jueves, 31 de mayo de 2007

Gone with the wind

Un profesor de historia de la lengua nos explicaba alguna vez en clase la etimología del nombre de Zeus, que según decía -en las rancias raíces indoeuropeas- resultaba una como onomatopeya de la luz, como si dijéramos 'el sonido de la luz'.

Y de ser así, lo bien que está. Después de todo, en tren de poner nombres, hay que tener algo de tino y bastante temor.

Verán lo que puedan rebuscar con este dato al pasar los pescadores de perlas. Me interesa otra cuestión ahora que es lo mismo pero totalmente distinto.

Porque resulta que un grito de terror ambiental dice que se viene una maroma de huracanes atlánticos, en los States, claro...

Me llamó la atención una cosa de nada en este párrafo:
A poco más de una semana para el inicio de la temporada ciclónica en el Atlántico, el director de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica estadounidense (NOAA), el vicealmirante Conrad Lautenbacher, dijo que se espera la formación este año de "13 a 17 tormentas con nombre, con 7 a 10 que se convertirán en huracanes, y tres a cinco huracanes poderosos de categoría 3" ó más en la escala Saffir-Simpson, con un máximo de 5.
Así que "13 a 17 tormentas con nombre..."

¿Tormentas con nombres?

¿Y qué nombres, si se puede saber?

Claro.

¿Cómo no?

Dígame la verdad: si usted fuera huracán y le pusieran nombres porque sí, medio pavos o sin raíz, o por el simple y estúpido expediente ilustrado del límpido y ascéptico orden alfabético, y, repito, usted fuera todo un señor huracán, toda una señora tormenta, dígame de veras, ¿no se pondría loco de furioso?

miércoles, 30 de mayo de 2007

Uno es lo que es

Por ejemplo.

Los que no lo conocen a uno, tal vez no crean que ese tipo es uno.

Los que lo conocen -o creen conocerlo a uno-, tal vez no lo puedan creer.

Tanto da.

Si yo fuera este buen hombre, lo sería, aspectos aparte.

Y si no lo fuera, no lo sería. Y listo.

Como una bitácora, digamos. Es lo que es, aspectos aparte.

De modo que: a no ilusionarse, a no desilusionarse...

domingo, 27 de mayo de 2007

Buenos muchachos (pero, de veras...)

Eran dos hombres ya mayores. Tal vez 60 años. Criollos, provincianos del este. Quizá correntinos, entrerrianos. Obreros de fábrica.

Alcancé la última Flecha de Plata en Retiro y me bajé en El Palomar. Empalmé el siguiente con displicencia: era jueves y feriado el viernes. Se podía.

Subieron en Hurlingham, fin del turno. Fin del día y la semana.

Tallados a golpes de trabajo los dos. Tallados a fuerza de turnos y de silbatos de fábrica. Tallados, no hechos.

Como si Dios hubiera dicho: Tallemos al hombre...

El tren -un modelo popular esta vez, con el concepto gorila de lo popular: asientos de lata, sin puertas; en eso el socialismo y el capitalismo se ponen de acuerdo-, abarrotado de gentes parecidas. Gentes casi parecidas a como las que le oí a Eduardo Aliverti, hace un par de sábados, en su comentario oportuno -e ...ista-, cuando los líos en la estación de Constitución: "...viajan como la mierda para ir a trabajos de mierda en los que les pagan mierda..."

Casi parecidas. Nada más que casi. Claro. ¿Y qué iba a decir?
- ¿Trabajás mañana?, dijo el más alto, pelo oscuro, cara de chino (chinazo, decimos por acá), cara de chico pícaro, buen jugador de truco.
- No, dijo el más bajo, pelo entrecano, cara despejada, curtida, saboreando una pastilla como si gustara un vino.
- Pero, hay turnos mañana...., aclaró el chinazo.
- Sí, ya sé, dijo el degustador. Pero, ¿pa' qué? Tanto laburar al pedo... Total: más tenés, más gastás... No, mañana nos vamos a Florencio Varela.
- ¿¡Varela!?, ¿tan lejos?, se asombró el chinazo.

(Lejos, pensaba yo, ¿lejos? Claro, pensaba, estoy junto a los que no hacen kilómetros de cola para salir de Buenos Aires y entrar a la costa o para salir de la costa y entrar a Buenos Aires..., a estos no los alcanzó la miel turística de Scioli...)

- Unos parientes voy a ver, hay que salir un poco. Me voy con la vieja, se relamía el descanso y el asado el degustador.

Total: más tenés, más gastás...

Claro.

Ahí está toda la ley y los profetas. Desde la teoría de la Fiesta de Pieper, hasta los consejos de la virgen roja, Simone Weil, sobre los trabajos y los ocios de los obreros. Es la DSI sin libros ni encíclicas de un criollo cualquiera.

Seguro que, agazapados, un par de suficientes sabedores estarán rumiando: Qué bien le vendrían al degustador de Varela unas suculentas clases de plusvalía y de capitalismo, de cultura calvinista y revolución del proletario.

A mí, en cambio, se me hace que este tipo no debe escuchar radio los sábados a la mañana, ni debe oír a Longobardi en Radio10, durante la semana.

Mejor.

¿Cómo le habrá ido en Varela?

Bien, muy bien. Seguro.

Buenos muchachos

Veamos.

La cuestión tiene tantos lados como uno quiera; hay que ver de ser un poco creativos, nada más. Tanto como someterse un poco al encarajinado tramado del mundo en su versión mediatizada.

Por ejemplo.

Se podría tomar la homilía del Te Deum del último 25 de mayo y -ya que de política hay que hablar- hacer un análisis teofilosófico-político acerca del origen del poder. O del significado de la voz 'democracia', con más una exégesis de la polisemia del término y las doctrinas al respecto. Es una posibilidad.

Se podría tomar el comentario que el azote de Bergoglio hace del Te Deum y tratar de ver, en sucesivas y varias lecturas, qué le molesta más -como por capas de cebolla, digamos-: yendo de las borlas del cardenal hasta la propia Iglesia, yendo de la caída de occidente hasta las profecías del profeta Daniel, arrancando por la ley natural y pasando por la oscuridad de los jesuítas y la Guardia de Hierro, hasta llegar a la Trilateral Comission y sus antecedentes en la Asamblea del año XIII y los ángeles de las naciones. Es otra variante.

Pero, si no me lo toman a mal, no es tan difícil. Mediatizar es facilongo. Se me da que periodismo hace más o menos cualquiera. Especialmente periodismo de investigación, por llamarlo así.

Por ejemplo.

Supongamos que yo encuentro un libro publicado por el comodoro Juan José Güiraldes, el cadete Güiraldes, en 1979, dedicado a El poder aéreo de los argentinos y editado por el Círculo de la Fuerza Aérea. Supongamos que en los agradecimientos, el autor entre otras cosas dijera: "Este libro no podría haber llegado a las prensa sin el permanente aliento y la eficaz colaboración de Horacio Verbitsky". Supongamos que yo supiera que hubo en la Fuerza Aérea de aquellos años unos cuantos nacionalistas católicos y otros cuantos socios del Opus Dei. Entonces, ya tengo los ingredientes. Así que ahora supongamos que yo dijera que hubo una alianza -en medio del llamado Proceso de Reorganización Nacional- entre la Fuerza Aérea, los montoneros, el Opus Dei y nacionalistas católicos y que un periodista fue el representante montonero en esa alianza, creada para oponerse a la pretensión de hegemonía del almirante Massera, que quería transformarse en el heredero de Perón, de la mano de la 'pidue' y del ala centroizquierda del petróleo libio (agreguemos, como quien no quiere la cosa, unos detalles orientales y masónicos que eso siempre suena bastante impresionante...)

Digo, un suponer...

Por eso. Podría ser que alguno se jugara la vida por decir cosas así. Pero, también es cierto, que uno puede darse el gusto de hacer periodismo con poca plata, algunos datos, bastante creatividad y un poco de inquina -a sueldo o gratis- más unas ganas de hacerle la vida difícil a alguien.

¿Usted, mi amigo, quiere saber si todo esto tiene alguna importancia?

Y, sí. No necesariamente la que suponen los 'actores' del asunto, que vaya uno a saber qué marmita llena de oro creerán que está en juego al final del arco iris. Pero alguna importancia tiene, más allá de la que los estrategas -purpurados o cagatintas- creen que tiene.

Ahora bien.

¿Le gustó la homilía?
Y, más o menos...
Y de Bergoglio, ¿qué piensa?
Y, más o menos...
Y el azote de Bergoglio, ¿qué le parece?
Y, más o menos...
Y del periodismo de investigación, ¿qué opina?
Ah..., eso sí que está bueno.

viernes, 25 de mayo de 2007

La patria en oda

Borges publicó en El otro, el mismo una Oda escrita en 1966.

Así nomás. Sin más título que eso.

Un fragmento me lo mandaron hoy como tarjeta de saludo por el día de la patria. Curiosa cosa.

El libro aparece en muchos lados como publicado en 1964, y en otros pocos en 1969. Algunos dicen que la recopilación algo anárquica del libro abarca poemas de los años que van de 1930 a 1967. Un 'misterio' (probablemente aparente) bien a la altura de Borges. No tiene mayor importancia.

La Oda me gusta. Las cosas que dice, sin embargo, parece que podrían entenderse cínicamente. Como si dijera: 'la Patria no es nadie -ni nada, ya que estamos, ni sus héroes, ni sus cosas, ni sus símbolos siquiera-, no exageremos; pero nosotros, lo mismo y de todas maneras, tenemos un deber, una especie de imperativo de razones laterales y fundamentos evanescentes. Y hay que cumplir con ello como si un fuego de amor nos quemara'. Como discurso de candidato u homilía de pretre frívolo.

Ni tan peludo, ni tan pelado, Georgie.

La Oda suena bien, y dice algunas cosas que reputo buenas y otras que parecen el gesto avergonzado de sacarse la caspa del hombro.

Son, tal vez y con todo, el eco especular, invertido y deformado de los gritos patrioteros, de los gritos de aquellos que siempre le gritan a la novia, sobre todo cuando le susurran a los gritos que la quieren, con más fervor en las cosas delicadas que delicadeza.

En fin, aquí está la Oda.
Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete
que, alto en el alba de una plaza desierta,
rige un corcel de bronce por el tiempo,
ni los otros que miran desde el mármol,
ni los que prodigaron su bélica ceniza
por los campos de América
o dejaron un verso o una hazaña
o la memoria de una vida cabal
en el justo ejercicio de los días.
Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.
Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo
cargado de batallas, de espadas y de éxodos
y de la lenta población de regiones
que lindan con la aurora y el ocaso,
y de rostros que van envejeciendo
en los espejos que se empañan
y de sufridas agonías anónimas
que duran hasta el alba
y de la telaraña de la lluvia
sobre negros jardines.

La patria, amigos, es un acto perpetuo
como el perpetuo mundo. (Si el Eterno
Espectador dejara de soñarnos
un solo instante, nos fulminaría,
blanco y brusco relámpago, Su olvido.)
Nadie es la patria, pero todos debemos
ser dignos del antiguo juramento
que prestaron aquellos caballeros
de ser lo que ignoraban, argentinos,
de ser lo que serían por el hecho
de haber jurado en esa vieja casa.
Somos el porvenir de esos varones,
la justificación de aquellos muertos;
nuestro deber es la gloriosa carga
que a nuestra sombra legan esas sombras
que debemos salvar.
Nadie es la patria, pero todos lo somos.
Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
ese límpido fuego misterioso.

jueves, 24 de mayo de 2007

Meridianos paralelos

Me hablaron de este artículo en una conversación de viaje en tren.

Lo busqué, lo leí (ay, los traductores...: mejor, en italiano, repito...)

Me hizo acordar mucho al reportaje ruidoso que le hicieron a Néstor Corona en octubre del año pasado.

Sugerente.

Claro que...

¿Quién soy yo para decirle al cardenal Camillo Ruini que tengo unas preguntitas que hacerle...?

miércoles, 23 de mayo de 2007

Laetare

No tengo mucho tiempo ahora, pero me gustaría tener.

No más que un par de noticias, apenas, y la cabeza empieza a darle vueltas a toda clase de chascarrillos y zapatetas.

Porque lo primero que se me viene a la cabeza es la broma, la guasa. Y no es que los asuntos no signifiquen cosas serias y muy serias. Lo que pasa es que, no hay caso, lo veo y me pongo a reír. Será liviandad, pero si es liviandad es de una suerte tal que deja afuera -y en ropas de guerra- lo que las cosas tienen de más hondo. En la superficie me son una coreografía grotesca, y no puedo evitar verlo así.

Oír a Hugo Chávez levantar el dedito contra Benedicto XVI para retarlo por lo que dijo en Aparecida el 13 de mayo pasado acerca de la 'colonización' de América. Oír incluso a Benedicto XVI contestarle a Hugo Chávez y hacer algunas de las salvedades que hace. Leer que los españoles hodiernos piensan que Juan Carlos de Borbón es el español de la historia (con más los retazos de personajes de la historia listados sucesivamente para abajo que trae la encuesta... y con los que no se mencionan para nada, además); y recordar que otros han dicho que en EE. UU. Juan Carlos fue Reagan y en Francia fue de Gaulle y en Alemania fue Adenauer y....y...y en Portugal, con el canónico escozor, fue Oliveira...

Miren.

Tengo poco tiempo ahora y me gustaría tener más.

Claro que no sé si tanto.

Pero si tuviera que hacerme un poco de tiempo, creo que lo dedicaría nada más que a decir por qué me río.

domingo, 20 de mayo de 2007

Iconoclasia

Se entiende perfectamente. Siempre lo mismo. Cosas de la pasión crítica.

Cosas de los maestros de la sospecha.

No me quejo. Digo, nomás.

El asunto es que si se van cumpliendo 100 años del nacimiento de Hergé, hay que hacerle un homenaje a Tintín.

Muy bien.

Se lo merece.

Lo que pasa es que hay tipos que no pueden hacerle un homenaje a los Reyes Magos, sin decir la piolada de que, en realidad, los reyes son los padres.

Hay que ser papanatas...

sábado, 19 de mayo de 2007

Sobre la causa 'cristiana' del Anticristo (X)

Hay que hacer una recapitulación de aquello que dio origen a esta serie. Fue en ocasión de un capítulo -el segundo- del ensayo El fin del tiempo, de Josef Pieper. En particular, lo que específicamente movió a estas reflexiones es la tesis de Immanuel Kant acerca de cómo y en qué sentido los cristianos son o serán vistos como los promotores del Anticristo y, en una visión escatológica particular, cómo con su conducta provocan la catástrofe final.

Las obras que enhebran estas consideraciones en Kant son las que dedicó a estos temas –en clave tanto política como teológica- en los últimos años de su vida. Además del intrincado ensayo breve sobre El fin de todas las cosas en el que postula esta idea, la visión escatológica de Kant hay que rastrearla en trabajos como Idea para una historia universal en la visión burguesa del mundo, Victoria del principio bueno sobre el malo y fundación del reino de Dios sobre la tierra, Si el género humano está en un constante progreso hacia algo mejor, La paz perpetua.

Concretamente, y en lo que se refiere al objeto de estas reflexiones, esa visión escatológica postula -tanto en Victoria del principio bueno sobre el malo y fundación del reino de Dios sobre la tierra, como en El fin de todas las cosas- que los cristianos no se adecuan a los tiempos y al sentido de la historia y en razón de ello mismo provocan la crueldad final de una religiosidad no racional y por lo mismo nefasta, que será lo anticrístico de un cristianismo que se niegue a cumplir no solamente su papel histórico sino lo que Kant entiende es su verdadera naturaleza.

Algunos elementos más a tener en cuenta son –tal como bien lo señala Pieper- la resistencia ilustrada a concebir que una verdad –racional o incluso religiosa, más allá de lo puramente moral- pueda ser rechazada universalmente, tanto como el escándalo a concebir un fin catastrófico intrahistórico como datum. Lo mismo podría decirse, para el caso de Kant, respecto de la entidad que podría concedérsele a un fin extrahistórico de cualquier género, más allá de concebirlo como una especie de enigmática transposición de los tiempos y de un estado feliz de la humanidad en ese ‘momento’, con la figura del carro de Elías como emblema.

Ciertamente que hay que admitir que la mención de un fin catastrófico intrahistórico tiene por fuerza que ser inquietante a primera vista, más allá de que se conciba que el fin del tiempo es extrahistórico, como lo ha sido su comienzo. El mismo carácter catastrófico de dicho fin es materia de distinciones de toda clase, en particular respecto de aquellas cosas que habrán de ocurrir. Está claro que, en materia de catástrofes, en las profecías se asocian males de índole en principio bien diversa, como que se enumeran terremotos, conmociones astronómicas, guerras, plagas, pero también confusiones gravísimas, perversiones, persecuciones y apostasías.

ver


Ahora bien, a partir de allí hay que apuntar un hecho algo curioso. Por lo que ha sido profetizado se entiende precisamente que antes del fin habrá una gran apostasía y persecución. Así está dicho por Jesús y profetizado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Otro tanto, como se dijo, respecto de cataclismo y redomas de males.

Parece entenderse entonces que la acción del demonio en el mundo en algún sentido mueve la historia hacia su final, toda vez que se entiende habitualmente que el fin de las iniquidades -Anticristo incluido- llega con la irrupción abrupta -como un rayo en el cielo- de Cristo que vuelve y de ese modo termina no solamente el reinado breve del Anticristo, sino la acción del mal en la historia, tanto como la historia misma, para pasar a un nuevo estado de todas las cosas: cielos nuevos y tierras nuevas. Así queda dicho en las Sagradas Escrituras, por el propio Jesús, y en todos los pasajes que se refieren específicamente a aquellos días que vendrán, desde el profeta Daniel hasta el Apocalipsis de san Juan.

De modo que parece entenderse así que hay un proceso de degradación y de abyección que causa el fin, pues se entiende que el fin es el acabamiento de ese proceso de degradación de la creación. Incluso, en esta misma línea, se asocia el crecimiento de la maldad en el mundo con las catástrofes naturales, entendiéndolas y viéndolas como reverbero cósmico de esa misma maldad espiritual, tanto humana como angélica; no sólo porque esas catástrofes pudieran ser parte de la degradación, sino incluso porque pueden ser consideradas como secuelas o efectos, cuando no castigo.
Esto forma parte de la afirmación de la profecía revelada acerca del fin: que si bien la transposición no pueda ser introducida por fuerzas intrahistóricas, no deja de estar en relación con el curso intrahistórico; que el proceso histórico avanza por sí mismo hacia su fin y que, por así decirlo provoca esa transposición, no ciertamente como un effectus, sino como una salvación. La profecía del fin parece afirmar que la tensión, por la que la historia se ha puesto en marcha y con la que se funde de raíz, experimentará al final una agudización extrema; que según ello el fin del tiempo posee un carácter absolutamente catastrófico, tanto en un plano interior como en el exterior, y que la historia en su final desemboca en una especie de liberación que llega de fuera (aunque realmente no llega "de fuera", sino del fundamento ontológico más íntimo de la creación, que desde luego es un fundamento ontológico que trasciende en absoluto a esa creación. (Pieper, II, 71, 72)
Sin embargo, es verdad también que el cuadro espantable de los días que anteceden a la Segunda Venida de Jesucristo es profetizado como signo del fin, no necesariamente como causa: Cuando veáis que ocurren estas cosas, alegraos...

Esto que ha de pasar por el fuego, con todo, ya fue purificado por el agua en el 'tipo' o figura anterior de fin que es el Diluvio, que también es figura del agua del bautismo. Por lo mismo, también hay que entender que esa sucesión de agua y fuego es una sucesión de signos acerca de otros signos particulares como son los sacramentos, además de ser ellos mismos signos de las teofanías (Mt. 24, 37-39).

Con todo, no hay que olvidar que una versión menos recurrida de los hechos por venir sostiene que, completado el número de los elegidos, vendrá el fin. Lo cual signa el tiempo de otro modo y le pone otro reloj a la historia.

En estos mismos términos puede entenderse la 'alusión' a la higuera que reverdece, puesta en la semana anterior a su Pasión por el mismo Cristo, como uno de los signos del fin. [Mc. 11, 12-14; 20-26; 13, 1-37; Mt. 21, 18-22; Mc. 13 28-32; Mt. 24, 32-33, Lc. 21, 29-31, en la parábola de la higuera brotada.]

Hay en los textos que siguen, y en sus contextos, rastros de esta otra visión:

Esto será el comienzo de los dolores de alumbramiento. (Mc. 13, 8)
Pero todo esto será el comienzo de los dolores de alumbramiento. (Mt. 24, 8)
Misión de Jesús: Jn. 16-17 (Alusión al gozo de la parturienta 16, 20-22)
Pero vosotros mirad por vosotros mismos... (Mc. 13, 9)
Pero el que persevere hasta el fin, ése se salvara. (Mt. 24, 13) Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. (Lc. 21, 19)
Y enviará a sus ángeles con sonora trompeta, y reunirán de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de los cielos hasta el otro... (Mt. 24, 31)
Y si el Señor no abreviara aquellos días, no se salvaría nadie, pero en atención a los elegidos que Él escogió, ha abreviado los días. (Mc. 13, 20; Mt. 14, 22)

Precisamente en este orden de cosas, aquel signo de la higuera -así como el del parto- es un signo paradójico con respecto al resto y es un signo que debe entenderse en sentido también intrahistórico. No es caída sino renacimiento y no uno cualquiera, al parecer, pues se ha entendido esa higuera -probablemente la misma que maldijo un poco antes por su esterilidad, inéditamente, hasta secarla- como la figura de Israel y su conversión al Señor apenas antes del Día del Señor. Signo éste que no sería causa tampoco stricto sensu, pero, en un sentido real, sí distinto a los otros signos en la medida en que resulta distinto decir que antes del fin habrá apostasía, maldad y catástrofes, que decir que antes del fin Israel -el corazón de Israel, su 'resto', no importa si cada uno de todos los israelitas- volverá su mirada a su Señor y reconocerá en Jesús al Unigénito del Padre y al Mesías, y no aquel rex meramente carnal, político e intrahistórico.

Volvamos a recordar entonces aquí la forma en que Kant amonesta al cristianismo que se niega a 'convertirse' a la fe racional, que él llama pura fe religiosa. Tratemos de entender -en paralelo y por otra parte- cómo podrá comprenderse en este registro puramente temporalista, la vuelta atrás de Israel, que abandona la expectativa mesiánica temporal e inmanente y vuelve sus ojos al Crucificado y en Él ve el cumplimiento de la Promesa, y la prenda de la Alianza, con lo cual se dispone al fin.

En su segunda Carta, dirigida a los cristianos del Asia menor, san Pedro parece hablarle a los fieles en general y les refiere los acontecimientos anteriores a la Venida, así como les advierte sobre los falsos doctores y las doctrinas engañosas (entre otras, curiosamente, una doctrina similar a cierta inmutabilidad del universo, que negaría el final -tanto como el principio- y por lo mismo se burlaría de la propia Parusía.) También les explica las razones por las cuales Jesús 'se demora':
Mas una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, mil años, como un día. No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión. El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá.

Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia.

Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancilla y sin tacha. (2 Pe. 3, 8-14)
San Pedro utiliza aquí para 'acelerar' el verbo griego speudadzoo que en latín se lee impello, incito, tanto como speudo es festino, propero. En definitiva, nuestro acelerar.

El apóstol se refiere aquí a un tema que ha tratado en sus dos cartas canónicas: el tiempo de la venida, de la Parusía y la acción de la misericordia Divina, que no se retrasa en el cumplimiento de la promesa sino que no quiere que algunos de ellos se pierdan y que todos ellos alcancen la salvación.

Una parte central del mismo texto, dicha también por el mismo apóstol, se encuentra aludida en un discurso referido en los Hechos de los Apóstoles, dirigiéndose san Pedro -junto con san Juan- a los judíos de Jerusalén, luego de curar a un tullido en el Templo.
Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes. Pero Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus santos profetas. (Hechos 3, 17-21)

Este modo de entender las relaciones causales -de diversos tipos de causas- entre la historia y su fin extrahistórico (e incluso las circunstancias catastróficas intrahistóricas), no es la forma de entender la cuestión a la que estamos mayormente acostumbrados.

Una versión simplificada de esto mismo diría: no es por el ritmo del mal, por su propia acción y las acciones que suscita y por el ritmo y la espectacularidad de las catástrofes que habrá de acaecer como un rayo la Venida, sino por el historial de los santos, por su fidelidad y piedad, motores que no sólo miden sino que además 'aceleran' la Parusía, la impelen.

A propósito de "... Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal...", hay que recordar a la vez que san Pablo afirmó que la finalidad de la historia es el plan del Padre de
recapitular todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra. (Ef. 1, 10)
En este mismo sentido puede entenderse aquello que afirma Pieper y que repito aquí:
... que el proceso histórico avanza por sí mismo hacia su fin y que, por así decirlo provoca esa transposición, no ciertamente como un effectus, sino como una salvación. La profecía del fin parece afirmar que la tensión, por la que la historia se ha puesto en marcha y con la que se funde de raíz, experimentará al final una agudización extrema; que según ello el fin del tiempo posee un carácter absolutamente catastrófico, tanto en un plano interior como en el exterior, y que la historia en su final desemboca en una especie de liberación que llega de fuera (aunque realmente no llega "de fuera", sino del fundamento ontológico más íntimo de la creación, que desde luego es un fundamento ontológico que trasciende en absoluto a esa creación.
Visto así, el cristianismo cumple otro papel respecto del fin. Y en ese sentido se vuelve sí de algún modo una especie de causa del fin, tanto como de los signos y episodios anteriores al fin.

Aunque está claro que, en absoluto, la causa del fin es la voluntad divina y su diseño eterno respecto de lo creado.

Parecería, entonces, que puede entenderse que a mayor fe y mayor caridad -no necesariamente en el mayor número de creyentes y caritativos-, más proximidad habrá con el fin y la Venida que lo ocasiona.

Es importante entender tal vez que esa sucesión no es indiferente: no es el fin el que ocasiona la Venida, sino la Venida la que ocasiona el fin.

Dios no se ve obligado a recapitular toda la creación en Cristo y entonces, por ello mismo, el fin es un paso obligado, un daño colateral, al que se ve obligado o que deba tolerar, por la maldad de los ángeles y de los hombres.

Más bien, llegado el tiempo, Dios recapitula la creación en Cristo y a eso llamamos el fin.

Las palabras de san Pedro parecen claras:
Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia.
La santidad y la piedad no solamente son el quicio de la esperanza de la Venida, son allí también lo que la 'acelera'. Y parece que podría entenderse esta palabra en un sentido próximo al que se le adjudica al término 'predestinación', aunque esto mismo permanezca oscuro para nosotros.

Sin duda, entonces, se planteará allí un asunto difícil de entender, como siempre que entran en aparente colisión la presciencia divina, su providencia, la acción y los designios de Dios en la historia, la predestinación y la libertad del hombre.

Podrá entonces hacerse una más o menos nutrida cantidad de salvedades a esta admonición petrina de que la santidad de la conducta y la piedad de los fieles 'aceleran' lo que Dios tiene visto desde toda la eternidad y en razón de ello tiene profetizado. Como quisiere entendérselo, allí está dicho.

Ahora bien, se dice además en las Escrituras, el propio Jesús lo dice, que llegados los horrores próximos al fin, la persecución y la iniquidad serán tales, que de no acortarse esos días, los justos podrían perecer -en términos eternales, claro- es decir, podrían no perseverar. También esto se ha entendido como causa de la Venida, toda vez que con ella Dios irrumpiría desde su eternidad en el proceso histórico para salvaguardar a los suyos, a quienes se han mostrado fieles y perseverantes, pero que enfrentados a ciertos hechos (tanto seducciones como persecuciones), podrían defeccionar. Pero tal vez aquí deberíamos traer nuevamente a su quicio el orden en que las cosas parecen suceder.

Tenemos, es verdad, términos opuestos: la piedad del hombre que acelera el Día del Señor y la piedad del Señor que acorta los padecimientos de los fieles.

Entonces bien, tenemos con esto varias versiones de cómo son las cosas, próximos al fin.

Sin embargo, no son contradictorias, según se ve. Las palabras de Jesús respecto de esta perseverancia resultan claras e inequívocas. Complementadas con las que trae san Juan en los capítulos 16 y 17 de su Evangelio, parecen más claras aún. Todo esto atañe al misterioso tramado entre gracia y libertad, como al más misterioso aún entre predestinación y libertad. Pero también debe considerarse allí alguna diferencia, pertinente al asunto del que se trata, entre la razón por la cual se produce el fin y el tiempo en que esto acaece, a lo que deben sumarse las razones de Dios para irrumpir en el tiempo una segunda vez tras la Encarnación y acabar con él.

Seguramente, es probable que Kant no estuviera pensando en esto cuando auguraba a un cristianismo ‘desvirtuado’ producir los males del fin y el fin mismo, que en este caso llama invertido, no natural, creyendo, hay que repetirlo, que el fin natural era una durable bonanza ilustrada o a lo sumo una enigmática transposición. El caso es que acertaba en parte y no necesariamente queriendo acertar.

Una noción habría que agregar a estas consideraciones: akoluthía.

El verbo griego akoloutheoo significa seguir, acompañar, imitar, de allí el término acólito que también se refiere a ministro.

La palabra significa consecuencia, secuencia, ordenación, congruencia, hacer símil, seguir, sucesión. El mismo año litúrgico –él mismo una sucesión, una akoluthía- se vuelve así una representación, a través de los tiempos que estipula y ritos sagrados, de una akoluthía mayor que recorre toda la existencia incluso más allá del tiempo histórico.

El concepto puede rastrearse, por ejemplo, a partir del capítulo VI (El desarrollo de la historia) de El Misterio de la Historia del cardenal Jean Daniélou.

El término, explica Daniélou, procede de la filosofía griega –más concretamente de Aristóteles- y tiene un desarrollo particularmente importante en la filosofía y en teología oriental; es san Gregorio de Nisa quien lo aplica especialmente y a través de sus obras –y en particular el Tratado de la Virginidad (371 d.C.)- sigue Daniélou la aplicación de esta doctrina.

Es importante. Es particularmente significativa la aplicación de esta noción a dos visiones de la historia que, si bien resultan opuestas, no son contradictorias pues si no se complementan exactamente, de algún modo resultan congruentes. Como si dijéramos dos sucesiones en el tramado de la historia, incluso dos progresiones.

Hay que destacar ante todo que esta noción se compadece con la centralidad del tiempo en la historia. Y de la contemplación del misterio del tiempo, saca san Gregorio conclusiones que son imprescindibles para este trabajo.

Habrá que recordar otra vez que uno de los motivos de estas consideraciones que aquí se desarrollan, es precisamente cierta causalidad escatológica que parece deducirse de los dichos de Kant.

Algo que hacen los cristianos cuando obran históricamente -desnaturalizando la substancia del cristianismo, según Kant- actúa a modo de causa respecto de la aparición del Anticristo y del fin -no natural, dice- de las cosas en la historia.

Kant afirma la progresión y sucesión como mecanismo natural de la temporalidad histórica y la orienta augurando -con dispar optimismo, apunta Pieper- el progreso de la humanidad; pero consigna, a la vez, una progresión negativa no menos causal.

Es decir, dos elementos hay que observar: la propia noción de progresión, por una parte; y la naturaleza de aquello que progresa, naturaleza entitativa tanto como moral.

Y es del caso notar a su vez que esos pares resultantes interactúan causalmente respecto del fin de la historia. Importa advertir que las relaciones establecidas por Kant no son en absoluto una novedad, por peculiares que sean en su sistema y en su modalidad. Lo que sí son es una postulación que ha dominado de un modo u otro -como hemos tenido ocasión de ver a través de ejemplos de esta serie, tan varios como de calidad disímil- la visión moderna y contemporánea de la historia y su desarrollo o fin, incluso en cierta visión cristiana de la historia en los últimos siglos, tanto en lo que tiene de optimista y progresista, como en parte, en lo que podría caracterizarse como pesimista, aunque esto de modo más indirecto (sobre este asunto, particularmente en lo referido a la expectativa mesiánica dentro de una determinada modalidad tradicionalista, hice algunas reflexiones en un trabajo Sobre la Parusía, considerando la oposición entre apocalípticos y parusíacos. No creo que las páginas de una bitácora resistan otro abuso de tantas páginas...)

Para decirlo otra vez, en forma quizás en exceso llana: la sucesión y progresión de algo malo, causa el fin; la sucesión y progresión de algo bueno, causa el fin.

Para Kant, una fe determinada, la religiosa o eclesiástica, y en ese mismo orden opuesta a una religiosidad que pretende pura o racional, embalsa el mal del mundo, lo hace crecer y con ese mismo acto llama a una crueldad y a una perversión anticristiana -en la concepción kantiana del cristianismo y su papel histórico- y al propio Anticristo, cuyo espíritu y acción se confunden con la así llamada fe eclesiástica. El modo de evitar ese fin nefasto, postula Kant, es que el cristianismo se vuelva esa pura fe religiosa o racional que sería su puerto natural y su verdadera esencia, y con ello universalmente amable. Su amabilidad, se entiende, es una especie de tolerancia moral, fundada en la razón libre, en la propia libertad y en un vago concepto del amor.

Sin embargo, esa visión de esa fe religiosa o eclesiástica que Kant impugna, coincide, tal como afirma Pieper precisamente, no con ese acre luteranismo supersticioso y totalitario al que tuvo que enfrentarse Kant en parte de sus últimos años, sino con la Iglesia Católica, su credo y su acción histórica, incluso con su expectativa parusíaca y su continuo conflicto con el espíritu del mundo, espíritu más bien asociable a la fe racional o pura fe religiosa a la que Kant le atribuye cualidades mesiánicas y efectos salvíficos inmanentes intrahistóricos, para su tiempo y su gusto visibles en la que sería la Revolución Francesa, por ejemplo, como posible encarnación de un nuevo espíritu de libertad y racionalidad.

Finalmente, Kant pretende evitar el peor de los males históricos: que el cristianismo se vuelva anticrístico. Si eso ocurre, se acelera y acaece el fin -invertido o no natural- de todas las cosas. Para que ello ocurra sólo debe pasar que el cristianismo insista en ser una fe eclesiástica. No ocurrirá tal fin si el cristianismo se resuelve a ser lo que según Kant es, en realidad: una fe racional o pura fe religiosa –como la ha denominado- que promueve y practica una racional bondad inmanente y una racional tolerancia sin dogmas ni ritos, una fe que dé progreso y felicidad al hombre en la historia. Así actuante, un cristianismo tal no tendrá resistencias en el mundo, lo cual resulta imprescindible para Kant.

Esta visión se superpone tanto a lo que dice el Evangelio, como a lo que alude san Pedro en su segunda Carta, como a lo que desarrolla san Gregorio de Nisa. Pero se superpone en sentido inverso. Tales lugares apelan a una akoluthía, a un secuencia del crecimiento del bien en orden al fin de la historia y a la Segunda Venida:
¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados se fundirán?
Pero ese bien que crece en intensidad, crece en el sentido en que lo postula una fe verdaderamente religiosa, no una fe racional.

Al mismo tiempo, hay otra superposición. Para Kant, el crecimiento de la fe que denomina eclesiástica produce un efecto que se estima no deseado: el fin anticrístico, no natural, de todas las cosas, alejando la posibilidad de una especie de transposición de un estadio histórico a otra especie de plenitud también histórica, de paz perpetua, felicidad, bienestar. El cristianismo de esa fe eclesiástica, se aferra a su Revelación, sostiene sus dogmas y sus ritos, sostiene incluso sus profecías de catástrofe intrahistórica y de ese modo obtiene el rechazo del mundo, lo cual escandaliza a Kant, y, en su concepto, desvirtúa la naturaleza bonancible y amable del propio cristianismo, volviéndolo cruel y coartando el libre uso de la razón al hombre, en el entendimiento kantiano.

Es verdad que la profecía en el Antiguo y más en el Nuevo Testamento afirma la existencia de un Anticristo y de un Profeta del Anticristo y una especie de religión anticrística, que por lo que se entiende es una adulteración y perversión del cristianismo mismo, como se afirma también una profanación del lugar santo, y una abominación de la desolación en el lugar en que no debe estar.

Pero no es verdad que todo ello se refiera en realidad a una fe religiosa o eclesiástica –según la definición kantiana-, sino más bien por el contrario a una fe racional, a una especie de mera moralidad sin dogmas, sin Revelación en la historia, sin rito, sin Profecía incluso.

En tanto el Anticristo substituye y pretende substituir a Cristo, la suya no puede sino ser una figura que reemplace lo religioso –e incluso haga una propia eclesialidad-, pero si reemplaza lo religioso lo hace suplantando lo religioso en el sentido en el que Cristo lo entiende. Y si en sentido anticrístico lo humano se opone en algún sentido a lo divino, eso será por la religiosidad que exalte lo humano opuesto a lo divino, no –si acaso esto se concibiera posible- de lo divino opuesto a lo humano (aunque en este sentido tal vez convendría releer los diálogos de los 'primeros nacidos' con el Tentador en la novela Perelandra de C. S. Lewis.)

La pretensión de que el hombre llegue a ser todo lo divino que pudiere ser, es en todo caso propia de Dios más que del hombre; y sea cual fuere el modo en que esto ocurriere (dicho, por otra parte, en las Escrituras) habrá de hacerse al modo divino y no al modo humano. En boca –y en la pretensión- del hombre, esta divinización se vuelve anticrística eo ipso, aunque el hombre pretenda así algo que entienda ser el reino de Dios.

Es bastante claro que Kant toma los que él considera los defectos y miserias de una religión y se los aplica a su fe religiosa o eclesiástica, mientras que su fe racional o pura fe religiosa recibe en herencia notas que él estima benignas y bienhechoras, filantrópicas, libres de todo dogma, rito e incluso de necesidad de salvación extrahistórica. Para poder hacer esto, tiene, por fuerza, que considerar el tiempo histórico como el territorio de la indefinida perfección humana, la tierra futura de interminables beneficios, incluso lo dude o no por ser hombre perspicaz, le produzca insatisfacción o no en el transcurso de los tiempos tal como los ve o los va vislumbrando.

El propio final de la historia en esa visión sería ya el mal mismo. Solamente una fe eclesiástica o religiosa –y su empecinamiento- parecería producir por sí semejante descalabro cósmico. En la concepción kantiana, la akoluthía que se encamina al fin perverso de todas las cosas, es la propia pretensión de esa fe religiosa de interrumpir, desviar o malversar el fin mismo del hombre y de la historia.

El cristianismo ve las cosas de modo exactamente opuesto. Y espera en consecuencia.

viernes, 18 de mayo de 2007

Sobre la causa 'cristiana' del Anticristo (anteverba a la parte X)

Si hubiera otro modo, ése sería.

Pero, en primer lugar, el protocolo parece exigir que recapitule aquí una serie que se llama Sobre la causa 'cristiana' del Anticristo, que comenzó a publicarse el 15 de mayo de 2006 y que, hasta el 29 de ese mes y año, había acumulado 9 partes.

Fueron ellas, como parece obvio: I; II; III; IV; V; VI; VII; VIII y IX.

Este prólogo, tan supuestamente necesario como ciertamente tedioso, es para decir que con la parte décima, que se publicará en breve, se cierra la serie, por lo menos en lo que a mí respecta.

No es que me desviva por los usos y costumbres de la red. Lo cierto es que, calidades piadosamente aparte, la Parte X vino larga, aun tal vez hasta para el papel.

De modo que hay doble razón para esta supuesta cortesía de recordar los capítulos anteriores: el protocolo-net y la inmediata descortesía de publicar un texto excesivamente largo para los -quién sabe por quién- establecidos cánones de las bitácoras.

Con ignorar todo esto, no habrá mayores daños.

jueves, 17 de mayo de 2007

Vinaria

Los presbíteros que ejercen bien su cargo merecen doble remuneración, principalmente los que se afanan en la predicación y en la enseñanza. La Escritura, en efecto, dice: No pondrás bozal al buey que trilla, y también: El obrero tiene derecho a su salario. No admitas ninguna acusación contra un presbítero si no viene con el testimonio de dos o tres. A los culpables, repréndeles delante de todos, para que los demás cobren temor. Yo te conjuro en presencia de Dios, de Cristo Jesús y de los ángeles escogidos, que observes estas recomendaciones sin dejarte llevar de prejuicios ni favoritismos. No te precipites en imponer a nadie las manos, no te hagas partícipe de los pecados ajenos. Consérvate puro. No bebas ya agua sola. Toma un poco de vino a causa de tu estómago y de tus frecuentes indisposiciones.

Los pecados de algunas personas son notorios aun antes de que sean investigados; en cambio los de otras, lo son solamente después. Del mismo modo las obras buenas son manifiestas; y las que no lo son, no pueden quedar ocultas.
El texto está en la impresionante Primera Carta a Timoteo.

Y no es impresionante por este consejo vinario, de tan buena uva, y en apariencia tan estrafalario, en medio de una retahila de admoniciones.

Es verdaderamente impresionante la lista de temas que desgrana san Pablo todo a lo largo y ancho. Y se parece a una pasmante infinidad de cosas conocidas.

Aquí, específicamente, está hablando de los presbíteros, por ejemplo.

Alguno podrá entender que lo que subrayo es una extrapolación, un agregado, una quién sabe qué cosa intercalada por vaya a saber uno qué mano traviesa. No lo creo así. Para nada.

Léase con cuidado toda la carta y después me dicen si el consejito es nada más que un mimo de tía vieja, un dictado homeopático o, como creo, una figura muy seria respecto de lo que un obispo debe cuidar.

Y no se enoje nadie si me pongo críptico.

Mis motivos tengo. Palabra, que sí.

martes, 15 de mayo de 2007

Eméritos anticipatorios

Cualquiera se confunde, es humano...

Pero, no: 'eméritos anticipatorios' no es el nombre de algún padre capadocio o de un anacoreta del siglo I.

Lo que pasa es que he visto dos textos que parece que han sido homilías el 13 de mayo pasado, y que, además de que son textos de dos eméritos, tienen por aquí y acullá un saborcete a lo que se viene.

Ahora bien.

En apariencia -por una razón u otra, de un bando o desde el opuesto- podría decirse que hay poco que objetar a estas reacciones que tienen, como digo, por algún lado el sabor de las catacumbas, del martirio, de la persecución, además de destilar -ambas y cada cual en su línea- cierto tono acre y a la vez enarbolar cierta exhortación, que parece exaltante pero que suena malhumorada (y cada quien de ellos dos sabrá por qué...)

Sin embargo.

Por una parte, bien podría apuntar uno ese lenguaje que escatima aquí y allá alguna definición que no vendría mal para saber de qué va exactamente la Redención o que diluye en la polimorfa palabra 'amor' el sentido del cristianismo.

Por otra parte, si me preguntaran si hay alguna que otra contradicción más o menos fundamental entre ambos planteos, diría llanamente que, en principio, sí.

Pero, no, es verdad: nadie me preguntó nada.

sábado, 12 de mayo de 2007

Yugo

Una errática vuelta por allá y por aquí dio, en principio, este resultado.

Una reseña de una reseña sobre Romano Amerio, sacado del ostracismo, dicen.

Y un artículo dedicado a reseñar lo que el autor llama las 'homilías secretas' de Benedicto XVI, en las ceremonias de la última Semana Santa.

Me detuve en varias cosas, pero tendré que leer con más detenimiento (las traducciones, tienen lo suyo; mejor leer en italiano, si se puede...)

Por lo pronto, en la misa crismal del Jueves Santo a la mañana, Benedicto XVI sigue la expresión de san Pablo que invita a revestirse de Cristo. Explica allí el sentido de los ornamentos sacerdotales. Hay un texto patrístico que cita al hablar de la casulla:
Finalmente, unas breves palabras respecto a la casulla. La oración tradicional al colocarse uno la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que ha sido impuesto a nosotros como sacerdotes. Y recuerda la palabra de Jesús que nos invita a llevar su yugo y a aprender de Él, que es "manso y humilde de corazón" (Mt 11,29). Llevar el yugo del Señor significa ante todo aprender de Él. Estar siempre dispuesto a ir a la escuela con Él. De Él debemos aprender la mansedumbre y la humildad –humildad de Dios que se muestra en su ser hombre.

San Gregorio Nacianceno se preguntó una vez por qué Dios quiso hacerse hombre. La parte más importante y para mí más tocante de su respuesta es: "Dios quería darse cuenta de qué cosa significa para nosotros la obediencia y quería medirlo todo en base a su propio sufrimiento, esta invención de su amor por nosotros. De este modo, Él puede conocer directamente en sí mismo lo que nosotros experimentamos –cuanto es lo que necesitamos, cuanta indulgencia merecemos– calculando en base a su sufrimiento nuestra debilidad". (Discurso 30; Disc. teol. IV,6).

miércoles, 9 de mayo de 2007

A un vino

Un vino alegre y hondo me desdice.
Fragante baja en tánicas razones
a un corazón azul, como de frío,
sorprendido de amor, preso de mosto.
Y en mosto erguido y en dolor oculto
sonríe, esquivo, amante, y me concede
premisas elegantes y ligeras
tintas de gozo azul, como de cielo.
Es borgoña la tarde y es borgoña
un sorbo de una luz que sube y luce.
Ya trashuma ese vino en los hondones
que guarda el corazón como un gendarme.
Y en tibios ayes gime hasta que calla.
Se vuelve copa en dicha. Y me desdice.

martes, 8 de mayo de 2007

Un enemigo peligroso

Volví a leer algunos discursos de José Antonio. Incluso algunos que ya cité aquí. Ahora los busqué y los encontré en la red y no necesito copiarlos in extenso. Y los habría copiado in extenso porque creo que no viene nada mal leerlos in extenso.

Uno de ellos es el de Valladolid de marzo de 1934, otro el de Madrid de noviembre de 1935.

Del primero, me queda el sentido de la revolución que plantea. Del segundo, una extensa exposición de cómo podría resurgir económicamente España. Su propuesta es la desarticulación del capitalismo en sus tres versiones: rural, financiero e industrial, desarticulación en orden creciente de dificultad.

Muy bien.

Aparte el hecho de que esté de acuerdo en casi todo, se me ocurre pensar cómo habría sido España si José Antonio no hubiera muerto.

Y se me ocurre que habría sido distinta, no solamente respecto de lo que es -que eso es fácil-, sino según lo que fue sin él, que ya es más complicado.

Hablemos en general.

No soy español, eso es claro. Y no soy un español de derechas, para más datos. Y no soy muy ducho en cuestiones de fina política, lo que es obvio.

Pero si lo fuera, si fuera un español de derechas de fina percepción política, en 1935, José Antonio me resultaría un enemigo. Y un enemigo peligroso.

lunes, 7 de mayo de 2007

In vino veritas

No sé cómo llegué.

Pero, mientras leía, me acordé de varias cosas.

De varios asuntos graves y simpáticos.

De la noche y del frío. De un conocido que va a una cosa que llaman club de cigarros a sentarse a fumar puros y a hablar de cigarros. Del vino y las mujeres. De otro conocido que no soporta comer en bodegones. De los bares-restó y del siglo XXI. De los libros de autoayuda y las calles de la City a la nochecita. De las ciudades y el mate. Del aburrimiento de los empleos de oficina y de los canapés de puerro tostado con sushi y crema de roquefort. De la amistad y el fuego. De la revolución de papel y del after hour-office. De las cosas de plástico y de la moral de circunstancias. De los blogs y la soja. De los almanaques de Molina Campos de la calle Florida y de la Pastoral Social. De los borrachos del tablón y las uniones civiles. De la música celta y la democracia.

En fin. De veras millares de cosas.

Incluso, casi al final final de todo eso y semejante recorrido, me acordé de por qué, alguna vez, muy al principio de todo, resolví no 'habilitar' los comentarios.

Tiempos modernos (II)

Como alguno se interesó por el Índice, lo voy a copiar.

Es verdad que el libro de Guyau refleja una línea de pensamiento, bastante típica a fines del XIX, que representa una especie de revolución -o provocación- frente al romanticismo y a ciertas formas de idealismo, como frente a distintos modos de racionalismo. El autor tiene bastante información sin duda acerca de la filosofía clásica y más moderna inmediata a su tiempo; bastante menos parece saber de los medievales, al menos casi nada los nombra.

Para los términos de 1886, que es cuando el libro se publicó, era una obra actual y de actualidad, con todo el entusiasmo y el desdén de la actualidad cuando se tiene como bandera.

Sin embargo, lo que se nota claramente al leerlo es que algo sembrado en tiempos anteriores fructificó más de 100 años después. Con un poco de imaginación respecto de lo que corría por aquellos años, Guyau resulta un divulgador entusiasta de un espíritu que recién cobra fuerza después de la II Guerra y que hoy es moneda corriente, más allá de que la dicción atrasa un poco.

Es, como si dijera, el optimismo del desencanto, pero con insolencia e iconoclasia sofisticada. Ningún brulote, nada de salidas de tono, muy civilizado e interesante.

Más allá de su vitalismo, más allá de su filiación nietzscheana (sazonada, no cruda, eso sí), el libro es un buen resumen. No lo sabía Guyau, probablemente -aunque es optimista por sistema-, pero el suyo es el gesto de uno que se dispone a pegar un salto, o a lanzarse a la carrera. El salto al avenir, la carrera para alcanzar el porvenir. Y, bien visto, tiene algo de anticipatorio. En algo el salto llegó al otro lado. A nuestros días.

Con su carga apologética (tan simétrica a las apologéticas adversas de esos mismos tiempos y antes y después), el libro se ocupa de establecer (y hasta de profetizar) las bases de lo que se viene en materia religiosa. Si hubiera un enemigo, en todo caso, no parece ser el cristianismo, lato sensu. Guyau no querría desaprovechar nada. Con todo y eso, a mi juicio, la síntesis que pretende Guyau es kantiana.

El desencanto es lo mismo que no querer o no poder resignar la inmanencia. Dios, al fin de cuentas, tiene que ser algo del mundo, algo nuestro. No puede ser distinto de nosotros, ni nosotros de eso. No hay otro modo de resolver la ansiedad de totalidad. Las religiones, en general -y el cristianismo europeo en cierto particular-, no son la respuesta. No tienen que serlo. Los sistemas -en cuanto sistemas, y entonces dogmáticos-, tampoco.

El optimismo de ese desencanto es prácticamente lo mismo que Kant postula para el fin de todas las cosas, para la futura religión de la paz universal, para el gobierno científico de todas las cosas que es lo mismo que no necesitar gobierno, en ese lenguaje. Lo que en Kant se da al final de sus días (y por lo mismo, tal vez, aparece irónico, perplejo o paradojal con su sistema) , en Guyau aparece en una edad joven y más entusiasta. Tal vez por eso mismo, sin embargo, con un esfuerzo muy notable, el autor parece que no quiere ni bordear los utopismos (no importa si el sabor de lo que dice, bajo el tono de vislumbre, muestra la misma cara útopica de una República feliz...)

En un registro similar, si se quiere, dos libros de por ejemplo Chesterton podrían ser como una respuesta a éste de Guyau: El hombre eterno y Lo que está mal en el mundo. En todo caso, Chesterton tuvo que enfrentarse a la versión dura de parte de lo que Guyau postula. Claro, pienso: Guyau no es inglés. Tal vez por lo mismo, resulta más fría e impresionante la bondad de Guyau...

En fin.

Otro día.

Ahora el famoso Índice de estas casi 500 páginas.
Primera parte
1. la física religiosa; 2. la metafísica religiosa; 3. la moral religiosa.

Segunda parte

1. La fe dogmática; 2. la fe simbólica y moral; 3. disolución de la moral religiosa; 4. la religión y la irreligión en el pueblo; 5. la religión y la irreligión en el niño; 6. la religión y la irreligión en la mujer; la religión y la irreligión en su relación con la fecundidad y el porvenir de las razas.

Tercera parte

1. el individualismo religioso; 2. la asociación - lo que subsistirá de las religiones en la vida social; 3. principales hipótesis metafísicas que reemplazarán a los dogmas: el teísmo; 4. principales hipótesis metafísicas que reemplazarán a los dogmas (continuación): el panteísmo, optimista y pesimista; 5. principales hipótesis metafísicas que reemplazarán a los dogmas (continuación): naturalismo idealista, materialista y monista.

domingo, 6 de mayo de 2007

Tiempos modernos

Es interesante. Un proyecto, apenas. Pero seguramente será ley dentro de no mucho, que es una de las formas arquitectónicas sociales con que se hacen paradigmas y después costumbres y después vida. Más en este caso.

Pasa que no hay un clamor popular de marchas y bombos pidiendo las medidas. A veces ocurre que el gobernante, el príncipe, concede ante el clamor. Aquí, no. Es casi puro diseño de laboratorio social, aunque tal vez no sea un entero invento.

Una o dos cosas se me ocurren.

Por ejemplo, respecto de la cuestión de los nombres de los cónyuges en relación con el sentido del matrimonio.

Pienso que, donde hay matrimonio, hay un signo. Concretamente, por lo pronto, y por aquello de que los signos 'bajan' y no 'suben', en el amor y la relación del varón y la mujer en el matrimonio, hay un signo del amor y la relación entre Cristo y la Iglesia, tal como lo expone san Pablo en el capítulo 5 de la carta a los Efesios (21-33). O el Cantar de los cantares, para el caso.

Pero.

¿Por qué habría de pensar hoy en esto el legislador? ¿Cómo podría argumentar respecto de los signos del matrimonio con la carta a los Efesios en la mano o el Cantico? ¿Por qué querría hacerlo?

El tema se les habrá hecho una reivindicación de los derechos de la mujer, o del niño. Y así. Sin embargo, y para empezar, el hecho mismo de que se ocupe uno de preposiciones y partículas, y que dispute sobre nombres, es señal de que en el nombre hay significado y que no es en todo sentido indiferente un uso u otro. Claro que las razones para esto mismo bien pueden ser distintas. Como distintas se ve que son.

Así las cosas.

Entre otros libros que cayeron en casa, hace un tiempo me hice de un texto que en su momento parece haber tenido sus quince minutos de furor.

En una hoy lujosa encuadernación en pasta, el estudio sociológico de Jean Marie Guyau lleva por título La irreligión del porvenir. Lo tradujo Antonio M. Caravajal para que Daniel Jorro, editor, lo publicara en Madrid, en 1904, en una colección Biblioteca científico-filosófica.

Me tienta copiar el índice, pensando incluso en lo que Hernán decía días atrás. Pero, abrevio aquí copiando unas líneas del Prólogo de Caravajal, que valen como muestra de un talante.
No debe olvidarse que el alma moderna, cada vez más compleja, no deja lugar al encasillamiento de los espíritus de otros tiempos, demasiado estrictos y como cuadriculados. Haciéndose cargo de esta diferencia, exclamaba Nietzsche: "¡Cuán simples eran los hombres de Grecia, según la imagen que ellos se hacían de sí mismos!... ¡Cómo nuestra alma y la idea que nos formamos de un alma nos parece compleja y sinuosa cuando la comparamos con la de los griegos! Si nosotros quisiéramos, si nos atreviésemos a crear una arquitectura según nuestro tipo de alma (pero somos demasiado cobardes para hacerlo), -sería el laberinto lo que debería servirnos de modelo."

El tiempo de los dogmas ha pasado, y hoy las inteligencias bien cultivadas se distinguen principalmente en la ausencia hasta de esa especie de dogma individual que constituyen los criterios cerrados y sujetos a un sistema de ideas. El espíritu verdaderamente moderno no debe hacer gala de rigidez. Hubo un tiempo en que lo mismo en el arte que en la ciencia o en la moral, como en todas las manifestaciones del espíritu humano, se imponía el ideal a priori y era preciso sujetar toda a actividad a este fin. El hombre parecía estar seguro de poseer la verdad definitiva y no tenía que hacer más sino cumplir con ella y doblegarse. Postrado ante la visión que forjara su vanidad, el hombre se creía humilde. Más tarde, por el mismo esfuerzo desplegado para sacudir el yugo de las creencias impuestas, se llegó al extremo contrario, es decir, que cada hombre fue libre de forjarse su dogma; pero este continuó siendo dogma, en cierto modo, sólo que no dependiendo el de los unos del de los otros, dejó de ser un dogma de fe para convertirse en un dogma de razón. Hoy día hemos llegado a libertarnos de esta última tiranía; de la tiranía de nosotros mismos. Aun la misma ciencia no parte de de principios, sino que llega a conclusiones. En el orden moral se impone cada vez más el criterio histórico y el método descriptivo. Las distintas manifestaciones en este sentido, son consideradas como variados aspectos del espíritu, cuya diversidad facilita el estudio de la naturaleza y de su evolución, permitiéndonos regular en vista de ellas nuestra conducta. Esta manera de ver las cosas, no ya sin prejuicio, sino con ausencia de todo principio doctrinal, y persuadidos de antemano de que la verdad puede encontrarse en muchas partes, de que muchas veces, las que parecen posiciones opuestas, no son más que puntos de vista distintos, cuya total integración, únicamente, nos podría dar cuenta de la verdad última, es la disposición del espíritu más adecuada a la amplitud de miras, a esa tolerancia que no es el fruto de cierto escepticismo generoso, mezcla de desprecio y de benevolencia, sino de la más elevada comprensión; que no arguye bondadosa indiferencia, sino atento interés, y con la cual se puede realizar la más provechosa labor en cualquier orden de actividad a que se consagre un hombre de nuestro tiempo.

Parece que habrá que dedicarle a esto un poco de tiempo.