miércoles, 26 de septiembre de 2007

Los secundarios (VI): El Protagonista

Veamos otra vez lo central de la doctrina del secundario o del extra.

Tenemos que ver nuestra vida con alguna finalidad. Imposible vivir sin concebir alguna finalidad, imposible actuar siquiera.

Supongamos entonces que nuestra vida es la de un secundario, la de un extra. Estamos al servicio de algún personaje principal. No solamente al servicio del Gran Personaje Principal y sus designios, sino de otro u otros más inmediatos, próximos. Y supongamos que debamos ver que en eso está el para qué de nuestra vida. Allí se dirime el Plan.

Como si dijera que soy, no solamente yo respecto de mí mismo, sino en un sentido definitorio, el vecino de mi vecino, el padre de alguno de mis hijos, el profesor de algún alumno cuyo nombre no retengo, y así. Sin más protagonismo que ése. Y los protagonistas son mi vecino, mi hijo, aquel alumno que he olvidado.

En cierto sentido, el planteo podría considerarse radical y, en ese mismo sentido, ontológico. Pero más inmediatamente podría vérselo como un planteo casi digo moral. Podría pasar que en ciertas y determinadas circunstancias apenas pudiera atisbar o sencillamente desconocer por completo el verdadero para qué, el hondo, el que hace juego con la historia completa, no simplemente con la historia considerada como una biografía, o, lo que sería casi extremo, como una autobiografía.

En una película de Frank Capra -It's a wonderful life)- que se llamó en castellano ¡Qué bello es vivir! (1946), el protagonista sufre la quiebra de su pequeño banco de préstamos sociales y casi caritativos. Desesperado por haber defraudado a tantos quiere suicidarse. Un ángel viejo y torpe, que por eso mismo no ha logrado sus alas todavía, tiene por misión persuadirlo de que no lo haga. Toma entonces una frase del protagonista y la vuelve una realidad paralela. Así, y como el personaje ha dicho en su desesperación que hubiera sido mejor no haber nacido, el ángel gordinflón lo hace vivir la vida tal y como hubiera sido sin él. Una experiencia espantosa para el personaje que encarna James Stewart, que tiene que ver y sufrir la vida de todos los que conoce y ama, tal y como resulta sin su existencia en medio de ellos, aun cuando él consideraba que su vida era menor, y hasta un auténtico fracaso.

Estamos ante el mismo asunto, en substancia. Apenas tocar el hilo de la existencia de un personaje casi anodino y el cosmos se desbarata.

La cuestión que planteo, sin embargo, va un poco más allá. Pues, una vez que hayamos aceptado que somos el personaje secundario o el extra, nos queda el término de esa relación, que bien puede no sólo permanecer desconocido sino difícil de percibir o detectar.

¿Quién es nuestro protagonista, aquel de quien somos secundario o extra?

¿Podría ser algo, incluso, y no necesariamente alguien? De hecho, no es imposible pero es más difícil porque, si fuere algo, es probable que nuestra singularidad brillara allí de un modo destacado o heroico y eo ipso podría volverse el nuestro un papel protagónico.

Pero si es alguien, y no un hecho, no resulta menos difícil, aunque en otro sentido muy importante, creo.

Porque habrá que estar atento siempre.

No es fácil que sepamos en quién está nuestro para qué. Por cierto que puede ser un episodio extraordinario en nuestras vidas lo que nos ponga frente o junto a nuestro protagonista. El mismo caso de Gollum es lo bastante nítido como para que Gollum pudiera haberlo advertido, si hubiera estado en condiciones, precisamente, de advertir otra cosa que no fuera su desastrado deseo del 'Tesssoro'.

Y esto es esencial para las consecuencias de esta doctrina casera: No sabemos.

No sabemos quién es nuestro protagonista, qué es. Cuál es la persona o el episodio que justifica nuestra existencia y nos requiere siquiera una acción, una decisión, una intervención, que con frecuencia deberíamos considerar menor, especialmente porque estamos habituados a la vida de un protagonista y medimos lo que cuenta e importa en nuestra vida por su dimensión o referencia a nuestros planes y deseos o lo medimos en relación con lo que creemos que es el para qué de nuestra existencia.

Veamos, por ejemplo, el caso del Buen Samaritano (Lc. X, 29-37) y veámoslo a la luz de esta cuestión. ¿Quién es el personaje principal y quién el secundario? ¿Quién está en función de quién? ¿El hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó es simplemente una excusa para que el Buen Samaritano se luzca?

No deja de ser curioso el diálogo que Jesús mantiene allí con quién le pregunta quién es su prójimo. Porque al finalizar la parábola, la pregunta programática de Jesús no es exactamente quién trató al asaltado y herido como a su prójimo sino que pregunta quién se comportó como su prójimo. San Agustín explica esto diciendo (De doctrina christiana 1, 30):
Vemos por esto que el prójimo es aquel a quien debemos prestar asistencia y misericordia, si la necesita, o a quien la deberíamos prestar si la necesitase. De lo cual se deduce que aquel de quien debemos recibirla es también nuestro prójimo; pues la palabra prójimo es relativa, y ninguno es prójimo sin reciprocidad. Pero ¿quién no ve que a nadie debe negarse el oficio de caridad, cuando dice el Señor: "Haced bien a los que os aborrecen" (Mt. V, 44)? Además, es manifiesto que este precepto de amar al prójimo se extiende hasta los santos ángeles, que nos dispensan tantos beneficios de caridad. También el mismo Señor quiso llamarse nuestro prójimo, dando a entender que fue Él quien ayudó al que estaba medio muerto tendido en el camino.
Es verdad, también, que el sentido de la parábola tensa de tal modo la polaridad y la oposición entre el caído y el samaritano, de modo tal que obtiene un sentido universalísimo para todo hombre, toda vez que intencionalmente hace prójimos a dos que no deberían -o no solían- tener contacto alguno, como son los judíos y los samaritanos. A tal punto brilla el valor y el sentido de la parábola -que sonaba tan distinta a los oídos de aquel público judío- que la misma expresión 'samaritano' es imposible ya sin su nueva y exótica –para ellos- connotación caritativa. Todo un rasgo de humor crístico, sin duda. Por cierto, además, que la aplicación que hacen los Padres en la Catena Aurea de esta parábola, transparenta a Cristo detrás del samaritano, como también corrobora san Agustín.

Como quiera que fuere, en ella hay algo de lo que interesa ahora. Porque podría decirse que aquel hijo de Samaria –en la lógica estrictamente narrativa de la parábola- no sabía y no tendría por qué haber sabido que aquel episodio, no tan inusual en aquellos caminos -la parábola hubiera sido extravagante e inverosímil, de otro modo-, se volvería la ocasión de su para qué. Aunque en cuanto a Cristo-samaritano no es aplicable porque la conciencia de su para qué es lucidísima y nítida siempre, insisto en que bien se puede tomar nada más que el modelo, la mera estructura narrativa para aplicarla a nuestro propósito. En ese registro, de hecho podría decirse que nada sabemos del antes y del después en la vida del samaritano. Y tenemos la impresión, si lo pensamos bien, de que nada importa tanto del antes y del después, comparado con su encuentro con aquel judío en el camino a Jericó.

Así visto, tal vez la existencia del samaritano tenía aquel para qué. Y aunque podría decirse que es menos todavía lo que sabemos del judío asaltado y herido, parece claro que el samaritano obra en función de aquel judío. El matiz despectivo que tenía el origen de aquel hombre caritativo hace más fuerte esta relación ascendente del secundario al principal.

A la misma vez, y ahora sí asociado Jesús al samaritano y los hombres al judío robado y herido, la relación se hace más abismal y vertiginosa pues el que es de todas maneras por sí mismo protagonista y principal se vuelve secundario y extra en beneficio de uno que se vuelve protagonista y principal y que es por sí mismo secundario y extra.

Ésa es, por otra parte, la conclusión misma de la perícopa, según su propio autor:
¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?
Él dijo: “El que practicó la misericordia con él.”
Díjole Jesús: “Vete y haz tú lo mismo.”
Menuda cosa toda esta cuestión, puestos a ver, que confirma por una vía completamente insospechada alguna validez de la doctrina del secundario: Es lo que el propio Jesús hizo con los hombres, a juzgar por lo que dice la parábola.