domingo, 20 de julio de 2008

Versos de piedra (V)

En el apuro, me quedó algo por decir de aquellas palabras de Don Leopoldo, que copiaba días atrás.

En esa época, realicé mi segundo viaje a París, donde una profunda crisis espiritual me lanzó a la órbita de la metafísica, para usar una figura muy propia de los días actuales.

Fue mi segundo llamado al orden que se tradujo, literariamente, en la planificación de mi novela Adán Buenosayres, aparecida veinte años después, y en el rigor poético de Laberinto de Amor y de los Sonetos a Sophia. Y digo rigor poético ya que todas esas composiciones fueron realizadas en una mortificación del idioma verdaderamente penitencial para un versolibrista como yo lo era.

Es verdad, para mí al menos, que el soneto que le sigue traduce en parte esta confidencia, como una voz inaugural de los Sonetos a Sophia que allí está presentando.

Pero es eso del rigor poético lo que me frenó desde que lo advertí.

La ascesis del espíritu asociada a la lírica y más particularmente a la composición lírica. No es un asunto fácil de explicar, me parece.

La belleza como ascesis, como purificación, como moldeamiento del hombre.

¡Qué difícil es explicar la relación entre el espíritu y la belleza en esos términos... y en cualquiera, casi!

Más fácil es aplicar el placer al mundo de lo bello y de (le desconfío a la palabra) lo estético, aunque se especifique que se trata de un placer espiritual también o más que nada, con lo que parece entonces que la palabra placer queda exonerada de sus connotaciones desde simplemente hedónicas hasta de las menos inocentes superficialidades esteticistas o directamente de sus posibles notas pecaminosas de morosas delectaciones que tengan lo suyo en ser delectaciones tanto como en ser morosas.

¡Cuánto nos queda por aprender! ¡O, tal vez, qué mal nos habrán enseñado esa coexistencia riesgosa siempre entre la belleza y el mundo espiritual!

Que la alegría del placer de lo bello pueda burilar el corazón y las pasiones, es algo difícil de entender. Que la belleza nos dé a la vez alegría y un dolor de ausencia y de presencia que mortifique y vivifique al hombre al mismo tiempo, tampoco es cosa fácil de entender.

Y no es más fácil entender que el artífice use los mecanismos y las prácticas propios de su arte para moldearse el corazón. En las artes plásticas, tal vez sea más sencillo, más próxima una cosa a la otra. El cincel del escultor es una representación relativamente inmediata de cuánto más que el mármol, la madera o la piedra puede cincelarse con el arte. Fra Angelico pintando el cielo de rodillas, como se dice que hacía casi en éxtasis, es otra ocasión de ver al cuerpo acompañando al alma en los gestos de afuera y adentro y a todo el hombre en una tensión que es al mismo tiempo presencia arrobadora y alegre ausencia penante, como de nostalgia.

Pero cuando se trata de hacer eso con la palabra, ya no es tan fácil explicar qué significa rigor.

¿Cómo asociar el rigor a la alegría del dolor de la belleza cuando se trata de palabras?

Porque podría decirse que en la elección de las voces -evitar algunas, obligarse a otras- hay un ejercicio de orden, de erosión purificadora, de selección ordenadora, casi físico y sin casi. Sí, pero no es eso. No sola ni principalmente eso.

Marechal habla además del metro -la palabra medida y acentuada rítmicamente- burilando el corazón, acompañando el ejercicio de pulido, o generándolo, como medicina también.

Probablemente -seguramente- haya que ser poeta para entender esto.

No creo que Marechal pensara que en el verso libre no hay poesía o belleza. Dos cosas que la palabra humana puede alcanzar y hacer, libre de ritmo musical exterior incluso, libre de medida exterior.

Creo que la referencia de Don Leopoldo está asociada más genéricamente al valor del silencio como maestro espiritual. Al silencio como ritmo sonoro, como sonido, más que como simple negación del sonido. Y al ritmo como silencio.

Cierto embretamiento del corazón, más que en palabras en silencios, en rítmicos silencios. Y no para mostrar la destreza en el mundo de los sonidos, no para el artificioso alarde rítmico del artífice.

El ritmo como silencio. Como una nítida señal de ausencia, de límite, signo de la realidad del hombre, a la vez que de la realidad de las cosas consteladas y armónicas: y algo que vaya amansando al corazón en una respiración de ausencias, como una jaculatoria de sonidos rítmicos que serenan el alma por la negación musical. No la negación de la música sino precisamente lo opuesto: la negación en la música.

El silencio acorde. Y un acorde silencioso. Una música callada, que diría Fray Luis de León.

Silencio y música, dolor y gozo, presencia y ausencia todo rítmicamente acompasado. Sereno el aire, serenando al corazón, haciendo el orden con el mismo orden, en representación rítmica.

Y en palabras que son voces interiores más que exteriores. Un restaurado entender y ver en el verbo de la mente y el corazón: un verbum interius, un verbum cordis que en ese rigor poético al que se somete recibe como la disposición ascética que le dicta el silencio de la voz, el ritmo de los sonidos, para con eso retomar un orden anterior, anterior en el tiempo y en hondura y en raíz; para entender todo de nuevo, pero mejor, o por mejor decir, bien.

Para que al final la voz exterior se adecue a la original palabra interior, como diría santo Tomás: et haec est dispositio interioris sermonis, ex qua procedit exterior locutio.

Y así, incluso, poder pasar de la consideración de un verbo a la del otro Verbo, y entender lo que se alcance a entender del uno por el otro, en ambos sentidos de dirección, como intenta explicarnos el mismo santo Tomás en otras partes, que se ve que era tema que lo apasionaba.

Pero mejor aquí lo dejo, por ahora.

Bastante tengo ya con el rigor feliz, como para ir detrás de la exigente alegría.