálpito del nido
sobre la sangre inédita del celo.
¡Qué mal guerrero fui de tu impaciencia!
¡Qué mal abril del agua renovada
que te encontró hecha junco en la ribera!
Luché sin triunfo en lid de adolescencia
con un dolor antiguo en la mirada
y una ambición novísima en la espera.
En aquel mismo número en el que está el artículo sobre la esencia de la poesía, aparece, entre otros, este soneto de Manuel Machado:
La oración del Huerto

Y ya no pueden más... Mudos, rendidos,
al entrar en el huerto, que destempla
un soplo asolador, Jesús contempla
de pena a sus discípulos dormidos.
Y sólo Él, en la terrible hora
-la deleznable carne estremecida
al borde misterioso de la vida-
sobre la humilde tierra llora y ora.
En un sollozo trágico y sublime
-como candente flor que abre su broche-
el Hijo al Padre el corazón entrega.
Mientras el viento en los olivos gime
callada y negra, al fin, llega la noche.
... Y no es la noche sola lo que llega.


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(*) Hay una traducción del artículo en este sitio.