martes, 8 de julio de 2008

Breve entremés en el que se pretende que se deje entrever el ser de este merengue

El mundo alrededor está vario y sabroso, como siempre.

Y claro que hay alguna que otra cosa por allí: urgencias, puntos de honra, parteaguas de la historia y de la vida.

Y hasta más de una sería una bonita ocasión para el comentario zumbón, o para la sesuda reflexión, siquier la palabra desdeñosa, aun la pía meditación, acaso la admonición envarada; ya tal vez cupiera la ficta o veramente humilde advertencia, ya podría ser el apóstrofe paternal, el coloquial consejo fraterno, el discurso indignado, la indicación flamígera, la negligencia vitriólica, la cadencia morosa.

Sí, claro que sí: tanta cosa del sumario de estos tiempos y de este mundo podría merecer palabra y gesto.

Pero, ¿para qué?

Y más: ¿por qué?

No. Nada de eso. Nada así.

Sin ir demasiado lejos: nomás el aire de julio, por ejemplo, vino ambivalente, pero siempre tan digno de ser visto y vivido, verlo y vivir en medio de sus grisidades raramente coloridas, olerlo en sus fuegos, ahora esporádicos, añorados. Y para mayor vértigo, ya se barrunta agosto, más inestable, más bifronte todavía.

Lo que es hoy, pían pájaros a mansalva; el jardín aparece húmedo y seco, según la hora y el día; el sol calienta un poco de más pero no por eso deja de girar su curva celeste apenas levantándose por sobre el horizonte, bordeando el palo borracho a la altura casi de su panza, esquivando el laurel malhumorado y cetrino, mofándose del ciprés calvo prudentemente perenne, trasluciendo una araucaria lejana que extraña mejores fríos, tiñendo las tardes ferruginosas en caídas silenciosas que refrescan el aire, al fin y al cabo.

Cuando no dormita buscando calores mezquinos, el perro de la casa, por ejemplo, juega interminablemente a la pelota y, según con quien, la retacea con lúdicos dientes temibles o “la lleva” con las patas, la ataja en el aire, la esconde, la corre.

También hay una vigorosa cidra mexicana que no para de crecer; un limonero de cuatro estaciones que todavía no da del todo en ninguna pero ‘hojea’ a más no poder enormes hojas carnosas; una ‘SantaRita’ en ciernes que se chamuscó con las abruptas heladas de junio y de la que mi madre dice con sentencia inapelable “ni la toques, va a vivir...”

Con todo y eso, alrededor de estas inmensidades, pasan cosas. Alrededor por afuera y alrededor por adentro.

Se ve que si uno fuera o tuviera que ser ansioso (ansioso de hoy, ansioso de este invierno, ansioso de este año, de este decenio, de estos siglos) estaría de lo más desorientado, inquieto.

Podría estar eufórico o triste y cada cosa a su turno o ambas a la vez.

Como podría patinar todo a lo ancho de una apatía olímpica, patriarcal, que escondiera bajo el fino hielo superficial terrores a quintales u honduras tenebrosas de pensamientos poco nobles, de alegrías infelices, carcajadas de desesperanza, seriedades de agruras.

Podría, sí. Claro.

Pero, digo yo, ¿qué apuro hay? ¿Qué necesidad hay?

¿No tiene la vida -aun aquí mismo, todavía ahora mismo- un reverbero inagotable, bullendo en el tiempo de una vida de hombre?

Siempre es más agradable el camino si se sabe que hay puerto al final. Y la dos cosas son emocionantes, el camino y la llegada. Ir y esperar.

Saber que, mientras, se transita y saber que, al final, hay un final.

Saber que las cosas pasan. Saber que se llega. Y entre el principio y el fin, el medio. Y uno en el medio.

Todo pide atención, todo es comida y bebida, todo dice algo, todo muestra algo. De todo lo que es y pasa se vive -aun aquí y todavía ahora-, en poco o en algo o en mucho, de un modo alguna cosa, de otro modo otras cosas.

Parece que basta rumiar y ver, calmadamente, digiriendo, descartando módicamente si se puede con el dorso de la mano, aferrando serenamente si se puede con dedos firmes, esto y aquello, siempre mirando y viendo, nunca sin mirar ni ver.

Siempre, cada día, cada hora, antes del final, es el tiempo de algo y de alguien y es la víspera de algo y de alguien.

Siempre, y hasta el final. Gracias a Dios.