domingo, 15 de julio de 2007

El último número

En diciembre de 1969, salió el último número de Jauja, la revista que dirigía el P. Leonardo Castellani.

En el Directorial de ese número 36 -tal convenga releerlo- escribe sobre casi todo: partidos políticos, libros, educación, Iglesia, prensa, publicidad, los 'buenos', los malos. Incluso esjatología, que siempre hay. Y hasta unos versos al cierre, sobre "el Rey que Viene". Incita a seguir, a no cejar. Da alguna pista sobre qué hacer y cómo. Hacia la mitad de la descripción -desoladora para el tuerto; también actual, y también desoladora para el tuerto actual- recuerda que "Dios no nos pide que venzamos sino que no seamos vencidos".

Castellani dice al principio:
Con este número 36 cesa la revista JAUJA. La razón ya la dimos hace un año justo: falta de fuerzas físicas. La vejez, la enfermedad y la muerte son lote de todos los mortales; y son aún peor estos males que nacer en un país mal gobernado.
En las líneas finales, con las que se despide la revista (y él) dice:
Hay otros montones de cosas qué decir, pero tengo pereza.

Indudable la revista contribuía a mantenerme alegre; pero... quizá ya no es más tiempo de andar alegre, yo por lo menos.
Y eso es todo.

Si no fuera porque él lo dice, nada en el número -y en el resto del Directorial- hace pensar que es el último.

Pero, bien miradas, así son las cosas.

Castellani tenía entonces 70 años y una vida muy trabajada. Le quedaban 11 años de vida.

De vida viva.

Él no lo sabía, claro. ¿Quién sabe qué sabía? ¿Cómo saber qué pasará mañana? ¿Cuántos mañana quedan?

Por lo menos, publicó unos 10 libros en esos años últimos. Más artículos, algunos prólogos, reportajes. Más algunos cursos y conferencias. Hay también unas 7 reediciones de obras anteriores a 1969 en ese tiempo. Creo que el mejor de sus libros de estos años es De Kirkegord a Tomás de Aquino, de 1973.

Pero hay que darle algo de razón. Sus grandes libros son anteriores a 1969. Aunque es verdad que no se murió en 1969 sino en 1981.

Cerró la revista, es verdad. Pero dejó la revista, es verdad también. Y dejó otras cosas.

Como semilla.

En ese Directorial dice también:
Por lo tanto, lo que hay alomás es semilla; y por tanto tendrá que obrar como semilla, lentamente y por almácigos; y el resultado irlo a esperar a la Chacarita.

Puede ser.

No es un mal plan.

Y está el tono, claro. El talante.

Tal vez él mismo era el tono. Y sin tal vez. Tal vez era un talante, al final.

¿Cuánto habrá de verdadero en eso de que la revista contribuía a mantenerlo alegre?

Creo que le creo.

Quizá la revista contribuía con una alegría. La alegría podía ser la revista. O quizá alguna alegría empujaba la mano. Mientras había revista, había cierta alegría. Tal vez mientras había cierta alegría, había revista.

Ya no, dice.

Pero dice que igual hay que seguir. No ser vencido. Seguir.

No con la revista, si acaso. Pero seguir.

Sin esa alegría, quién sabe cuál. Sin la alegría de la revista o la revista de la alegría. Pero seguir.


Es consolador.

Dice -otra vez- que dolor y esperanza pueden convivir y conviven.

Y que por eso se puede seguir.


Lo demás, semilla, irlo a esperar a la Chacarita.

viernes, 13 de julio de 2007

Días como flechas

Tal vez debería haberme callado. Pero la conversación anduvo en medio de tópicos un poco del día. Era la tarde, hay que ver. Defensas bajas. Al final de una sucesión salpicada de la vida, del mundo, y a propósito de no sé qué, apenas apunté que todo pasa por algo, que todo tiene sentido. No mucho más.

Pero, claro.

¿Qué cosas, qué trabajos nos traen los días? Sucesiones de días, con sus cosas y trabajos. ¿Y qué son todas esas cosas, esos trabajos y esos días? No es fácil saberlo.

Es asunto delicado. Y feliz, al final. Siempre. Espero. Creo. Porque todas las cosas apuntan en alguna dirección. Todas las cosas llevan una flecha en su interior. A algún lugar.

Y los días, también.

Mientras los días son, mientras los días pasan -me decía ayer el compagno en el tren- pasan tantas cosas que uno ni se da cuenta.

Cierto. Y todas con su flecha adentro, pensaba yo. Incluso tratando de saber cuál de todas las flechas que importa es la flecha que importa. Pero esto no lo dije.

De eso depende cierta felicidad, y aun la felicidad. Y, por lo mismo, la infelicidad. Y eso tiene de delicado. Cada flecha de los días, de las cosas, de nuestros trabajos, busca el blanco de alguna felicidad.

Tantas cosas. Y uno ni se da cuenta, decía el viajero mirando la tarde magra y fría por la ventana de la puerta del vagón, como distraído, abstracto. ¡Qué cosa!

Y, sí.

Pero, mi estimado amigo, oiga lo que le digo: viene a caer usted en la cuenta de que uno ni siquiera se da cuenta. Pero el día que se dé cuenta verá, me imagino, que ese vértigo que le dio mirar la vida pasar y el sentido de las cosas, no disminuye al saber que las cosas, los trabajos, los días, son efectivamente como flechas. Tal vez se dio cuenta allí de que había alguna relación entre las flechas y la felicidad. Y medio se asustó. Y tiene razón. Asusta.

Tal vez sea como el susto del arquero, porque no sabe si llegará la flecha, no sabe adónde llegará la flecha y al mismo tiempo sabe hacia dónde apunta, hacia dónde la está apuntando.

¿Y las palabras? No menos, mi amigo, no menos.

Palabras como flechas. Pruebe: diga 'gracias', diga 'has hecho esto bien', diga 'te odio', diga 'te amo', casi diría que pruebe con cualquier palabra. Y verá que las palabras son como flechas. Y que apuntan a alguna felicidad o alguna infelicidad, que le hacen de blanco.

Hoy lo busqué porque me lo hizo recordar la conversación y esa sorpresa agridulce e inquieta. Y lo que me quedé pensando con ese cruce tal vez no del todo trivial, como parecía.

Ahora es noche por aquí. Así que es de lo más apropiado este poema de Leopoldo Marechal. Está, mire usted, en Días como flechas, y por eso busqué el libro. Edición de 1926, entonces andaba por los veinte y tantos cuando lo escribió.

¿Sabría ya que los días, los trabajos, las cosas, las palabras son como flechas? ¿Que de ellas, de todas ellas como flechas, vienen felicidades e infelicidades, según y conforme?

Lo dice, al menos. Saberlo, en realidad, supone saberlo. Saborear la felicidad o la infelicidad de las flechas. Un'altra cosa, claro.
Nocturno

En el gastado corazón del Tiempo
se clavan las agujas de todos los cuadrantes.

Hay un pavor de soles que naufragan sin ruido:
la noche se cansó de enterrar a sus mundos.

¡Llora por los relojes que no saben dormir!
Las campanas se niegan a morder el silencio.
Tras un rebaño de horas
gastaron sus colmillos de bronce las campanas...

¡Ahora comprendo el viaje de tus cosas!
El sol ya no quería romperse en tus banderas.
Para mullir tu fuga, en el camino,
se desplumaron todas las águilas del viento.
Tus pasos clavetean
un gran tapiz de lejanía...
Son pájaros furtivos tus recuerdos:
Amaban grandes ríos arbolados de muerte.

¡Estuche de palabras
donde guardar el roto muñeco de los años!

Nuestras anclas no muerden el fondo de las horas.
Los péndulos cabeceantes
dibujan negativas en la noche.

¡Tierra que nunca se gastó en mis pasos!
¿Qué historia contaremos a los días?
¿Cómo arriar el velamen
de las mañanas, ávido remero?

Todo está bien, ya soy un poco dios
en esta soledad,
con este orgullo de hombre que ha tendido a las cosas
una ballesta de palabras.

miércoles, 11 de julio de 2007

Insigne

En los diarios había la costumbre de que, cuando había poco que hacer, por ejemplo, se iban completando los obituarios de personajones; vivos, claro; se les agregaba o quitaba cosas, poniéndolos a punto y listos para cuando el óbito del fulano. No sé si seguirá siendo así. Entre frívolo, macabro, utilitario y divertido, creo. Y comprensible. ¿Qué tiene de veras que ver un diario con el sentido de la muerte? Y de la vida.

Distinto el caso del insigne tucumano, por ejemplo.

Me despedí de él en Buenos Aires, hace unos años. Tuve la alegría de volver a despedirme de él, un poco más cerca en el tiempo, en un viaje a Tucumán, en su casa.

Hace unos días, un amigo me anotició de que se estaba muriendo. Y hoy me llamaron desde allá y me dijeron lo mismo. Un mensaje lacónico, ni fúnebre ni formulario: un parte.

Y, sí.

Hace unos años que sé que se está muriendo. Y ocurrirá uno de estos días: se cortará, como gustaba decir él mismo. Morirá. Habrá muerto.

No será una noticia.

No tengo mucho modo de saber el hora a hora, el minuto a minuto curioso y morboso de la noticia. Será un tiempo. Un lapso. Se está muriendo, me dicen. Y así será. Se habrá ido muriendo. Como he sabido todos estos años, a la distancia, que estaba viviendo.

Me enteraré, claro. Sabré después que murió, que se murió.

Y sabré que se me murió.

A un amigo triste por su muerte, le decía días pasados que Dios le dará al insigne tucumano el ciento por uno, como suele. Y que nomás por el bien que a mí me hizo -que soy una larva torpe de hombre inútil- la cifra que le toca calculo que es inmensa, enorme.

Me alegro por él.

No soy afecto a los homenajes de hombres, y no que me parezca mal. No soy afecto, nada más.

Me gusta imaginármelo en el Cielo. Es de esos hombres que tienen unas ganas bárbaras de irse al Cielo, como decía san Benito (aunque el insigne era más bien dominicano...)

Es un hombre de la patria. Y de la Patria.

El mejor que conocí.

La Boliviana y Ralph Dahrendorf

Esta historia arranca, por lo menos, hace unos 1.460 años.

El asunto es que esta mañana, temprano, salí a cazar, como se hacía entonces. Cargar GNC (que no hay, es decir, no han cambiado mucho las cosas en ese sentido en este milenio y medio...), algunas provisiones, viandas, un repuesto para el termo -en la cueva, sin eso, no hay mate caliente- y otras cosas.

En la calle, arrebujada hoy con -3º de frío, con su mesa y sus especias, verduras frescas, algunas frutas, está la Boliviana. Los del pueblo saben de quién hablo. Hace siglos que está, primero frente a la estación, ahora a la vuelta. Tiene esa edad indefinida entre los 60 y los 85, que podría darle uno a la chola, simpática, vendedora, entradora.

Tenía los tomates a pesos 2 el kilo. Una bicoca. Redondos, pintones. No los pesa. 'Así es un kilo', dice. Y listo. Estaba barata la cebolla de verdeo (en invierno, inaccesible para el bolsillo común) y me regaló el perejil (todo un detalle: ¡está a casi pesos 10 el kilo...!)

Le pago y no tenía nada de cambio. 'Sos el primero, hoy...', me dice y se ríe, casi al alba de nuestro día, que se le habrá hecho prometedor si empezaba a vender tan temprano. '¿Sabe que en México -le digo recordando los gestos de las cholas huicholes y tabasco de aquellos lares-, la gente que vende en la calle como usted, cuando hace lo que llaman 'primera venta' del día se persignan tres veces mientras guardan la plata...?'

'¿Y cómo sabés eso vos...?', me mirá y se ríe con la cara redonda y curtida, marcando las 's', dulce el habla.

'Lo vi allá..., de veras: tres veces. Así, mire... -le cuento sin mucho detalle y me persigno tres veces para mostrarle. Me pareció que me preguntaba como si le hablara de la gente de Venus.

Y entonces prueba ella. Y dándose vuelta, casi de espaldas, riéndose: 'Es bueno. Lo voy a hacer... 'Primera venta'... Está bien... Lo voy a hacer...', me dice mientras se persigna y guarda la plata.

Me fui contento. Me extrañó que no supiera. O que no tuviera algo similar.

Cuando llegué a casa, me acordé de que hoy era la fiesta de san Benito. Vi que aunque murió el 21 de marzo (ca. 547), desde hace siglos se festeja hoy. Repasé la historia. Me acordé de la abadía benedictina en la que fui confirmado y de otras cosas de aquellos años y de los que siguieron, alrededor de san Benito y su obra y el espíritu de su obra. Dicen que sus últimas palabras fueron: "Hay que tener un deseo inmenso de irse al cielo", y tiene razón.

El caso es que un poco después vi también que le habían dado el Príncipe de Asturias (de ciencias sociales) a un inglés de origen alemán (como los Windsor, digamos), que se llama Ralf Dahrendorf. Dicen que hizo aportes a no sé qué -disculpen mi ignorancia sociológica- y que es uno de los padres de la Comunidad Europea.

Claro, como san Benito, digo: padre de Europa. Patrono de Europa, que dijo en 1964 Pablo VI.

Bueno.

Pero, no.

Al fin, se me hace que la Boliviana que descubrió feliz la cruz de la 'primera venta', está más cerca de Europa y de la cruz de san Benito, que lo que Ralph Dahrendorf está de Europa.

Y que lo que Europa está de Europa.

Si por benedictino y europeo hubiera que premiar, yo le daría un premio a la Boliviana.

lunes, 9 de julio de 2007

Las soledades de Frodo (V. Otro excursus)

Nieva ahora.

Sí. Aquí mismo, a la puerta de la cueva, donde nunca nieva. Unos copos blandos, tímidos, de a ratos aguanieve.

Y para festejar -el día de la patria en la patria nevada, que es cuando más blanca debe haber estado en toda su historia, tal vez, y eso porque el blanco viene ahora del cielo-, terminé recién de poner todo en sendas ollas (y sí: tienen que ser dos, y si vieran el tamaño...) Todo un puchero allí con sus verduras, hortalizas, carnes y encurtidos. Ya humeando todo.

Mientras, Hespèrion XX acompaña y hace Atiende y da y aquel Ay, corazón amante, de Hidalgo, con una contralto gloriosa que le pone cielo al puchero. Y, el fundador, Jordi Savall, ataca una Gagliarda napolitana que derrite la nieve. Los chicos, con cada caída blanca intermitente, salen a cantar al jardín y a correr con ilusión de muñeco de nieve. Y, de gringos que son, gritan 'llegó la Navidad', en pleno julio, en pleno invierno.

Claro.

Es eso. Precisamente.

Por ejemplo.

Ayer a la tarde, en misa, el curita hizo su mejor esfuerzo por ser canchero. Hasta parecía una especie de barricada, una sentada piquetera por el Motu proprio, si uno fuera malpensado. Que no soy. Sin embargo, igual era un cocoliche. Del 'vos, que nos amás, Señor, y nos perdonás' del rito penitencial, se pasaba al vosotros de alguna lectura o de frases escritas del canon. Y así. Una Babel de jergas y dialectos, que el curita trataba de unificar, perdiendo tiempo, digo yo, en corregir los textos escritos con la lengua oral. Todo un poco simétrico, diría yo. Vos contra vosotros. Y recontra vos contra recontra vosotros. Medio pavo todo eso. Parece el nomina nuda tenemus, y creo que algo de eso tiene.

Sin embargo, si uno daba apenas un paso atrás, veía algo bastante interesante.

¿Quién dijo aquello de que mientras hubiera sintaxis, o gramática, la gente seguiría creyendo en Dios? Y es natural.

Lo peor es que no hay cómo no haya sintaxis o gramática. Siempre habrá. Por más álogo que llegue a ser el hombre, por anomia que hubiere. Será una gramática acorde con el Dios en el que se cree. Concedo. Será un Dios a la altura de la gramática que se profesa. Concedo, también. Igual habrá gramática.

Miraba los esfuerzos del curita y pensaba. ¿Por qué las palabras y la jerga? ¿No le quedan todavía los gestos? Porque hay sembrados en la misa -por canchero que sea el curita- cantidades de gestos monárquicos, jerárquicos. Terribles.

Arrodillarse, ponerse de pie, bajar la cabeza, elevarla. Mirar en una dirección. El silencio. Toda una coreografía completa en el cuerpo y en el espacio y en el tiempo. Aunque no se dijera ni una sola palabra. Ni vos, ni vosotros, ni ustedes. Ni che, ni . Ni nada.

Se mezclarán estilos, tiempos, rarezas, improvisaciones, solturas. Pero hay gestos que no coinciden todavía con las creatividades orales.

Pequeñas rebeldías. Pequeñas muestras de autonomía. Pequeñas correcciones al diseño. Pequeñas tangentes y rodeos. Desvíos de nada. Feos o curiosos, dulces o chirriantes. Tanto da.

Parecería que no se ha llegado al fondo de la cuestión, si todavía alguien se arrodilla o se pone de pie, como mecánicamente, como naturalmente. Me dirán, y con razón, que el mismo gesto puede volverse inicuo y bestial, según quién esté adelante, ante quién se arrodilla uno, ante quién se pone de pie y por qué. Concedo, claro.

Pero los gestos siguen allí. Y le pagan tributo a un orden. Tal vez porque no son solamente gestos. Tal vez porque no se trata simplemente de un orden. Y aun las palabras, cuando no son solamente palabras.

En la novela de Tolkien, se dice que mientras Frodo viaja en el espacio, parece hacerlo también en el tiempo. Y con eso, en los estilos y las formas de ser y en la comprensión de las cosas.

De las libertades e informalidades de la Comarca, de la afabilidad -tan jovial como tontona- de los hobbits, tiene que ir viajando a gentes más altas, y no solamente altas en centímetros de altura. A medida que se adentra en el misterio del origen, va viendo los misterios del origen. Y más hacia el origen se encamina, más originales son ciertas cosas altas. De un bando y de otro. Porque también ve, viajando, lo que ocurre con Saruman y sus 'creaciones' y su lenguaje y el de sus súbditos. Y allí, viendo como en un espejo, Frodo será testigo de una cierta inversión de las gentes y de las acciones, de los gestos. Como el anverso y reverso de las cosas mientras más atrás va. Y también de los lenguajes, claro, de los modos de decir, pero también de las cosas dichas, de cómo se habla y de qué se habla. Y de los gestos, también.

Entenderá todo eso mucho más y mucho mejor que cualquiera de los hobbits que han andado esos caminos con él. Su propio camino lo lleva al origen. Al origen del Anillo debe ir. A devolverlo a su origen. O a llevarlo hasta allí, por mejor decir.

No es poca experiencia para un hobbit ese trayecto hacia el origen. Difícil experiencia. En particular, porque se recibe al modo del recipiente. y Frodo tuvo que cargar cosas mayores que él. En cierto sentido, objetivamente mayores. Y en otro sentido, subjetivamente mayores.


Ahora, la nieve de a ratos es llovizna fría. Va y vuelve, toma fuerza.

Ya las ollas bullen orondas del semejante puchero. Ellas, y los chicos, esperan. José Mercé, con una flamenca guitarra viril, está cantando desgarrado la Luna de la Victoria.

De una multitudinaria noche hobbit de fuegos, viandas y cantos, a los varones de la casa les sobraron unos vinos, de esos que alegran el corazón del hombre.


PS: Y resultó una nevada, nomás. Memorable. Histórica. De las que en una Comarca harían anales, agregarían páginas a un Libro Rojo. Como si apareciera un dragón. Fue después del puchero y antes del chocolate caliente y las roscas. Unas tres horas de nieve comilfó. Y muñecos con bufanda, gorra y zanahoria de nariz frente a la cueva. Y todo alrededor los árboles, como nórdicos. Y las calles blancas y barrosas, heladas. El loquitor -diría Castellani-, muerto de miedo y maravilla, relataba la nevada: Esto es nieve, decía, no aguanieve ni nevisca. Nieve-nieve..., será el fin del mundo, pero está nevando de veras...

¿De dónde le vendrá a la gente el pavor y el pánico ante lo maravilloso y feliz? ¿Será que lo feliz también puede ser signo de ese temido fin del mundo? Los chicos, entretanto, jugaban con la nieve de veras. Que es, como creo que contestó san Gonzaga, lo que uno tendría que poder estar haciendo si llegara de veras el fin del mundo.

viernes, 6 de julio de 2007

Quién

Quién ha puesto la luz en esta tarde;
quién deshojó ese roble y adornando la grava
puso tinto el camino;
quién amasó este pan, misericordia,
este pan que alimenta y que desangra
y hace crecer las manos que acarician
y la boca que ríe y que agradece;
quién respira;
quién sopla el viento azul, cerca la noche,
reparte aromas por el aire frío,
rociando la madera y la ceniza;
quién, de guardia,
apaga cada casa,
quiebra el día,
infunde el sueño y calla los rumores.

Y quién la noche dio;
quién las estrellas brilla para doler los ojos
con distancias y agobio,
quién refleja los rostros, las memorias
que vuelven sobre sí,
orantes, mudos;
quién puso ese vinagre en las heridas
que gimen y se curan con el fuego
de ese cauterio dulce y penetrante;
quién consuela;
quién duerme los afanes;
quién desborda de luna las ventanas
y crepita maderos
y mueve los rescoldos
de recuerdos salados como lágrimas;
quién gime
por todos los que gimen y se arrastran
y sueñan sueños tibios,
pero inquietos,
o malgastan la voz hablando a nadie,
o los ojos malgastan en lo obscuro.

Quién estalla la luz cada mañana;
quién abre el cielo en gris, lo vuelve cobre;
quién sube el sol;
quién niebla el horizonte;
quién crujió los arroyos
con escarchas y espejos ateridos bajo el pie que camina;
quién murmura
al paso arrebujado del alba de este mundo;
quién lanza el día nuevo;
quién lo viste;
quién brota la alegría
en hordas de calor, vivo, surgente,
crepitante de fuerza y en silencio
germina la esperanza y el coraje;
quién despeña el torrente;
quién el canto;
quién anima la voz;
quién silba el universo
y obliga en la raíz a las palabras;
quién florece el amor y las abejas;
y quién aquieta el mar y lo retira
y deja sólo el cielo en alimento.

jueves, 5 de julio de 2007

Las soledades de Frodo (IV. Un excursus)

Hay algunos asuntos alrededor de la soledad de Frodo que hacen que se vuelva una figura casi trasparentemente crística. Varios autores y exégetas han encarado este punto. El primero, por supuesto, el propio Tolkien.

Tal vez, la razón sea que, existiendo el arquetipo, existiendo el antitipo, no hay modo de escaparle a la relación, al reverbero del doliente epónimo con respecto a todos los demás dolientes. Y no es que todo el que sufre, sufre al modo de Cristo, sino que Cristo sufre por todo dolor y por todo doliente.

Ahora bien.

A veces pasa, creo, que una parva de exégesis tapa y desfigura lo que hay debajo: la cosa misma.

Y no pasa sólo en este caso.

Parecería que no hay modo de evitar que el hombre haga en casi todas las cosas -por cierto que especialmente en aquellas que se refieren a Jesucristo- algo parecido a lo que el memorable Inquisidor de Dostoievsky hizo precisamente con Jesús de paseo por Sevilla: 'Tú ya hiciste lo tuyo y no muy bien, según nos parece si nos ponemos exigentes: Ahora, nos dejas a nosotros que ya sabemos lo que tenemos que hacer...'

Hasta con la mejor de todas las intenciones, los hombres solemos anteponer lo que hemos creído entender, y eso en el mejor de los casos, claro. En modo alguno esto quiere decir no que haya lugar para la exégesis, que no haya lugar para tradición -y tradiciones-, que no haya permiso para la mirada que -en muchos casos, no sola ni por sí- es capaz de ver lo invisible en lo visible, el sentido último detrás de la figura.

Siempre pensé a este respecto que todas las cosas -menos Dios mismo en su mismidad divina- son algo determinado y son signo de otra cosa, a la vez. Y que no hay modo de verlas sino así. La mirada cada vez más penetrante, más limpia y más dócil, permite ver de más en más de qué cosa son signo, adónde lleva esa flecha que son también las cosas en su propia naturaleza. Una huella de creatividad presente en el hombre, permite sacar mucho aceite hasta de las piedras. Pero la cuestión primera es que hay aceite en las piedras. Incluso desvirtuando esta operación lícita, amañando el procedimiento para obtener resultados interesados, hay que pagarle tributo a esa relación.

Por ejemplo: si es posible mentir con la exégesis -por cierto que se puede errar con la exégesis-, es porque se puede acertar: esto que ves aquí significa esto otro que no ves inmediatamente aquí.

Con todo y eso, muchas veces nos ocurre dislocar el asunto: como si dijéramos que ignoramos por completo la cosa primera y es allí que nos vamos a pastorear -a veces al garete- por las cosas segundas. Y no que en ese paseo no hallemos cosas de interés e incluso verdaderas, provechosas, luminosas, útiles.

La cuestión es más o menos ésta: una nota de unicidad y de identidad en las cosas me obliga a mirarlas en lo que son, pero, al mismo tiempo, su íntima -y no accidental- calidad analógica me obliga a mirarlas según lo que significan, verlas según aquello de lo que dependen, a lo que se refieren.

Por supuesto que la mejor mirada sería la que pudiera ver sin destrozar lo que es uno, distinguiendo a la vez lo análogo. De modo que viera lo que las cosas son y con qué y en qué son análogas o similares, y a qué se refieren, todo a la vez. Dicen que, por ejemplo, el poeta puede hacer eso, como otros artífices. Y el sabio, más.

El ejemplo que se me hace más claro es el de san Juan, el amado, mirando Al que crucificaron.

Tiene que haber visto lo que vio, sin duda: un crucificado, un despojo sanguinolento, escupido y torturado, flagelado, escarnecido, humillado, burlado. ¿Y qué más vio? ¿Vio algo más? ¿Estaba viendo el sacrificio de ese justo y estaba viendo además algo que no había entendido del todo cuando Jesús lo dijo y lo entendió viendo lo que veía ahora? ¿Entendía todo lo que estaba viendo? ¿Barruntaba antes y barruntaba ahora? ¿Entreveía antes y también ahora? ¿Veía? Eran sus ojos, claro, y su mente, y su corazón. Era él, Juan, claro. No sólo, por cierto. Veía con sus ojos y entendía con su mente y veía y entendía con su corazón. Claro. Pero, en cualquier caso, no porque sus ojos, su mente y su corazón pudieran ver y entender por sí. ¿Entendía, sabía, creía que el cordero que veía era el Cordero también? Vio elevarse al cordero. ¿Y vio elevarse al Cordero? Tiene que haber sido el Dios más humillado aquel que vio levantado en la cruz. Pero, ¿vio a Dios? Y si vio y alcanzó a entender algo de lo que estaba viendo, ¿vio además todo lo que estaba pasando alrededor del que crucificaban? ¿Entendió lo que significaba? Y en Juan, y con él, ¿debíamos ver nosotros?

Frodo no es Cristo, en cualquier caso. Será crístico, acaso; y parece muy probable.

De allí que haya cosas que el propio Frodo -porque no es Cristo- no entendió de lo que vio y pasó. Y de lo que le pasó.

Y entonces y por eso mismo tuvo que ir a entenderlas a otro lugar, donde fuera posible para él entenderlas.

Pero es allí cuando no estamos muy lejos de Frodo. Cuando somos él.

lunes, 2 de julio de 2007

Espada

Flamígera y serena, cierta y justa,
la espada espera el signo levantado
que la lleve a la lid, grácil, ligera,
terrible, con el tajo agazapado,
con el filo en ardor, tan silenciosa.
Relumbra el corazón ensimismado.
La mano bruñe el puño de la espada;
voraz de gloria, su dolor pasado.
Suena el aire y el grito y la batalla
quiebran la quieta paz del mundo ajado.
Fulgura el humo azul, caliente el polvo
suda en sangre y en luz y va mezclado
con lágrimas, rumores, ayes fieros
que cantan lo perdido y lo ganado.