jueves, 28 de junio de 2007

El Huracán de Notting Hill

Podría empezar diciendo que a mi madre le gustaba ver a Ringo Bonavena.

Verlo pelear o fanfarronear. Ahora que lo pienso, tal vez le despertaría ternura. Ternura de madre, tan grandote y tan desprotegido. O sería viendo lo mucho que el tipo quería a su madre y la requebraba, ese oso, que siempre parecía el gordo de la pandilla que venía de hacer una trastada en el barrio. Un personaje...

Pero, no.

La verdad, por otra parte, es ésta: me pongo a pensar y no recuerdo a nadie a mi alrededor que fuera de Huracán (salvo a Ringo...), y que me perdonen los hinchas del Globo.

Podría empezar diciendo también que cuando era chico juntaba figuritas. El álbum de fútbol, había que tenerlo. Y jugar a las figus en el recreo, en el cole, había que, también. Eran redondas, duras, de cartón. No mal impresas. Los colores y las insignias eran oriflamas fantásticas a mis ojos. Me parecía que salían de países o reinos de epopeya, los veía como habitantes de países. Todavía ahora, cuando veo los colores y las insignias en los partidos, se me hace que en cualquier momento voy a encontrar el álbum...

Era una felicidad.

Porque, además, rengo como soy desde bastante chico, jugar al fútbol me era casi como ver pasar a la chica más linda del pueblo, que me mirara, que me sonriera y que... siguiera de largo.

Pero, tampoco fue eso.

Pasó sí que esta mañana, temprano, llegué a Retiro. Tomé el colectivo y antes de doblar en Libertador, vi un cartel, un afiche en uno de esos bastidores que se llaman 'estática' en la jerga. Lo habían hecho los de Huracán, festejando el ascenso.

Con un orgullo enorme, y con una sintaxis visual impecable, los tipos habían puesto la 'historia en su lugar', como decían. Sobre un despojado fondo blanco, arriba, un escudo de Boca y otro de River. Claro: opuestos. Más abajo, Independiente y Racing. Y al final uno de San Lorenzo con "El Globo", al lado.

Me llenaron el día, los tontos. Como si hubiera sacado la última lata de la pila, se me vinieron a la cabeza millones de imágenes e ideas felices y terribles.

Claro, pensaba, Huracán y el Ciclón.

Reíte de la postmodernidad, il pensiero debole...

Clásico cósmico, meteorológico. Barrial, claro. Histórico. Pero mirá que venir a llamarse (y de casualidad...) Huracán, y nombrar Ciclón al otro. Y chocar como aquellos barrios de Londres en el reino del 'napoleón' Auberon Quinn.

Como si chocaran en el aire lluvias y vientos y relámpagos. Como si chocaran un huracán y un ciclón. Y los tipos, con un huracán en la garganta, esperando y esperando, mirando el cielo y viendo cómo el ciclón se hincha en el aire. Y ellos, nada...

Hasta que.

Como pasa en Avellaneda. Como pasa con los irreconciliables de la Ribera del río. Como los del sur y los del oeste. Y así. En cada parte.

Banderas y escudos, colores y huestes.

Y no me vengan con las verdades de manual de los substitutos plebeyos de la épica, no me vengan con pavadas. Será. Pero no por ahora.

Ahora son lo más parecido a una nación que va quedando. Mientras desaparecen las naciones de vacías, de aburridas y flojonas, queda esto. No me parece que eso haya matado a la nación. Al revés, fíjese lo que le digo. Mal que pese, es uno de los pocos lugares en los que queda. El día que los liberales y los progresistas se aviven, lo cambian por el juego de la oca... o por una sesión de autocrítica. Mientras no se den cuenta, o no puedan borrarlo del mapa, lo corromperán, lo harán vil, lo usarán, si pueden. Y se puede. Claro. Y tanto.

Cada bandera, cada color, cada himno, podría poner todo lo que tienen al servicio de quién sabe qué gesta. Será. No sé.

Pero -además de las lacras de catálogo-, todavía siquiera tienen algo: himnos y banderas y colores. Y le pagan tributo -vil, plebeyo, lo que quieran- a la gloria. Tan vieja como la gloria que resentía al pelida Aquiles, como la que animaba el guerrero espartano, como la que mentaba Cicerón en sus oraciones forenses, como la de los héroes del Mabinogion, o la de las sagas nórdicas, y más y más.
Sopla un viento de triunfos y gloria,
corazones que vibran de fe.
Ya desfilan los grandes campeones
y el concurso aplaude de pie.
En sus pechos diviso la insignia
confundida con el corazón.
Es un Globo de fuego que vuela
rumbo al cielo de su inspiración.

Se oye un grito que se expande
por los aires con afán.
Son millares de gargantas
las que nombran: ¡Huracán!
Club glorioso de campeones
con empuje de titán.
Arrogantes corazones:
¡Huracán!¡Huracán!¡Huracán!

Ya termina el desfile armonioso.
Deportistas de gracia ideal.
Y al espacio se elevan los hurras
junto al Globo que vuela triunfal.
Ya se marchan los bravos campeones
y la hinchada que alienta a la par.
El estadio dormita en silencio.
¡Huracán!¡Huracán!¡Huracán!
Hagan de cuenta que es una caricatura de cosas de veras nobles y grandes.

Pero, con un poco de buena leche, hacen que -aunque más no sea por la mímica- no se olvide uno de que hay cosas nobles y grandes.