jueves, 22 de mayo de 2008

Noticias de Cicerón

No lo sé bien. Pero estoy casi seguro de que entre los condescendientes lectores de esta bitácora no hay políticos-políticos, usted me entiende. No políticos como usted y yo y aquel y éste de más acá, que no somos políticos en ese sentido (y no sé bien en cuál sí somos políticos...)

Políticos-políticos, quiero decir. Y no, no lo creo. No tendrían mucho tiempo, imagino, para leer estas zarandajas. Ni ninguna otra cosa, tal vez, por mejor que fuere. Apenas si se ocuparán de encuestas, reportes, informes, expedientes. Estarían ocupados, preocupados, activos y movedizos en medio de la polis y de las cosas de la polis. Infatigables.

No por despreciar, claro, pero me pregunto: ¿puede, debe, quiere, un político-político dedicarse a los estudios y, lo que suena peor aún, a la poesía, digamos, a las artes, a la filosofía, a las ciencias del espíritu? Dedicarse de verdad, no para vestir un discurso o para hacerse el místico...

Porque lo que es cierto es que uno mismo, si bien se fija -que no es ni político ni nada-, apenas asomando el morro al bies en asuntos alrededor de lo político, desde bien alto en la platea, bien lejos de la escena y de la arena (leyendo el diario, si acaso...), ya con sólo eso siente una fatiga y tanta pesadumbre que ni siquiera le quedan ganas no ya de escribir sobre eso que se ve, sino que -supuesto que haya escrito algo al respecto- ni siquiera le dan ganas de ver o volver a leer lo mismo que se acaba de escribir.

Es muy desgastante.

Pero es bien interesante me parece saber por qué: por qué desanima tanto a tantos meter el hocico no en las podredumbres de la 'política de mierda' que diría Borges, en la política bastarda que no merece el nombre, sino en las verdaderas cosas del común, mirarle la cara a los enemigos del común, pensar las cosas del común, hacer algo por las cosas del común. Alguna vez habrá que escribir un poco sobre este asunto.

Por lo pronto, estaba pensando en estas cosas y me acordé -nada se pierde, nada...- de un texto que solía y todavía suelo dar en algunas clases. Y creo que viene muy a cuento, fíjese...

Resulta que una vez, y como abogado que era, Cicerón estaba defendiendo en un juicio rutinario a un maestro y amigo suyo, Aulo Licinio Arquias, griego de nacimiento, hombre de Antioquía. Culto y sabio, parece, y famoso y protegido por hombres notables en su tiempo. Un intelectual, diríamos hoy, al que un tal Gratio había acusado de no poseer la ciudadanía romana, razón por la cual se lo quería desterrar de la ciudad, en virtud de una ley del año 65 a.C. que así lo mandaba. El juicio fue en el año 62 a.C., justo en el momento en que Pompeyo volvía triunfante de Asia a Roma y Cicerón, como político-político que era también, aspiraba a un alto cargo en lo que se venía con la vuelta del Pompeyo glorioso.

Esta pretensión de Cicerón hizo que incluyera, en ese discurso defensista para un juicio sin demasiada importancia, un largo tratado breve de ciencia política, que le venía muy bien además para exhibirse como candidato idóneo para secundar a Pompeyo, por su formación y pericia. Arquias salía de paso beneficiado también porque el argumento era más o menos éste: Yo, Cicerón, soy muy útil para la República porque Aulo Licinio Arquias me enseñó todo lo que sé y que pongo ahora como he puesto siempre al servicio de la gloria y de la grandeza de Roma.

Uno de los puntos principales que desarrolló en su argumentación, y con la excusa de exaltar la importancia de las letras y las artes que había aprendido de Arquias, fue precisamente contar de qué estaba hecha su propia formación política e intelectual, en qué descansaba, con qué fortalecía su espíritu para afrontar las responsabilidades de la república, que tanto tiempo y trabajos le ocupaban.
Me preguntarás, Gratio, ¿por qué este poeta es tan de nuestro gusto? Porque nos suministra con sus obras materia donde se restaure y recree nuestro espíritu de este ruido del foro, y nuestros oídos, aturdidos por el clamoreo, descansen. ¿O es que tú crees que tendríamos material suficiente para hablar diariamente de tanta variedad de asuntos, si no cultivásemos nuestras facultades con la doctrina, o que podría soportar nuestro espíritu tanta tirantez, si no aflojase un poco con ese mismo estudio? En lo que a mí respecta, confieso que me doy a estos estudios. Que se sonrojen otros que de tal suerte se enfrascan en las letras, que no pueden sacar de ellas ninguna utilidad para el prójimo, ni mostrar el fruto de sus privados entretenimientos. Pero yo, ¿por qué me he de avergonzar, oh jueces, si hace ya tantos años que haberme dedicado a ello jamás me apartó del peligro o ventaja de nadie, ni me retrajeron los pasatiempos, ni me retardó el sueño necesario?

¿Quién, pues, podrá reprenderme, o quién con justicia enojarse conmigo, si el tiempo que se concede a otros para el desempeño de sus negocios, para la celebración de las fiestas con ocasión de los juegos, para el goce de otros pasatiempos y hasta para el descanso del espíritu y cuerpo, ese tiempo, digo, que otros emplean en prolongados festines, en el tablero, en la pelota, me lo tomo yo para repasar estos estudios?

Y con tanta mayor razón se me ha de dispensar en esto, por cuanto con tales estudios se acrecienta el poder de mi palabra, el cual sea grande o pequeño, nunca faltó a mis amigos en sus peligros. Y si esta elocuencia pareciere a alguien cosa baladí, en cambio yo bien me sé de qué fuente saco otras cosas de grandísima importancia.

Pues, si ya desde mi juventud, y a fuerza de ahondar en las máximas de los filósofos y de estudiar en los poetas e historiadores, no hubiese sacado la persuasión de que nada hay tan digno de desear como la gloria y el honor, y que para conseguirlo se han de tener en poco todos los tormentos del cuerpo, todos los peligros de la muerte y del destierro, nunca me habría expuesto por vuestro bien a tantas y tan grandes luchas y a esos combates diarios de la gente perdida.

Y ciertamente llenos están todos los libros, llenas las máximas de los sabios, llena está la antigüedad de ejemplos, los cuales quedarían todos envueltos en tinieblas, si no los alumbraran la luz de las letras. ¡Cuántos ejemplos de varones fortísimos, no sólo para deleitarnos con su vista sino para imitación, nos dejaron consignados los autores griegos y latinos! Y estos ejemplos me los ponía yo delante en la administración de la república y procuraba reproducir en mi interior las virtudes de aquellos varones eximios al evocar sus recuerdos.
Digan lo que quieran de don Marco Tulio, que en algunas cosillas de la política-política no fue del todo ejemplar, pero está diciendo aquí una cosa que él mismo hizo. No está diciendo simplemente algo que lo deja bien parado, no es un mero discurso oportunista y de circunstancias. Es verdad. Era un hombre sabio, un estudioso aplicado, que nunca entendió que fueran incompatibles los estudios y las artes con la política-política, o que esas aplicaciones del espíritu no le sirvieran incluso frente a la 'política de mierda', cuando tuvo que hacerle frente.

Tenía talento para ambas cosas, concedido. Sabía y estudiaba cosas y sabía hacer política-política (y hasta un poco de 'política de mierda' dizque sabía hacer e hizo también, alguna vez...)

Pero lo que lo ha hecho grande en muy buena medida es una cosa que sabía y que es eso mismo que dice haber hecho y que efectivamente hizo: la mejor política-política se hace sabiendo y sabiendo saber.