viernes, 30 de marzo de 2007

Elegía en la guerra


Barredera de odios, la guerra muele, encala
epitafios en tumbas frescas como los surcos:
pronto habrá la simiente de cuerpos que los preñen
con la semilla roja de la sangre y el fuego;
huesos de los que han sido, falanges de los mártires,
terrones de inocentes y vísceras que aturden
con su grito fulgente de un orgullo indoloro.

La guerra aturde al viento y arpegia resplandores;
como un cante desgarra; y silencia en lo obscuro
con guirnaldas que estallan como un festejo lúgubre,
que liman los capullos y acallan los sonidos
celestes de la noche, y el perfume de salvias
ya no invade en sus hordas pacíficas y abruptas.

La guerra opaca el cielo; de tanto en tanto gime
su silbido de vuelos y metales livianos
por un aire rabioso que espera truenos secos.
Y la guerra se encrespa en la proa del mundo,
en la rompiente horrísona que aroma madrugadas,
mezcla de sal, fuel oil y betún en silencio.

La guerra nunca duerme, vela la luz del día,
entre la niebla helada, los rocíos de gloria.
Y en sus rayos de furia abona polvorientas
las brisas y las sombras tremantes de metralla.

La guerra vence al día, lo aprisiona en el humo,
y hace bestial el beso de la madre que teme,
desespera al amante, enluta cada casa
y tiene los colores de la peste y del hambre
y ese sabor a injusto del pan de los vivientes
y ese sabor a triste de no haber muerto ayer.

Sin embargo, la guerra oye la voz del hombre,
oye el grito del hombre, oye el canto del hombre.

Porque también los hombres nos decimos a veces
cuánto es verdad y cuánto regocija la guerra;
cuánto es verdad el odio o el coraje en los ojos,
en el pecho y las manos, y el ardido coraje
del hombre enamorado abatido en los brazos
de lo que le respira el amor en la boca,
el coraje en la boca y en la boca el amor.

Y cuánto regocijan las llagas, cicatrices
alegres y terribles, tintas de sangre y gozo,
cantadas como novias fragantes de consuelo,
heridas que se abrazan al amor que las lleva.

Y cuánto premia, en gajos de laurel agridulces,
la victoria la frente de los que han combatido.
Y cuánto calla y cómo el silencio en el campo
humeante de silencio, sin ayes, sin murmullos:
el campo y el silencio que mira la victoria,
fijos sus ojos quietos de victoria y silencio.

Y también nos decimos a veces la derrota.

La derrota se yergue o se abate en el mundo.
Y entonces la nombramos o barbecho o arena.
Feroz en la esperanza; o en la mirada, autómata.
Aprieta las mandíbulas, acompasa el latido
y el pulso de otra guerra. O hiede a muerte insulsa.

O la mañana acecha o la noche es señora.

O la derrota vence o la voz se agazapa.
Y haber sido vencidos no nos deja sin aire,
no nos calla; la muerte, vencidos, no nos mata.