miércoles, 27 de septiembre de 2006

Mulier

Hoy, con un poco lluvia de la que se hace rogar en estos tiempos, cantaron a mansalva los primeros pájaros de la primavera, con una felicidad literalmente inaudita. Llovió un poco, sí, no mucho. Pero el día fue feliz.

Buscaba a la tarde una disputa de san Agustín con los donatistas, por una fortísima defensa de la elocuencia que hace allí y que necesitaba para las clases. La encontré pronto y -como tiene que ser- me distraje en otras cosas. Uno de esos diálogos tan zumbones que tiene, lo dedica al Orden, hablando con dos jóvenes discípulos de letras y filosofía, Trigecio y Licencio, cristianos ellos y, por lo que se ve, unos mocosos de lo más despiertos e irreverentes y discutidores.

Santa Mónica anda por ahí, yendo y viniendo, en sus cosas. Los vigila, a su hijo también. Los reta, se mete bastante discretamente en sus cosas, muy señora de la casa.

En el capítulo XI, del primero de los dos libros que tiene el diálogo, santa Mónica que ha estado oyendo sus elucubraciones, interviene al pasar.
En esto entró la madre y nos preguntó qué habíamos adelantado en la cuestión, que también le era conocida. Mandé que se hiciera constar la intervención y la pregunta de ella.

-Pero ¿qué hacéis? -dijo ella-. ¿Acaso me consta de los libros que leéis que las mujeres hayan tomado parte en semejantes discusiones?

-Me importan poco -le dije- los juicios de los soberbios e imperitos, que con igual afán buscan los libros como las congratulaciones y saludos de los hombres. Ellos no miran lo que son, sino cómo visten y el brillo de su pompa y bienestar. Ni indagan en el estudio de las letras de qué cuestión se trata, ni el fin que se pretende con ella, ni las explicaciones que se han dado. Entre ellos no faltan algunos merecedores de aprecio por cierto barniz de humanidad y porque fácilmente entran por las doradas y pintadas puertas al santuario de la filosofía; los estimaron nuestros mayores, cuyos libros, por nuestra lectura, veo que te son conocidos.

Y en estos tiempos, omitiendo otros nombres, es digno de mención, como varón de elocuencia e ingenio, insigne también por los bienes de fortuna y, sobre todo, dotado de un aventajadísimo talento, Teodoro, a quien conoces bien, el cual se esfuerza dignamente para que ni ahora ni después nadie pueda lamentarse con razón del estado de las letras en nuestros días. Pero en el caso de llegar mis libros a las manos de algunos, que al leer mi nombre no digan: pero éste, ¿quién es?, arrojando el códice, sino que o por curiosidad o por amor vehemente al estudio, despreciando la humildad del pórtico, entren adentro, no llevarán a mal verme a mí filosofando contigo ni despreciarán seguramente el nombre de ninguno de éstos, cuyos discursos aquí se interpolan, porqué no sólo son libres-cosa que basta para dedicarse a las artes liberales y aun a la filosofía-, sino de muy elevada posición por su nacimiento. Y por libros de doctísimos autores sabemos que se han dedicado a la filosofía hasta zapateros y otros de profesiones menos estimadas, los cuales brillaron con tanta luz de ingenio y de virtud que,, aun pudiéndolo, no hubieran querido cambiar su posición y suerte por ningún género de nobleza. Y no faltará, créeme, clase de hombres a quienes seguramente agradará más que tú filosofes conmigo que cualquier otro recurso de amenidad o gravedad doctrinal. Porque también las mujeres filosofaron entre los antiguos, y tu filosofía me agrada muchísimo.

Pues para que sepas, madre, este nombre griego de filosofía, en latín vale lo mismo que amor a la sabiduría. Por eso nuestras divinas Letras, que estimas tanto, mandan se evite no a todos los filósofos, sino a los filósofos de este mundo (Col 2, 8). Y que hay otro mundo remotísimo de los sentidos, alcanzado por un número muy reducido de hombres sanos, lo enseña igualmente Cristo, el cual no dice: Mi reino no es del mundo, sino Mi reino no es de este mundo (Jn 18, 36). Quien reprueba indistintamente toda filosofía condena el mismo amor a la sabiduría. Te excluiría, pues, a ti de este escrito si no amases la sabiduría; te admitiría en él aun cuando sólo tibiamente la amases; mucho más al ver que la amas tanto como yo. Ahora bien: como la amas mucho más que a mí mismo, y yo sé cuánto me amas, y has progresado tanto en su amor que ya ni te conmueve ninguna desgracia ni el terror de la muerte, cosa dificilísima aun para los hombres más doctos, y que por confesión de todos constituye la más alta cima de la filosofía; por esta causa yo mismo tengo motivos para ser discípulo de tu escuela.

Aquí ella, acariciante y piadosa, dijo que nunca había yo mentido tanto; y notando yo la extensión de nuestras discusiones que habían de copiarse, y que, por otra parte, había materia para un libro ni quedaban más tabletas de escribir, puse fin a la discusión; así miraba también por el bienestar de mi pecho, porque me había acalorado más de lo justo en la reprensión dirigida a los jóvenes.