sábado, 30 de septiembre de 2006

Juventud y pelo negro

Si antes de hablar de Spinetta hubiera leído lo que dice para hoy el libro del Eclesiastés (11, 9-10), en la memoria del gran san Jerónimo, igual habría escrito lo que escribí.
Alégrate, mozo, en tu juventud, ten buen humor en tus años mozos. Vete por donde te lleve el corazón y a gusto de tus ojos; pero a sabiendas de que por todo ello te emplazará Dios a juicio.

Aparta el mal humor de tu pecho y aleja el sufrimiento de tu carne, pero juventud y pelo negro, vanidad.

¿No es muy parecido, acaso? A mí se me hace que sí.


El áspero Jerónimo, el ilirio sencillo, culto, honesto y duro a fuerza de ascesis terrible en los desiertos, en Antioquía, en Belén.

Le tengo admiración inmensa. Me hace gracia que casi todo el mundo crea que este buen hombre -este enorme doctor de la Iglesia, este paladeador y amante de las Sagradas Escrituras- era obispo.

Apenas si era sacerdote -ordenado por el papa san Dámaso- aunque se dice que nunca celebró misa y no estaba sujeto a diócesis alguna.

Mero monje, ni más ni menos. Bastaba para traducir casi toda la Biblia de sus lenguas originales al latín y comentarla.

Es inevitable que la mayoría de las hagiografías tengan cierto tono. De cualquier modo, valen algunas muestras de aquel que dicen que hizo levantar una hospedería junto a Belén, donde vivía en una cueva, para que ya no les faltara posada a san José y a la Virgen.

ver
En sus dos años de actuación pública (revisando las Sagradas Escrituras por encargo de san Dámaso), había causado profunda impresión en Roma por su santidad personal, su ciencia y su honradez, pero precisamente por eso, se había creado antipatías entre los envidiosos, entre los paganos y gentes de mal vivir, a quienes había condenado vigorosamente y también entre las gentes sencillas y de buena voluntad, que se ofendían por las palabras duras, claras y directas del santo y por sus ingeniosos sarcasmos. Cuando hizo un escrito en defensa de la decisión de Blesila, la viuda joven, rica y hermosa que súbitamente renunció al mundo para consagrarse al servicio de Dios, Jerónimo satirizó y criticó despiadadamente a la sociedad pagana y a la vida mundana y, en contraste con la modestia y recato de que Blesila hacía ostentación, atacó a aquellas damas "que se pintan las mejillas con púrpura y los párpados con antimonio; las que se echan tanta cantidad de polvos en la cara, que el rostro, demasiado blanco, deja de ser humano para convertirse en el de un ídolo y, si en un momento de descuido o de debilidad, derraman una lágrima, fabrican con ella y sus afeites, una piedrecilla que rueda sobre sus mejillas pintadas. Son esas mujeres a las que el paso de los años no da la conveniente gravedad del porte, las que cargan en sus cabezas el pelo de otras gentes, las que esmaltan y barnizan su perdida juventud sobre las arrugas de la edad y fingen timideces de doncella en medio del tropel de sus nietos". No se mostró menos áspero en sus críticas a la sociedad cristiana, como puede verse en la carta sobre la virginidad que escribió a Santa Eustoquio, donde ataca con particular fiereza a ciertos elementos del clero. "Todas sus ansiedades se hallan concentradas en sus ropas ... Se les tomaría por novios y no por clérigos; no piensan en otra cosa más que en los nombres de las damas ricas, en el lujo de sus casas y en lo que hacen dentro de ellas". Después de semejante proemio, describe a cierto clérigo en particular, que detesta ayunar, gusta de oler los manjares que va a engullir y usa su lengua en forma bárbara y despiadada. Jerónimo escribió a Santa Marcela en relación con cierto caballero que se suponía, erróneamente, blanco de sus ataques. "Yo me divierto en grande y me río de la fealdad de los gusanos, las lechuzas y los cocodrilos, pero él lo toma todo para sí mismo ... Es necesario darle un consejo: si por lo menos procurase esconder su nariz y mantener quieta su lengua, podría pasar por un hombre bien parecido y sabio".

(...)

Al tratarse de defender el bien y combatir el mal, no tenía el sentido de la moderación. Era fácil que se dejase arrastrar por la cólera o por la indignación, pero también se arrepentía con extraordinaria rapidez de sus exabruptos. Hay una anécdota referente a cierta ocasión en la que el Papa Sixto V contemplaba una pintura donde aparecía el santo cuando se golpeaba el pecho con una piedra. "Haces bien en utilizar esa piedra", dijo el Pontífice a la imagen, "porque sin ella, la Iglesia nunca te hubiese canonizado".