martes, 26 de diciembre de 2006

Esta cárcel, estos hierros...

La historia comienza hace una semana. O hace más de trescientos años, tal vez.

Según se mire.

Todavía hay una casa, que no conozco, en un pueblito de Parma. Alguna vez lo menté. En ese lugar funcionó la herrería de la familia paterna durante los últimos 3 siglos y allí sigue, hasta donde sé. Y creo en esas cosas.

Mi pasión por las piezas de hierro es conocida por quienes conocen la cueva o han caminado conmigo -viéndome levantar toda suerte de cosas de esa suerte, no importa por dónde-, o simplemente lo saben. Hay quienes -poca gente, en el cuadro de honor- me nutren de preseas, algunas preciosas. Y alguna muy preciada, como si fuera de mi sangre.

Pero nada es poco. Todo es algo. Algunas cosas que me parecen notables tengo y debería hacer una galería de objetos aquí para que pudieran apreciarse, objetos que seguramente en su mayor parte valen sólo para mí.

No será ahora esa exposición. Ahora, solamente, esta historia.

La semana pasada, venía caminando a casa desde la estación. Suelo tomar el camino de los franceses hasta la calle de casa, cruzando después las vías del trencito -que fue el trencito de los franceses hace más de un siglo- por un molinete destruido que es solamente un paso de a pie o para bicicletas, lo más. Antes de cruzar, sobre la avenida sin asfalto y poblada todo a su largo de plátanos como centinelas, enterrado entre las piedras, apretado por la tierra, apenas visible en la superficie, el brillo opaco de uno de esos tornillos de ferrocarril que son parte de mi colección. Y una de mis piezas preferidas.

Mi encanto se hizo mayor que mi cansancio y el calor agotador. Eran pasadas las 6 de la tarde. Hora de llegar, hora del mate bajo los árboles. Hora del parsimonioso y contenido cambio de ropas citadinas por la veste del hombre anónimo. Y feliz de no estar en la ciudad y de no tener que volver.

Había pasado de largo, por encima, pero lo vi y una vez que lo vi me quedé mirándolo, la vista hacia atrás y hacia abajo; apenas di dos o tres pasos y me volví. Venía cargado, encorbatado, ensacado. Avidez, enamoramiento. Dejé sobre la tierra la mochila y me agaché junto al fósil ferroviario. Estaría allí, pensé, tal vez producto del algún relleno de la calle, tal vez por la proximidad a las vías, unos cuantos metros. No había mucho a mano que hiciera de punzón para exhumarlo. Probé con unas piedras puntiagudas. Hice esta misma operación tantas veces...

Nada. La resistencia era, digamos así, férrea. Lo dejé. O no me dejó sacarlo, mejor dicho.

Allí te quedas, chico, me dije sonriente. No importa cuando vuelva, allí te quedas...

Y me fui.

El caso es que volvió a llover a los pocos días. La segunda tormenta grande. Y el viernes a la noche y el sábado casi todo el día, intermitente, otra vez. Al atardecer -ese sábado de vísperas, tiempo indefinido, suspenso...- la tierra ya sudaba una bruma casi niebla, el aire húmedo se puso dorado con algún poco de sol. Los árboles goteaban, estaba fresco. Salí a caminar. Buscaba tabaco para fumar y caminé sin rumbo. Sin proponérmelo, deshice el camino a la estación rumbo al este, por mi calle arriba hasta la avenida de los franceses y de allí apenas más arriba, camino al estanco.

Al cruzar el molinete roto, me acordé del hierro. La tarde estaba espléndida, lagrimeante de lloviznas y sonora por todas partes. Caminé lento hasta el tabaco, con la alegría de tener un propósito de hierro a la vuelta. Y complaciente porque allí estaría al volver a pasar.

Y volví. Por el mismo camino. Por supuesto, fui a buscarlo. Venía pensando -al ver los barriales y las huellas en las calles, y las pozas- que lo encontraría fácil y que la lluvia habría estado haciendo por mí lo que no pude vez pasada.

Así era.

Con apenas rozar la tierra alrededor cedió, se rindió, se entregó manso y obediente. Lo lavé un poco en un charco, como si no fuera ciudad lo que había todo alrededor, como si fuera arroyo o mallín, en medio de nada.

Lo traje jugando en mi mano con los restos de barro fresco que habría de sacarle en casa.

Felicidad.


Goteaba la tarde y se ponía cada vez más brumosa. Oscurecía.

Pensé todo el camino de vuelta en cómo las lágrimas desarraigan a veces cosas tan duras como el hierro clavado en la tierra apretada y seca del corazón endurecido, empecinado, obstinado. Aterrado el corazón, por qué no. Rocoso. No es clavo pequeño el que ahora tengo, por cierto: sus catorce centímetros imponen respeto y desalientan al indiferente o al altanero. Pero hay cosas clavadas en la tierra del alma que seguro pesan más y son de más larga data en el corazón que lo que parecía decir aquella herrumbre haciendo ya casi raíz en medio de la calle.

Hay muchas aplicaciones para el caso, como habrá diversas líneas hermenéuticas, pero mentiría si dijera que se me ocurrieron otras sino éstas que digo. Y pensaba cómo aun cosas tan nobles, como el hierro y la tierra -supuesto que el sitio de aquel hierro no era el abrazo de la tierra-, merecen un lugar mejor. Es que lo tienen, sería mejor decir, y hasta lo esperan, sin que lo sepamos, y quizá se nos revela un día.

Y creía ver cómo las lágrimas hicieron de comadronas para que la tierra librara su tesoro de hierro. Como si la calle y la tierra y la piedra lo hubiera florecido, pensé. También me acordé de aquella convicción romana de que la iustissima tellus espera la societas laboriosa del hombre para parir sus frutos, que no dará si las lágrimas no lloran sobre la tierra y los liberan. Las lágrimas del cielo y las del hombre.

No sé si el lugar que ocupa ahora en mi escritorio es mejor que aquel lecho inexpugnable que solamente la lluvia abrió. Claro que podrán decir -bien que con cierto fatalismo- que su destino existencial era el que venía teniendo cuando lo vi por primera vez. Podrán decir incluso que descansaba en paz, después de una vida trabajada fijando los rieles de este mundo, para que el tren del mundo no se saliera de sus carriles. Pero podrían decir también, por lo mismo, que algo de su destino existencial se cumple una vez en mi mano: fatalismo por fatalismo. Tal vez arcano, misterio de predestinación. Como dirán tal vez que su vida de trabajo termina fatalmente en ornamento, suponiendo que es verdaderamente tal cosa su estancia en mi estancia. Y no lo es del todo, aunque el ornamento en todo el cosmos y en la vida de los hombres es algo y no poco ni vergonzoso ni culpable, mal que pese a los utilitaristas de toda laya.

A mí me luce lozano, ahora. No porque sea ahora de mi propiedad, sino, precisamente, porque parece libre, vivo. Más libre y ciertamente más vivo que una semana atrás. Tal vez porque su relación con el hombre lo vivifica y lo libra, y porque no estaba terminada aún su vocación a lo humano, aquella con la que nació. Podría haber sido una frustración existencial su cárcel de piedra y tierra, a veces barro. Podría serle una ignominia aquel cierto anonimato que ahora no tiene.

Y, siendo así, que hayan sido las lágrimas y la paciencia sus libertadores, que haya sido la lluvia persuasiva la que pudo lo que mi empeño no pudo enteramente, está bien.