miércoles, 4 de octubre de 2006

En olor de santidad

Un día de los buenos fue ayer, de los que tienen tantas tristezas como furor y aire. Son los días del viento: a mí me ponen feliz de la vida. Uno ve cómo la gente camina con cierto malhumor. No entiendo bien por qué, el viento los amilana. El viento -parece- se les hace molesto, como una invasión del espíritu. Y tal vez del Espíritu, que es viento, claro que sí. Raro lo que les pasa por la cara y el gesto.

El caso es que madrugué para ir a tomar mate con un amigo en la ciudad. Con lo poco que me gusta la ciudad, sin embargo, tengo que admitir que esas nubes bajas volando rápidas, corridas por el viento, ahogando edificios altos, y llevando sus cúspides al misterio de lo alto, se me hacen mágicas de toda magia. Mente infantil, será. Estuvo así todo el día. Y yo también.

En el tren, incómodo, tratando de leer parado, me distraje oyendo a unas damas que conversaban medio en guaraní, medio en español de cosas de la casa y de la vida de las gentes. Eran cuatro. La más jovencita, una niña casi, sentada junto a la ventanilla, de contramano, oía sin hablar y miraba a las mayores. Llevaba en una mano un bonito atillo casi humeante de facturas y bizcochitos, mononamente ensamblado. Al rato, y con la otra mano libre, pasaba las paginitas de un catálogo de perfumes y cremas y cosas de afeites. Casi todas cosas para mujeres y de marca. Hasta que pasó unas páginas de cosas para hombres.

Me subió una furia atroz de ver el catálogo. Y esos perfumes en pose, y esas poses perfumadas, frasquitos de ángulos y redondeces de lo más masculinas si era la página de varones, a diferencia de los envases de las curvas y volúmenes femeninos para las mayoritarias páginas para mujeres, de envases como Venus paleolíticas y como damas de Elche, en clave de potes de crema, pero para efluvios más bien estériles.

Y ellas, pensé, se comprarán las cremas y los perfumes y no serán estériles. O tal vez sí, si van -cremas y perfumes más o menos- al centro materno-infantil del barrio, para que un medicucho del tres al cuatro les haga tragar unas pastillitas, para el caso de que los perfumes den resultado en sus hombres...

Una vergüenza me pareció que la creatividad tan refinada y artera y el sofisticado diseño del catálogo, llegara hasta los últimos rincones de un vagón de lata a la madrugada suburbana, en manos paraguayas nobles.

En la página de varones, los perfumes llevaban debajo de la foto del frasquito una leyenda breve, una sola palabra que definía y sentenciaba lo que habría de ocurrir con el usuario: "salvaje", "seguro", "audaz" y así siguiendo la retahila de adornos espirituales que conseguiría el perfumado.

Me hizo gracia, con todo.

De buen humor por el viento y la niebla tragándose el cielo y las terrazas, me puse a inventar un cuento que me dije que tengo que escribir: un científico de perfumes, cerrado bajo doce llaves en un ascéptico laboratorio de un acerado y vidriado edificio corporativo, manipula fragancias para manipular personalidades, descubierto que hubo el modo de excitar las pituitarias y acceder al tramado límbico -el más primitivo de nuestros sentidos: el olfato- y colocar allí sentencias y órdenes sensitivas que empujen la personalidad y los gustos. Se entuasiasma con su magia y se atreve a tejer correspondencias: tal fragancia femenina para tal otra masculina, cruzando azarosamente así los destinos de gentes desconocidas. Y lo que podría seguir a semejante experimento.

Me ocupó el resto del viaje, casi. Las facturas y los bizcochitos (¿habría un chipacito allí?) marchaban a su destino final, algún lugar al que se llega bajando en Palermo.

También yo bajé allí.

Me quedé mirando el cielo, fumando uno de los prohibidísimos cigarros de tabaco, mientras esperaba que cientos de personas se zambulleran en la avenida Santa Fe, bajando las escaleras, arrojándose al viento de la mañana.

Me acordé entonces del patrono del pueblo, de san Francisco de Asís, hoy es su fiesta.

Me acordé de que Chesterton dice por allí, en el libro que le dedica, que los monjes, los cenobitas y ermitaños, tuvieron que irse a la soledad y a la aridez del desierto para desdemonizar la naturaleza y todas las cosas visibles, que el final de aquel glorioso paganismo antiguo había llegado a demonizar de un modo intolerable. Solamente así, dice (y digo yo, más bien, parafraseando y citando de memoria a GK) Chesterton, fue posible que, varios siglos después de semejante ayuno, la mirada de Francisco viera hermanos en el sol, la luna y las estrellas, en el lobo y el cordero, en el cielo y la tierra y en todo lo creado. Hasta en la muerte, la hermana muerte corporal.

Y pensé si acaso no se nos daría otra vuelta de lo mismo. Posible es. Difícil, pienso, porque la historia no es tan circular como eso. Aunque vayamos de camino ahora a ver cosas nuevas, de un modo nuevo (quién sabe cuándo, ni los ángeles saben cuándo...)

Igual, pienso, siquiera un poco de la ascesis del desierto, un poco de la mirada nueva a las cosas no vendría mal, haría bien. A las cuatro damas paraguayas, seguro.

A todos, digo. Y a mí, por cierto.