sábado, 27 de septiembre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón (III)

Más lo pienso y más complejo aparece, y quién sabe si no es posible que algo de la naturaleza ambigua y bífida del propio dragón se cuele en el asunto. Aunque tal vez no lo sea del todo tanto y pueda aproximarme un poco más a diluir la pregunta.

Pensaba, por ejemplo, que, hoy por hoy, la celebración de san Jorge es optativa y que sigue siendo poco lo que se sabe de su vida y de su martirio. Se discute aquí y allí acerca de sus padres, de la zona o ciudad donde nació y murió, de lo que hizo, de sus viajes. Pero, a la vez, se ve a las claras que es notable la difusión de su culto, no solamente por lo que popularmente ha logrado en el corazón y la devoción de las gentes comunes, sino por la inmensa cantidad de patronazgos que se le han conferido: de Inglaterra a Georgia, de la orden de la Jarretera a los scouts, de los artistas de circo a Portugal. Pero también -al menos también- siempre detrás, creo, de la fascinación de su hazaña mayor: mató al dragón.

Toda la cuestión, se me hace, tendría que ser considerada de un modo muy especial, y más en nuestros días.

Casi diría que, sin la atenta consideración de la metáfora y el símbolo -tal como parece sugerir el propio Chesterton en aquel pasaje de Ortodoxia del que vengo-, el asunto tiene poca importancia o es un disparate ilusorio.

Parecería haber una línea de pensamiento según la cual la relación del cristiano con el dragón es -aunque existan rangos distintos en esta relación- inevitable. Y resulta así no solamente en un sentido simbólico y también sobrenatural, sino hasta en sentido metafísico, según parece apuntar Chesterton.

San Jorge es el cristiano, por cierto, además de ser san Jorge, como todo santo es el cristiano de algún modo. Pero, ¿y el dragón?
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Chesterton parece ponerlo allí en relación con la naturaleza y con el mundo, no solamente con el mal. Pero, tal como allí dice, con el mundo en oposición al universo. Un modo de naturaleza y mundo que es como si fueran parte axial de un universo -subsidiario del real- maleado y paralelo, en el que reina el dragón como un rey usurpador. Por cierto que ese usurpador asume con su figura la de algo precioso y hasta profundo, y en cierto sentido también la figura de algo grande, bello, sabio, poderoso. Pero maleado. Resume en sí los elementos y no de cualquier modo, sino de un modo en cierto sentido sublime y eso porque su excelencia no es de volumen material o poder físico, exclusiva o principalmente, sino espiritual. No importa tanto que nade, vuele o lance fuego, que viva siglos o crezca contínuamente. En algunas mitologías, el dragón vive en lo profundo de las oscuridades terrestres y se sorbe las raíces de los árboles que sostienen al mundo, lo cual le confiere un poder adicional. No como los demás animales que comen de sus frutos, sino de las raíces. A la vez, en las figuras más típicas, el dragón es el guardián de tesoros o de cosas valiosas, que al parecer no custodia celosamente por el valor de lo custodiado, sino por su avaricia, por su codicia y maldad. No hay por qué pensar que los tesoros que guarda y aparta de los hombres hasta hacerlos morir por ellos, sean lisa y llanamente tesoros materiales.

Algo de todo eso habrá hecho probablemente que Tolkien dijera en una de sus cartas (la 122 de la edición de Carpenter) que le "parecen un fascinante producto de la imaginación". Pero -y siguiendo la tradición occidental- por poderosos que fueren, no hay dragones buenos en la obra de Tolkien, del Smaug de Bilbo al Crisófilax del cuento de Egidio: "tenía un corazón malvado (como todos los dragones) y no muy valeroso (cosa también frecuente)..." (pág. 50 de la edición de Minotauro.)

Aunque precisamente Tolkien parece ser uno de los pocos que en esos territorios ha logrado distinguirse, suele pasar que lo malo y oscuro tiene una especie de ventaja, no solamente en la realización plástica de sus figuras y representaciones, sino también en nuestra imaginación. Es curioso: lo poderosamente malo, aun lo feo y deforme, ejerce y despierta una capacidad imaginativa que a lo bueno parecería no llegarle nunca del todo. No en las cosas en sí, por cierto, sino en la imaginación humana y en la realización plástica de esa imaginación.

(Apuntando al pasar, pienso que algo de eso hay no solamente en aquello de Aristóteles en su Poética, cuando en aquel famoso pasaje del capítulo IX defiende -incluso contra Platón- la primacía de la poesía sobre la historia, en carácter filosófico y universalidad. También, y tal vez más propiamente, se relaciona con lo que dice en el capítulo XXIV acerca de la necesidad de lo maravilloso verosímil en la epopeya.)

Visto así, tal vez podría pensarse que buena parte de la simpatía que despierta, así como del predicamento y estatura humana, moral y hasta sobrenatural de san Jorge, vienen del dragón al que está ensartando con su lanza y que por eso mismo se retuerce bajo los pies del caballo blanco que monta. De ese dragón nadie parece haber dudado jamás, a él nadie le ha dicho que su mención será optativa, a ese dragón nadie le pide documentos ni partida de nacimiento, ni pasaporte ni certificado de defunción. Lo cual parece perfectamente comprensible y justificado. Pero no por la obvia razón (no se apuren los sutiles previsibles...) de que nadie espera que ese dragón exista. Sino, tal vez, precisamente por lo opuesto: nadie parece dudar de que algo así como ese dragón sea posible.

Lo cual, en principio y de ser así, bien podría dejarme a las puertas -absolutamente provisorias- de alguna resolución para mi perplejidad.

Lagarto, caimán o tiburón (II)

En algún sentido podría importar si el dragón es un animal existido (o existente...); pero me parece que, a cualquier efecto dentro de los límites que me impuse, bien podría darlo por existido o por no.

No estoy detrás del catálogo erudito del paleontólogo, ni de la erudición siquier mística, con las que se podría enumerar características biológicas o hacer una panopsis de las simbologías del dragón desde los celtas a los chinos, de los Nibelungos a los capadocios. Eso es harina de otro molino, creo. Como tampoco tiene sentido aquí tratar de dirimir la contradicción real o aparente de que para algunos sea el epítome de la maldad -como en general ocurre en occidente- y para otros -como en extremo oriente- el numen de todos los bienes.

De hecho, tal vez basta decir que es simplemente un dragón, con lo que eso significa para nuestra imaginación aquí y ahora. Y no sé tampoco si tan actual, porque parece que durante siglos los dragones consiguieron una fama que no consiguieron otros bichos, tal vez asociada a su naturaleza reptil. ¿Qué logró eso? ¿La rareza -y naturaleza- de un semejante animal existido? ¿Los símbolos que carga, si existió sólo como símbolo? ¿Un poco de las dos cosas y por alguna causa que se nos ha perdido? Me parece que se puede admitir provisoriamente que tanto da. Un dragón es más o menos un dragón, si se entiende lo que digo. Y, real o simbólico, es lo suficientemente singular, al punto de que no pocos lo consideran la criatura (real o imaginativa) más bella que existe, y en la que tierra, fuego, aire y agua se armonizan, y todo eso, incluso haciendo abstracción de su carácter moral.
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Ahora bien, y precisamente por eso mismo tal vez, ¿sería san Jorge quien es si en vez de un dragón hubiese matado un caimán o un tiburón, por no decir una corzuela o un buitre? ¿Es un matador de animales más o menos pestilentes, más o menos voladores, más o menos pirógenos? Incluso las razones por las cuales los reptiles 'gozan' de la prensa que tienen serán importantes en alguna clase de estudio. Será lo que tengan en su legajo existencial o lo que haya en las raíces de su cualidad simbólica: no estoy investigando directamente ese punto.

Solamente pensaba por qué parece que es más difícil, menos decente, menos razonable, negarle la existencia al dragón que al santo. Por qué -como ya dije- parece que si digo "san Jorge existió..." casi necesariamente tengo que dar explicaciones infinitas y recibo una cierta sonrisa, explicaciones que nadie me pide demasiado y sonrisa que más bien no recibo si digo "...y mató al dragón..."

Tal vez la razón sea casi cínica: nadie se molestaría en discutir la existencia real de un dragón "seriamente", y cuando se usa el término se lo asocia automáticamente a un símbolo, complejo, rico, oscuro: pero un símbolo, y nada más y nada menos. Si fuera así, bastaría entonces una especie de acuerdo tácito, una concesión léxica, para decir "mató al dragón..."

Y parece claro que, si así va la cuestión, en nuestro caso el dragón resulta subsidiario respecto de san Jorge, que sería lo principal. Y si san Jorge está nimbado de leyenda, parte de ésta es haber matado a un ser inexistente.

Pero hay dos cosas ciertas. Es cierto que hay dragones por afuera del episodio de san Jorge en todas partes y en todo tiempo. Y es cierto también que todavía hoy el mundo busca dragones, como busca rastros de otras criaturas. Y -aunque acá estoy aventurando demasiado- creo que casi a condición de que no tenga que corroborarse con un presunto hallazgo del bicho en cuestión, alguna asociación -salvo literaria- con un santo.

En ese caso, ocurriría entonces que la expresión "san Jorge mató un dragón" solamente comienza a ponerse peligrosa si Jorge existió como una persona real, histórica. Incluso diría que se vuelve específicamente grave si ese hombre que existió fue un santo. Porque es bien probable que si se tratara de un cazador de la alta edad media, o más antiguo, aficionado a las emociones fuertes, o como líder heroico aun destinado a librar a una comunidad de un flagelo cruel y carnívoro, habría quienes estarían dispuestos -con una pizca de adrenalina como si dijera científica- a afirmar aunque más no fuera hipotéticamente la existencia de un dragón, incluso de uno comm'il faut, con todo y fuego y alas. Sin ir muy lejos, recuerdo ahora un documental al respecto... de la BBC, buscando reconstruir las bases biológico-históricas de unos huesos hallados en una caverna de alta montaña, atribuidos precisamente a un dizque dragón y a sus presuntos matadores. Por cierto que nadie habló allí de un santo.

Pero peor se pone la cuestión todavía si la oposición entre el santo y el dragón es en razón de que cada cual es lo que es y cada cual representa lo que representa. Como si dijera que uno podría llegar muy cerca de sufrir el colmo del desprecio si sostuviera que san Jorge mató al dragón 'porque' era un santo. Y al parecer, esa actitud escandalizada es más común en nuestros días, en razón de que los dragones parecen haber vuelto a la tapa de las revistas, a las historias para chicos (cuesta un poco llamarlas cuentos de hadas) y, por supuesto, a Hollywood.

Sin embargo, aun en este caso, creo que habría quienes no se preocuparían tanto por lo que se dijera del dragón, como por ejemplo que debía morir en razón de su condensada maldad, de su crueldad insaciable y creciente, de su avidez, de su astucia maligna, de la opresión que ejercía sobre los que lo rodeaban, y cosas así. Puestos a ver, es más o menos lo que se podría esperar de un dragón, de este lado del Cáucaso, al menos.

Y hasta aquí llegamos, por el momento. No sé si podré resolver mi preocupación -ciertamente algo inútil- pero me interesa el asunto. Además estuve viendo algunas cosas en Tolkien y, sobre todo, releyendo lo de Chesterton, que dice más que lo que había visto al principio.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón

En realidad, hay que hablar de dragón y sin tantas vueltas.

Pero empiezo por el principio, porque el dragón no es lo primero, y diría que ni siquiera es lo último.

El caso fue que me pidieron que buscara un texto en Ortodoxia de Chesterton. Obediente, fui y lo busqué. Fin del caso.

Hasta que empezó el otro caso, porque me topé -leyendo al bies- con unos cuantos dragones y algunos sanjorges. Claro, Chesterton es inglés, qué se puede esperar.

Entonces, no sé si les pasaría a ustedes, se salta uno de allí casi directamente al expediente "Fiesta optativa c/ devoción popular cuasi universal s/ San Jorge y el dragón". Recuerdo haber visto en -además de colectivos, cajas de lustarbotas, o 'santerias' eclécticas- las vidrieras y mostradores de innumerables comercios por ejemplo armenios (en la zona de los Tribunales hay unos cuantos), estampitas o cuadros del patrono San Jorge y el dragón. Pero también viví los tiempos en los que san Roque (gran amigo) y san Jorge, a juzgar por las caras de sus devotísimos fieles, de pronto parecieron equipos de la 1era. A descendidos, allá por los '70.

Me picó la curiosidad y entre otras fuentes le ofrecí con desdén una oportunidad a la wpedia para que hiciera su mejor intento. Y fíjense que logró arquearme un poco la ceja por lo enciclopédico de su enciclopedia.

La historia se repite en otras partes substancialmente y con menor facundia culturosa. Incluso he visto por allí que se especula sobre el animal: desde lagarto o caimán hasta tiburón o un enorme pez.

Por supuesto que en los poemas -y obras- de Chesterton hay una enorme cantidad de dragones; recuerdo -más concretamente en Wine, Water & Songs- un The Englishman bastante gracioso.
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St. George he was for England
and before he killed the dragon
he drank a pint of English ale
out of an English flagon.
For though he fast right readily
in hair-shirt or in mail.
It isn't safe to give him cakes
unless you give him ale.

St. George he was for England,
and right gallantly set free.
The lady left for dragon's meat
and tied up to a tree;
but since he stood for England
and knew what England means,
unless you give him bacon
you mustn't give him beans.

St. George he is for England,
and shall wear the shield he wore
when we go out in armour
with the battle-cross before.
But though he is jolly company
and very pleased to dine,
it isn't safe to give him nuts
unless you give him wine.

Pero ya que estamos en ese barrio, vamos al texto de Chesterton en Ortodoxia donde estuvo la punta de mi ovillo.
San Jorge pudo pelear contra el dragón por grande que fuera el bulto del monstruo sobre el cosmos; aunque fuera más grande que las ciudades poderosas y que las interminables colinas. Si hubiera sido tan grande como el mundo, pudo aún ser matado en nombre del mundo. San Jorge no tuvo que considerar evidentes disparidades o proporciones en la escala de las cosas, sino solamente el secreto de sus finalidades.

Puede golpear al dragón con su espada aunque el dragón sea el todo; aunque los cielos vacíos sobre su cabeza, sólo fueran la inmensidad arqueada de sus garras abiertas.
Tal vez convendría ver el fragmento del capítulo La Bandera del Mundo, en el que, al final, están estas líneas, para hacerse una idea cabal del razonamiento.
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La Naturaleza física no debe ser considerada como directo objeto de la obediencia; debe ser gozada; adorada, no.No hay que tomar en serio a las estrellas y a las montañas; si las tomáramos terminaríamos donde terminó la adoración pagana de la naturaleza. Porque si la tierra es buena, podríamos imitar todas sus crueldades. Porque sexualmente es cuerda, podríamos enloquecernos por la sexualidad. De esa forma el mero optimismo llega a su insano y adecuado término. La teoría de que todo es bueno, se convierte en orgía de todo lo que es malo.

Por otra parte, nuestros pesimistas idealistas, fueron representados por los viejos despojos del Estoico. Marco Aurelio y sus amigos, habían realmente renunciado a la idea de hallar un dios en el Universo y miraban sólo al dios interior. No tenían ninguna esperanza de hallar virtud en la naturaleza y difícilmente la tuvieran de hallar virtud en la sociedad. En realidad no tenían por el mundo exterior un interés suficiente como para destruirlo o revolucionarlo.

A la ciudad no la amaron bastante como para prenderle fuego. Así, el mundo antiguo se halla exactamente en nuestro propio y desolado dilema. Los únicos que en realidad gozaban de este mundo, se hallaban ocupados en destruirlo; y las gentes virtuosas, no se preocupaban por ellos tanto como para abatirlos. Y repentinamente el Cristianismo intervino en este dilema (el mismo dilema nuestro) y ofreció una singular respuesta que el mundo definitivamente aceptó como "la" respuesta.

Fue "la" respuesta entonces y creo que ahora, es "la" respuesta.

Esta respuesta fue como el chasquido de una espada; separó; no unió, en ningún sentido sentimental de la palabra. Rotundamente, dividió y separó a Dios y al cosmos. Esta trascendencia y nitidez de la deidad que algunos cristianos ahora quieren suprimir del Cristianismo, fue la única razón por la cual cualquiera quiso ser un cristiano.

Era el punto central de la respuesta cristiana al infeliz pesimista y al aún más infeliz optimista. Como aquí sólo me concierne su problema particular, me limitaré a mencionar brevemente esta gran sugerencia metafísica. Todas las descripciones del principio creador y conservador de las cosas, por ser verbales, deben ser metafóricas.

Por eso el panteísta se ve obligado a hablar de Dios en todas las cosas, como si estuviera en una caja. Por eso el evolucionista, fiel a su nombre, tiene la impresión de estar enrollado como una alfombra.

Todos los términos religiosos e irreligiosos quedan abiertos a esta acusación. La pregunta es, si todos los términos serán inservibles o si es posible, con tal o cual frase, barcar una idea nítida sobre el origen de las cosas. Creo que es posible y evidentemente también lo cree el evolucionista o de lo contrario no hablaría de la evolución. Y la frase radical de todo el teísmo cristiano, fue ésta: que Dios fue un creador, como es creador un artista. Un poeta, está tan separado de su poema, que habla de él como si fuera una insignificancia que ha "arrojado". Aún al proyectarlo es como si se despojara de él. Este principio de que toda creación o procreación es una ruptura, por lo menos tratándose del cosmos, es tan consistente como el principio evolucionista, que dice que todo crecimiento es una ramificación. Una mujer al tener un hijo pierde un hijo. Toda creación es separación. Un nacimiento es una separación tan solemne como la muerte.

El primer principio filosófico cristiano era que este divorcio existente en el acto divino de crear (tal como se separa el poeta del poema y la madre del recién nacido), fue la verdadera descripción del acto por el cual la absoluta energía hizo al mundo. Según muchos filósofos, Dios haciendo al mundo, lo esclavizó. Según el Cristianismo, lo liberó al hacerlo. Al hacer al mundo, Dios escribió no tanto un poema como una pieza teatral; una pieza que había planeado perfecta, pero que necesariamente hubo de ser confiada a actores, escenógrafos y empresarios humanos, que desde entones la embarullaron toda. Luego discutiré la veracidad de esta teoría. Aquí sólo debo destacar con qué suavidad asombrosa solucionó el dilema tratado en este capítulo. De esta forma, por lo menos es posible estar tanto feliz como indignado, sin necesidad de degradarse hasta ser un optimista o un pesimista.

Con este sistema podría combatirse contra todas las fuerzas de la existencia sin desertar la bandera de la existencia. Sería posible estar en paz con el Universo y no obstante estar en guerra con el mundo.

San Jorge pudo pelear contra el dragón por grande que fuera el bulto del monstruo sobre el cosmos; aunque fuera más grande que las ciudades poderosas y que las interminables colinas. Si hubiera sido tan grande como el mundo, pudo aún ser matado en nombre del mundo. San Jorge no tuvo que considerar evidentes disparidades o proporciones en la escala de las cosas, sino solamente el secreto de sus finalidades.

Puede golpear al dragón con su espada aunque el dragón sea el todo; aunque los cielos vacíos sobre su cabeza, sólo fueran la inmensidad arqueada de sus garras abiertas.

Allí fue, precisamente, que se me ocurrió pensar por qué tantas dudas y puntillosidad histórica acerca de san Jorge y por qué a la vez esa especie de natural aceptación respecto del dragón. Por qué algunos parecen poner una mueca de suficiencia como científica e ilustrada cuando uno dice "...san Jorge...", y esos mismos permanecen inmutables cuando, en la misma emisión de voz, uno dice "...y el dragón..." Y claro que con no mucho esfuerzo uno tiene la respuesta canónica para eso y sus variantes racionalistas o feéricas. Pero no era la respuesta canónica la que tenía en mente.

Sindudamente, no voy a poner muchas objeciones a quien me dijere que hay cosas tal vez de veras más importantes que ocuparse de un dragón.

Pero, si no se ofende nadie, suena ser un asunto perfectamente digno como para acompañar las frescas tareas del riego, en un atardecer bonancible de un viernes a fines de septiembre, con la fiesta de san Miguel a la vista...

Un sardo

El director de un periódico literario ultra-nacionalista de la Argentina (el país más europeo y latino de América) ha afirmado que el hombre argentino "fijará su tipo latino-anglosajón predominante". El mismo escritor, que se autodefine "argentino al cien por cien", dijo todavía más explícitamente: "En cuanto a los norteamericanos, cuyo país nos ha dado la base constitucional y escolar, es bueno decirlo de una buena vez: nosotros nos sentimos más próximos a ellos por educación, gustos, manera de vivir, que a los Europeos y a los Españoles afro-europeos, como aman calificarse estos últimos; y no hemos temido jamás el látigo de los Estados Unidos. [Se refiere a la tendencia española a considerar los Pirineos como una barrera cultural entre Europa y el mundo ibérico: España, Portugal, América central y meridional y Marruecos. Teoría del iberismo (iberoamericanismo), perfeccionamiento del hispanismo (hispanoamericanismo)]. El iberismo es antilatino: las repúblicas americanas deberían orientarse sólo hacia España y Portugal. [Puros ejercicios de intelectuales y de grandes venidos a menos que no quieren persuadirse de que hoy cuentan muy poco]. España hace grandes esfuerzos para reconquistar América del Sur en todos los campos: cultural, comercial, industrial, artístico. [¿Pero con qué resultado?]. La hegemonía cultural de Francia está amenazada por los Anglosajones; existen un Instituto argentino de cultura inglesa y otro de cultura norteamericana que son entes muy ricos y vivaces: enseñan la lengua inglesa con grandes facilidades para los alumnos, cuyo número va en constante aumento y con programas de intercambios universitarios y científicos de ejecución segura. La inmigración italiana y española se ha estancado; aumenta la inmigración polaca y eslava.

Si uno nació en Cerdeña, está preso durante unos cuantos años y es comunista, probablemente cuando hable de lo que no conoce bien, tire y pegue medio al bulto. Con todo, me parece, hay algunas cosas más o menos acertadas en estas notas de Antonio Gramsci sobre América latina, en particular para la época, porque se dice que esto pudo haber sido escrito a principios del año 1930. Está en el Quaderno 3 y, en la edición de las obras completas, está colgada -junto con otras notas dispersas- de un trabajo sobre Maquiavelo que se publicó en el tomo IV.

Allí mismo hay algunos chispazos en algunas otras notas sobre temas varios (todas escritas en ese estilo fragmentario, que me hace acordar un poco a Simone Weil...)

Por ejemplo, el presunto origen de la expresión "el opio de los pueblos".
En el cuento La rabouilleuse, escrito en 1841 y luego titulado Un ménage de garçon, hablando de Madame Descoings, que desde los veintiún años jugaba un famoso terno [tres cosas] suyo, el "sociólogo y filósofo novelista" observa: "Cette pasion, si universellement condamnée, n'a jamais été étudiée. Personne n'y a vu l'opium de la misére. La loterie, la plus puissante fée du monde ne développerait-elle pas des espérances magiques" La coup de roulette qui faisait voir aux joueurs des masses d'or et de jouissances ne durait que ce que dure un éclair: tandis que la loterie donnait cinq jours d'existence à ce magnifique éclair. Quelle est aujourd'hui la puissance sociale que peut pour quarante sous, vous rendre heureux pendant cinq jours et vous livrer idéalement tous les bonheurs de la civilisation?"
(...)
El fragmento de Balzac podría ser vinculado a la expresión "opio del pueblo" empleada en la Critica della Filosofia del diritto de Hegel publicada en 1884, cuyo autor (Marx) fue un gran admirador de Balzac. "Tenía tal admiración por Balzac que abrigaba el propósito de escribir una obra crítica sobre la Comedia humana", escribe Lafargue en sus recuerdos sobre Carlos Marx publicados en la conocida recopilación de Riazanov (p. 114 de la edición francesa). En estos últimos tiempos (quizá en 1931) ha sido publicada una carta inédita de Engels, en la cual se habla extensamente de Balzac y de la importancia cultural que es preciso atribuirle.
(...)
Es probable que el pasaje de la expresión "opio de la miseria" usado por Balzac para la lotería, a la expresión "opio del pueblo" para la religión, provenga de las reflexiones sobre el pari de Pascal, que aproxima la religión al juego de azar, a las apuestas. Recordar que en 1843 Victor Cousin descubrió el manuscrito auténtico de los Pensamientos de Pascal, que habían sido muy incorrectamente impresos por primera vez en 1670 por sus amigos de Port-Royal, y fueron reimpresos en 1844 por el editor Fougère sobre la base del manuscrito señalado por Cousin. Los Pensamientos, en los cuales Pascal desarrolla su tesis del pari, son los fragmentos de una Apologie de la religion chrétienne, que no llegó a concluir.

O también esta otra referida al papel del sexo en la sociedad, definido por el papel de la mujer.
La cuestión ético-civil más importante ligada a la cuestión sexual es la de la formación de una nueva personalidad femenina. Hasta que la mujer no haya alcanzado además de una real independencia frente al hombre, un nuevo modo de concebirse a sí misma y de concebir su panel en las relaciones sexuales, la cuestión sexual seguirá plagada de caracteres morbosos y será necesario ser muy canto en toda innovación legislativa. Toda crisis de coerción unilateral en el campo sexual conduce a un desenfreno "romántico", que puede ser agravado por la abolición de la prostitución legal y organizada. Todos estos elementos complican y tornan dificilísima cada reglamentación del hecho sexual y cada tentativa de crear una nueva ética sexual, conforme a los nuevos métodos de producción y de trabajo. Por otro lado es necesario proceder a tal reglamentación y a la creación de una nueva ética. Es digno de hacer notar cómo los industriales (especialmente Ford) se han interesado por las relaciones sexuales entre sus dependientes y, en general, por la instalación de sus familias; las apariencias de "puritanismo" que asumió este interés (como en el caso del prohibicionismo) no debe conducirnos a error; la verdad es que no puede desarrollarse el nuevo tipo de hombre exigido por la racionalización de la producción y del trabajo, mientras el instinto sexual no haya sido regulado de acuerdo con esta racionalización, no haya sido él también racionalizado.
Dicen los que saben que la primera lengua a la que se tradujeron las obras del sardo es al español y la primera edición apareció en Buenos Aires.

¿Y con eso qué? Nada, digo, nomás. Pero hay algo de Gramsci que se me hace que le pega bastante a los argentinos. No sé bien qué es. Y me sorprende que pese a todo no se lo haya fatigado más por estos lares. Y no me refiero a la lectura tópica de uno y otro lado. Ni tampoco a ese galimatías 'científico' al que son tan aficionados los marxistas y sus laberintos de internacionales, congresos, debates doctrinarios y peleas de orcos.

Uno mismo, si no tuviera que regar tanto, le dedicaría más tiempo porque siempre lo hallo interesante. Algunos amigos dirían que porque es 'tano', para lo cual habría que considerar 'tano' a un sardo. Y el tano más sardo que conozco es el formàggio. De modo que no creo que sea la razón.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Más vale malo ....... (complete lo que corresponda)

Mientras regaba unos pastos nuevos y unas nuevas flores y plantas, la tarde-noche se encarnaba, sanguínea tirando ya a violácea, tibia, apenas fresca.

Primaveral, caramba, primaveral...

Unos falcónidos gritan, bastante altos, en el cielo. Están desde hace un tiempo por la zona. Presumo que corridos de algún lado. Los últimos pájaros del día van camino al sueño, con unos pocos piares, como ronda de sereno, voceando el fin.

El caso es que uno yerra y dice estupideces, así como oye otro tanto, en proporciones razonablemente parejas. Mejor sería nada, claro. Pero que errores y estupideces se dicen, veramente se dicen.

Pienso entonces, mientras el agua llueve mansamente sobre la tierra, en si es mejor que las estupideces las diga un amigo, un conocido o si es preferible que las diga un desconocido, un adversario o –hay que decirlo- un enemigo (que no existen, pero que los hay, los hay...)

Y no lo sé. No lo sé bien.

Tengo por una parte la idea de que es como un acto de misericordia divina el que uno oiga cosas que le parecen –o que redondamente son...– estúpidas o erróneas de boca de los primeros.

Es cierto que nadie ama lo que no conoce y que la inversa da más o menos también que se aborrece más lo conocido, llegado el caso, como que no hay peor cuña que la del mismo palo...

Pero barrunto, precisamente, que ha de ser un acto de misericordia oír estupideces o errores de bocas conocidas y amigas, porque –y curiosamente a la vez– eso tiende a hacer más benévolo el juicio, lo permite al menos. Hace más posible odiar el error y la estupidez que al que yerra o al estúpido (supuesto que cada vez que alguien dice una estupidez es estúpido, por lo menos al decirla...), y a quien en principio se le tiene afecto.

Pienso también que la inversa puede ser. Y que no conocer al errado, permite abstraerlo, concentrándose en lo dicho y no en el dicente.

Pero esta posición se me hace en algo más débil porque abstraer o ignorar (en los dos sentidos) no es lo mismo que conocer. Que el otro, en este sentido que dicen las palabras abstarer o ignorar, no exista para mí, no le hace favor. Ni a mí tampoco, a este respecto.

Al mismo tiempo se me ocurre que si se quiere a alguien se quiere su bien. Y se quiere más a quien más se conoce. De donde más se lamenta uno del error de los conocidos -y por el conocido que yerra- que por el error de los desconocidos. Suele fastidiarse uno por el estúpido amigo, porque es amigo. Y la ira reacciona ante el bien en peligro. Y un amigo estúpido es un bien en peligro, no solamente una verdad en peligro.

Aunque, pienso, también es verdad que está El buen samaritano, que posiblemente no sólo era bueno por ser samaritano, es decir, conocido del presumible judío asaltado tanto como de los judíos oyentes de la parábola, en cuanto se sabía que el samaritano no era judío. Sino que además puede ser que fuera bueno por ser desconocido (personalmente desconocido): anónimo para los oyentes y para el judío caído en desgracia tanto como ellos para el samaritano. Y como un estupidicente o errado, es un caído en desgracia también, si vamos al caso, el desconocido que lo oye bien podría obrar como el samaritano que lo atiende, sin importarle quién es porque no lo conoce y atenderlo benevolentemente precisamente porque ha caído en desgracia.

Y esto me voy diciendo mientras ya no hay ni falcónidos ni piares. Ni luz casi, y no sólo en el cielo. Tal vez debería preguntarle estas cosas también a mis amigos y conocidos y, por qué no, a los desconocidos y enemigos. Tal vez me digan que mejor deje de regar.

Quién sabe.

Mañana me toca regar de nuevo.

Veremos.

martes, 23 de septiembre de 2008

Muerte y fin

Un par de semanas atrás, prometí la opinión de la casa sobre dos asuntos a mi paladar conexos.

Por un lado, estaba una elucubración sociológico-verdulera que viene de La Plata, acerca probablemente del sentido de la muerte entre los jóvenes, asunto traído de los pelos por la autora de una nota que comienza hablando de Lula, Cristina y la norma de la TV digital, y el arquetipo de joven que presentan los medios, y que al fin termina hablando de lo que quería hablar desde el principio: los ’70.

A la par, cité un artículo de una cadena inglesa que, en ocasión del meneado y ahora detenido asunto del acelerador de partículas, elucubra a su vez acerca de los sentidos del fin del mundo, temor que, dice el autor de la nota, apareció con el anuncio del experimento y se acrecentó a medida que avanzaba éste.

Pero lo primero es lo primero: la chica de La Plata, escribe bastante mal. No es una escritora, me dirán; entonces que no escriba, diré. En cuanto al autor que publica en la BBC, claro, escribe mejor; tanto como de cualquier cosa, porque lo mismo puede hablar del fin del mundo como de prostitutas, autos eléctricos o ajedrez (juego al que dicen que es muy aficionado...): el oficio de periodista, que le dicen. Creo que de lo que sabe más es de ajedrez..., que es tal vez a lo debería dedicarse full life.

Ahora.

Bien mirado, ambos están hablando de lo mismo: el fin y la muerte. Y ambos, creo, parten de una misma concepción, lo sepan o no.

Morir, finir, terminarse la vida, la historia. Son todas cuestiones que se definen en nuestra imaginación y concepción más que en el pasado, en el futuro. La muerte y el fin son, por definición, algo futuro en lo que a nuestra experiencia subjetiva importa. De hecho, ni se nos ha terminado el mundo aún ni nos hemos muerto todavía. El hecho de que ahora conozcamos la muerte y el fin, es en realidad parte de un conocimiento y de un afecto relativo a otros, aunque la experiencia del dolor de perder a otros o de perder un estadio o un tiempo de la vida o la historia, reverbere en nosotros en el presente viniendo del pasado, siquiera inmediato.

Pero especialmente futuros son el fin y la muerte para el que piensa y medita en ellos. Lo son también para quien se mueve ahora con ellos a la vista, ya sea adelante o alrededor. Por cercano que sea, el fin –personal o histórico– no está atrás (de ser así, ya lo sabríamos...), ni está junto a nosotros en un sentido material (de ser así, cada uno y todos habríamos terminado ya...)

Con todo y eso, tal vez en algún sentido muerte y fin nos rodean y están presentes sin ser presente enteramente. Sin exagerar, desde que las cosas empiezan a ser van a su consumación y disolución y, en un sentido virtual y en otro sentido realmente, llevan presente ese germen de disolución hincado en su piel, la piel personal y la piel de la historia. Todo viviente tiene y lleva hincada la muerte y el fin. Y el sentido que le encontremos a eso, es el sentido que encontraremos respecto de nuestra vida y del mismo principio de todas las cosas. Casi diría con Chesterton que en este asunto, cuando veamos cómo termina todo, sabremos por qué empezó.

El caso es ahora que ni La Plata ni Londres -cada cual por sus motivos- están pensando realmente en la muerte o el fin de los tiempos, ni están realmente hablando de ambas cosas.

La Plata alumbra la barbaridad frívola (toda ideología suda cierta frivolidad...) de que
Los jóvenes hoy tienen una clara conciencia de la vulnerabilidad de la vida. De una vida en donde no hay derechos ni garantías, donde no hay instituciones que los protejan, y que aparece construida como una selva donde no entran todos. Hay que decirlo lo más claro posible: los límites entre la vida y la muerte son vistos por los jóvenes, y especialmente por los jóvenes de sectores subalternos, como límites precarios porque viven en un mundo que se ha precarizado como nunca. Y esto no es porque sí, no es porque simplemente sucedió como parecen decirlos ciertos opinólogos y periodistas.

Pero además, y claramente ligada a la conciencia de la vulnerabilidad de la vida (que da como resultado un número altísimo de muertes violentas), la precariedad no pude ser pensada por fuera de las heridas producidas por la dictadura y por treinta años de políticas neoliberales en la Argentina y en la región de las que los jóvenes hoy portan marcas aún sin poder decirlo.

En el caso de Londres, como corresponde, la frivolidad tiene un disfraz menos berreta, más sofisticado. Información, pseudoerudición, ascéptica amplitud de juicios, una mirada como episcopal (lo digo etimológicamente...) Basta ver la calidad y consistencia de las fuentes que consultó. En fin, un trabajo que se diría verdaderamente periodístico.

Pero de lo que no escapa tampoco Londres es de la relativización del fin del mundo y de los sentimientos acerca del fin, así como La Plata relativiza la muerte y los sentimientos acerca de la muerte, cuando le adjudica la matriz setentista.

De alguna manera, ambos se las ingenian para sacar los asuntos del futuro en el que están. Ambos se las ingenian para traerlos al presente, ponerlos en el pasado o en algún lugar, cualquiera fuere, que no comprometa de cierto el futuro en el que están.

De alguna manera, esa actitud es existencial, no solamente conceptual. De alguna manera, esa actitud se relaciona con la esperanza y, por cierto, con la desesperación. Porque -y esta parte es la parte más difícil- hay un modo en el que muerte y fin están en el futuro y hay un modo en el que muerte y fin pueden estar en el presente, en lo que respecta a nuestra existencia real.

Esa relación entre la consideración presente de eso futuro, define de algún modo nuestra vida. Por raro que suene: le da sentido, no solamente porque hacia ello vamos, sino porque su significado signa nuestro presente.

Nos quitan eso y de algún modo nos quitan la posibilidad de esperanza; nos quitan eso y le quitan sentido a nuestra vida -individual, histórica-, pero no porque eso sea una construcción cultural, no porque sea patrimonio de una civilización o religión.

La frivolidad de Londres es precisamente el catálogo horizontal de las construcciones culturales o religiosas. La mera descripción, tratando de decir sin decir que esa necesidad de construir una idea de futuro, hace que el futuro mismo no sea tan grave, ni sea siquiera tan real.

Pero el caso de la muerte y del fin es precisamente el caso de dos asuntos cuya realidad futura no se deteriora por el hecho de no estar en el presente o de estar flotando en el pasado.

A La Plata no se le quiere ocurrir sentimiento de muerte más definitorio que la muerte -sesgada- que hubo en un determinado pasado. Y cree que, a los jóvenes hoy, la muerte de otros -determinados otros, claro- les va socavando el sentido de su vida y los va zambullendo en un vértigo de thánatos. Podría concederse lateralmente el punto. Pero, en ese caso, ¿por qué esa proximidad de muertes abiertas sería la causa y no la innumerable cadena de muertes abiertas que tiene el pasado argentino y el de América y el de América antes de ser América y el de Europa antes y después de llegar a América, y así siguiendo?

Toda filosofía es una meditación acerca de la muerte, es más o menos lo que dicen que dijeron Platón y otros.

Así las cosas, no son asuntos para manosear demasiado, porque de la real consistencia de ese futuro que nos espera 'democráticamente' a todos depende nuestro presente de un modo más definitorio que tener posición ideológica tomada respecto del '70, o de un modo más serio que presentar como rarezas y excrecencias tribales una breve enciclopedia británica sobre las pavadas que dicen los que creen que el mundo tiene fin.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Para lelos (II)

Hasta molesto es, vea.

A mí me molesta un poco. Y más que nada me decepciona un poco.

Estaba recontra convencido de que Barak Obama y Cristina Fernández leían esta bitácora, que no se perdían ni una entrada, no importa si estaban de gira o en campaña.

Y fíjese que no. Para nada. Ni la conocen, parece. ¿Puede ser? ¿Será posible?

No es fácil darse cuenta de eso; pero me di cuenta enseguida porque si siguieran diariamente esta bitácora, por ejemplo, Barak sabría que los presidentes de los States, reinan pero no gobiernan (y Cristina también, de paso...) y que tienen que ser anfibios para sobrevivir, aunque tal vez sí sepa algo de eso y es la razón por la cual seguramente hoy dijo -patronizer- cosas como que:
"...debemos hacerle entender a Chávez que no queremos que siga propagando el sentimiento antiamericano en la región, pero que estamos interesados en entablar un diálogo respetuoso con todos en América para mejorar su calidad de vida..."

Y eso por no decir que menos desperdicio tiene todavía el párrafo republícrata que le dedica a 'la Isla' (...usted me entiende...)

Porque hace menos de un mes, en estas mismas páginas al sur de Bolivia (diría el pensador latinoamericano Daniel Hadad), se demostró palmariamente en un sesudo análisis que nada es nada y todo es todo en Yankeeland.

Por otra parte, y nada más que con esos mismos datos, Cristina sabría que el CFR (que ni pariente es de CFK) se muere de risa de su voto latino multilateralista y pro BO (salvo que le sirva para algo, claro... al CFR).

Seguramente ella, además de no leer esta bitácora, tampoco lee con atención la página del CFR.

Y lo que es más: ni oye la radio ni la oyen por ella, porque una propaladora latina de Miami, más o menos a la misma hora, entrevistaba por 10 minutos a Barak Obama, quien, como si la hubiera estado oyendo, contestó a sus esperanzas con la delicadeza brutal de un norteamericano, por remilgado que sea; y si oyó la entrevista, o la oyeron por ella, diría entonces que bonitamente se 'comieron el amague' del pulcro senador, como creo que podrá degustar cualquiera que disfrute unos minutos de su inglés atildado traducido al colombiano.

En fin, allá ellos. Eso les pasa por no prestar atención a esta bitácora (también hay que entenderlos: como soy medio oscurito y progre, el poder mucha bolilla no me da...)

Como quieran: yo avisé.

Ahora bien.

En algo estoy en completo desacuerdo con Barak Fernández: porque si es por mí, a ver si me entienden: ni se molesten en 'prestarle atención a América latina', ni de la mala ni de la buena.

Niente. Rien. Nothing. Nicht. ничто.

No jodan.

Que no es poco.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Ladrillo

El momento laberíntico que vive la sociedad argentina también se verificaba en pensamientos que se revestían de argumentaciones populistas o antiimperialistas, aunque para ofrecerse directamente como guardia de corps de la alianza de los agronegociantes. Véase la galería de fotos correspondientes. No era una defección episódica. Era un trastocamiento general de los significados. No se esperaba semejante inversión de los trazos habituales que unían las palabras con las cosas. Acciones que con otra ambientación eran declaradas ilegales por los labradores agromediáticos y los nuevos movilizados, ahora parecían el non plus ultra del republicanismo ilustrado. En cambio, medidas de gobierno avaladas por la Constitución se presentaban como ilegítimas o arbitrarias.

Un estallido interno de magnitud inesperada y difícil mensura recorre ahora la vida política argentina. Pero un laberinto es también un jeroglífico en donde es menester encontrar los nuevos hilos constitutivos de una verdad histórico-social. Estamos en un momento donde se lucha por la verdad –la verdad en el lenguaje, en las cifras, en los significados, en las biografías– pero se ha extraviado lo que aun en épocas tan convulsas como éstas era la relación entre los signos y las cosas, las representaciones y las motivaciones básicas de la sociedad. Se pelea por la verdad sin que importe la verdad. Vivimos un momento faccioso. ¿Cómo tratar la dislocación ocurrida entre hechos y símbolos? ¿Cómo considerar la relación entre la serie de la justicia frente a los hechos del pasado y la de los hechos inequitativos del presente? ¿Cómo se ligan los lenguajes de la escisión y el conflicto social con composiciones heterogéneas de fuerzas? En general, estas diferencias se tramitan con la velocidad de una vida social condicionada por la acción de los medios comunicacionales y su fuerte capacidad de articular la escena y los tiempos. Pero si el set y la agenda son constituidos por actores definidos de gran poder, eso no exime al resto de los actores de pensar en otra temporalidad que necesariamente supone una crítica a esa veloz adecuación de trincheras y paso por el guardarropas de las luchas pasadas.

¿Y yo qué tengo que ver?

Por supuesto que puedo escribir peor y cosas peores que este ladrillo. Cualquiera puede. Pero. No. No fui yo. Ni sé de quién fueron los dedos, aunque supongo que un ‘colectivo’ no tiene manos. No dos, al menos...

Lo que sí hay que tener es mucha paciencia para leer esto. Mucha de veras. Mucha, mucha.

Y aunque podría ser gracioso el experimento, ni siquiera se tienta uno viendo a ver si le puede correr un programita que inventaron en algún lugar de extranjis para ver cómo se hace para saber que se dice una cosa cuando se quiere decir otra. Qué sé yo. Hay quienes necesitan medir esas cosas. Y si no las ven en fórmulas no las ven.

Creo más bien que si uno lee con un poco de atención el ladrillo del colectivo (¿se imagina usted? ¡es el cuarto ladrillo ya!) se ahorra un montón de tiempo que del otro modo tendría que ocupar haciendo cuentas y tablitas con la computadora...

Pero no lo va a hacer la derecha (ninguna derecha...), porque es vagoneta. Ni lo va a hacer la izquierda (ninguna...), porque debe estar de lo más orgullosa de sus ladrillos. (Quizá tenga razón nomás el Foucault y el discurso se basta a sí mismo...)

No, y a mí no me miren porque no tengo tiempo y el poco que tengo lo estoy dedicando a cuestiones de palabras y lenguajes.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Indigencia contingente (VI)

Recibo algunos mensajes valiosos que me han dado pasto asaz para rumiar sobre estas cuestiones, y desde perspectivas variadas.

(Ruego, al mismo tiempo, que se entienda que las cosas dichas aquí son apenas apuntes -más o menos hilvanados y en todo caso provisionales- y no un tratado. Y mucho menos un tratado conclusivo sobre el cielo y la tierra... Y digo esto, amablemente, porque los beneméritos lectores me están haciendo trabajar a rajacincha con sus intensas aportaciones, una más difícil que la otra, una más jugosa que la otra... Que si sabía esto, me callaba la boca y, hablando de pasto, seguía con mis experimentos en jardinería.)

Sin embargo, tendré que esperar para digerir todo aquello, porque antes, y pese a la amenaza de no decir nada al respecto, creo que cabe hacer alguna observación sobre el fragmento de Foucault.

El sentido, insisto, me parece nítido: No ya las cosas, eso de ningún modo. No ya la referencia de las palabras a las cosas. No ya buscar el camino que nos deje más acá del discurso o el puente que nos cruce más allá de él. No. Nada. Nada sino el discurso mismo.

Y eso me lleva a pensar en la mediación. Y en el signo que es signo de mediación, precisamente.

Lo humano, creo, (no sólo lo humano pero sí especialmente lo humano), está signado por el signo, está signado por la mediación.

Diría casi que el signo es en cierto sentido la humanidad misma. Diría casi que el signo existe en relación con lo humano, por lo humano.

Visto esto mismo de parte de las cosas, he dicho en esta bitácora muchas veces que los símbolos bajan.

Esto quiere decir algo parecido a aquello que mentaba aquí hace algunos años, hablando sobre aquella cuestión de la Suma Teológica que trata sobre si las cosas son buenas con bondad divina. Y más específicamente se relaciona esto con el comentario ecuánime que santo Tomás hace respecto de las posiciones -y controversias- de Aristóteles y Platón acerca de la participación. Y le concede razón a Platón en cuanto a que hay como un eidos que reverbera en las creaturas. No les quita entidad, no las disminuye ni las opaca, no iguala lo creado con lo divino. Esa relación entre ellas y aquello de lo que son reverbero simplemente dice que ellas son como la manifestación visible de algo invisible. Y lo son. Como he traido alguna vez también aquella cuestión repetida en san Pablo acerca de lo visible y lo invisible y sus relaciones no solamente en el modo como conocemos aquí, sino respecto de aquello que conoceremos de esto mismo allá, cuando veamos esto mismo cara a cara y no ya mirando como en un espejo.

No le quita ni un gramo de realidad a las cosas decir estas cosas de ellas, no las desproporciona ni desnaturaliza. Sólo advierte que la entera realidad de las cosas incluye de algún modo en su naturaleza ser signo.

Bastante lateralmente, recuerdo ahora un ensayo de C. S. Lewis que dice algo más o menos similar o que aplico a estas cuestiones. En Transposición (está en El diablo propone un brindis), Lewis sostiene que lo más alto no encuentra en lo más bajo una correspondencia única. En una paráfrasis de esto mismo -como verá el que lo lea- se diría que tenemos menos palabras que cosas a significar.

De mi parte, esto es perfectamente comprensible pues, del lado de las cosas, hay una densidad inmensa y nuestra medida -tal y como es nuestra naturaleza aquí y ahora- no lo es, en buena parte -también contada la caída original y sus secuelas- por aquello que santo Tomás llamaría la opacidad e imperfección de nuestro intelecto -y de nuestra capacidad de significación, por lo tanto- en razón de nuestra corporeidad, en razón de que no somos una substancia separada de la materia.
El alma intelectiva humana por su unión con el cuerpo tiene su mirada inclinada hacia las imágenes; por tanto, no es informada en orden a entender algo a no ser por las especies recibidas de las imágenes. ( QD, De Anima, art. 16, c.)
Y si tuviera ganas de molestar a los lectores, debería hacer algún comentario sobre este pasaje que afirma, al igual que otros, que la limitación de nuestra inteligencia parece tener una particular vocación por los signos. Digo solamente ahora que si es una imperfección, si es una limitación, no ha impedido las maravillas que el hombre logra con el discurso de la razón, con los signos del arte y de la palabra.

Pero está, por la otra parte, el hombre. Él es el destinatario primero del signo. Para él es el signo en primer lugar. No solamente él es, desde que es, imagen y semejanza. Sino que por las imágenes y semejanzas, por la significación y los signos ejerce su humanidad, individual y socialmente.

De todas sus acciones humanas la mayor es la de conocer (si amar no es también conocimiento y si conocer no es también amar) y es en ella donde la acción significativa campea señorial. Porque es un verdadero portento que precisamente a través de signos -esto es, con cosas que son las cosas sin ser las cosas- el hombre alcance la verdad, el bien y la belleza de lo que es.

Que a través de lo que no es, vea lo que es.

Pero, al mismo tiempo y en este mismo sentido, es un portento que lo humano se identifique con aquello que de algún modo se anula, se anonada, se nadifica a sí mismo en el mismo momento en que cumple su cometido.

Eso pasa al conocer. Eso pasa al hablar.

Y esa potencia de transparencia es la que hace del signo algo tan notable, tan digno. Ese modo de servir es ejemplar y conmovedor. En el servicio mismo que brinda el signo como realidad tan íntimamente humana, el hombre tiene no solamente un camino hacia el realismo, sino un programa existencial y moral.

Más se entrega y trasluce, más plenitud alcanza.

Y hay que llegar finalmente a la Redención. Porque también (¿también? ¿o primero?) allí el Icono -que encarna el eidos primero y ejemplar de lo humano tal y como lo tiene presente ante sí Aquel que lo ha concebido- cumple su cometido sígnico en el mismo momento en que se anula a sí mismo; en el mismo momento en que mayor servicio presta, significa y plenifica, a la vez. Esto es, se anonada, trasluce, desaparece. Y hace aparecer, y hace ser. Y así como, en el origen, de un modo similiar hizo lo humano creándolo, en el acto redentor lo recrea, lo rehace. Restaura la imagen, restaura la semejanza.

Cuando la palabra hace eso, hace de algún modo lo mismo que hace la Palabra. Porque es así como valoramos a las palabras: cuando nos hablan, cuando nos dicen algo, cuando entendemos, cuando entramos por ellas a las cosas que aluden o nombran. En ese mismo momento ellas -con su inmensa carga sugerente, significativa- desaparecen y quedamos ante el ser de las cosas.

La propia Palabra, redentoramente, hará otro tanto de modo sublime y primero, de modo que Ella nos dejará frente a frente con el Ser, aunque como es la Palabra, no desaparecerá, como lo hace la palabra: quien me ve a mí, ve al Padre.

¿Y Foucault?

Precisamente.

Esa pretensión de autonomía, esa pretensión de autosuficiencia del discurso, no atenta ya solamente contra las cosas y sus estatuto, no atenta ya contra la palabra como un vehículo semántico, como un puente. Su objetivo es el significar mismo, la misma significación, el signo mismo y con ello lo humano mismo.

Lo sabría o no Foucault, lo diría o no en estos términos que deberían resultarle rancios. Pero lo cierto es que, me parece, pretender ese abismo de significación que es la asutosuficiencia del discurso sin cosas ni palabras, es más que una abolición de la raíz metafísica de las cosas, más que una abolición de un medio expresivo. Es, en palabras de Lewis, la abolición del hombre mismo.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Tengwar


Tocó el timbre, así que hay que salir al recreo largo...

No puede estar tenso el arco siempre, diría san Juan.

Y tonteando para descansar de las palabras (y de las cosas...), encontré a estos elfos que se graban sus nombres en Sindarin en el brazo.

Uno lo escribe patas pa'arriba, otro lo escribe mal.

Mirá que hay que ser pelotero...

Y dirán que salimos del lenguaje y vamos al lenguaje; será: pero, ¿cómo descansar de otro modo?

Mientras tanto, llegaron algunas aportaciones interesantes a propósito de lo que venía diciendo sobre las palabras y las cosas y quedan además algunas cosas a las que ponerles palabras.

Entonces, por eso mismo, antes de seguir: la música de los esféricos...

Pedazos de alcornoques estos tipos: se meten con cosas de magos...

(Como yo, claro, dirán...)

martes, 16 de septiembre de 2008

Indigencia contingente (V)

No se trata aquí de neutralizar el discurso, de convertirlo en signo de otra cosa, de traspasar su espesor y dar alcance a lo que queda silenciosamente más acá de él; se trata, por el contrario, de mantenerlo en su consistencia, de hacerlo surgir en la complejidad que le es propia. En una palabra, lo que se quiere es, lisa y llanamente, dejar de lado las "cosas". "Des-realizarlas". Conjurar su rica, maciza e inmediata plenitud, que ha solido constituir la ley primordial de un discurso que sólo podía desviarse por error, olvido, ilusión, ignorancia, inercia de las creencias y las tradiciones, o también por el deseo, quizá inconsciente, de no ver y no decir. Sustituir el tesoro enigmático de las "cosas", previo al discurso, por la formación regular de los objetos que sólo se perfilan en él. Definir estos objetos sin aludir al fondo de las cosas, refiriéndolos, en cambio, al conjunto de reglas que permiten formarlos como objetos de un discurso y constituyen los objetos discursivos que no los sumerjan en el fondo común de un suelo originario, sino que explique el nexo de las regularidades que rigen su dispersión.

Sin embargo, cancelar el momento de las "cosas" no quiere decir necesariamente embarcarse en el análisis linguístico de la significación. Cuando se describe la formación de los objetos de un discurso, lo que se pretende es describir las relaciones que caracterizan una práctica discursiva, no determinar una organización léxica ni las dimensiones de un campo semántico: no se pregunta por el sentido que se da en una época a términos como "melancolía" o "locura sin delirio", ni por la oposición de contenido entre "psicosis" y "neurosis". Tampoco se pretende insinuar que este tipo de análisis sea ilegítimo o imposible; pero no son análisis pertinentes cuando se trata de saber, por ejemplo, cómo la criminalidad ha podido convertirse en objeto de tratamiento médico o la desviación sexual en posible objeto del discurso psiquiátrico. El análisis de los contenidos léxicos define, sea los elementos significativos de que disponen los hablantes de una época dada, sea la estructura semántica que aparece en la superficie de los discursos ya pronunciados; no concierne a la práctica discursiva como lugar donde se forman y deforman, o desaparecen o se esfuman, una pluralidad intrincada -a la vez superpuesta y fragmentaria- de objetos.

La sagacidad de los comentadores no ha fallado: en un análisis como el que yo llevo a cabo, las palabras están tan deliberadamente ausentes como las cosas mismas; no se trata de describir un vocabulario, como tampoco se trata de recurrir a la plenitud viva de la experiencia. No nos situamos más acá del discurso, en ese ámbito donde aún no hay lenguaje y donde las cosas se perfilan apenas a una luz indecisa; tampoco nos trasladamos más allá del discurso, para hallar las formas que ha ordenado y dejado tras de sí; nos mantenemos, intentamos mantenernos, al nivel del discurso mismo. Como a veces hay que poner los puntos sobre las íes de las ausencias más manifiestas, diré que en todas estas investigaciones, en las que he avanzado aún tan poco, quisiera mostrar que los "discursos", según cabe oírlos, según cabe leerlos en su forma de textos, no son, comos se podría esperar, un puro y simple encuentro de cosas y palabras: trama oscura de las cosas y cadena patente, visible, colorista de las palabras; querría mostrar que el discurso no es una leve superficie de contacto, o de enfrentamiento, entre una realidad y una lengua, el cruce entre un léxico y una experiencia; querría mostrar con ejemplos precisos que al analizar los discursos mismos, se van aflojando los lazos, aparentemente tan fuertes, entre las palabras y las cosas, y aparece un conjunto de reglas propias de la páctica discursiva. Estas reglas no definen la existencia muda de una realidad, ni el uso normativo de un vocabulario, sino el régimen de los objetos. "Las palabras y las cosas" es el título -serio- de un problema, y es también el título -irónico- del trabajo que modifica su forma, desplaza sus datos y revela, al fin de cuentas, un quehacer totalmente distinto. Quehacer que consiste en no tratar -ya- los discursos como conjuntos de signos (de elementos significantes que remiten a contenidos o a representaciones), sino como prácticas que forman sistemáticamente los objetos de que hablan. Es cierto que los discursos constan de signos; para designar cosas. Es este más lo que los hace irreductibles a la lengua y a la palabra. Es este "más" lo que es preciso descubrir y describir.

El texto está en el capítulo III de la parte II, de La arqueología del saber, entre las páginas 78 y 81 de la edición de Siglo XXI que cité, aunque esta traducción viene de la edición francesa de Gallimard, páginas 65 a 67.

Indigencia contingente (IV)

Me llegó un comentario inteligente de un atento lector que asocia atinadamente los fundamentos de estas cuestiones sobre el ser como efecto del decir al constructivismo, especialmente en educación, y particularmente en educación argentina. Me manda incluso un texto sobre esto mismo que viene muy a cuento, aunque se trate de una ponencia de un obispo argentino en un encuentro de educadores católicos, en la que analiza la materia Construcción de la ciudadanía.

Pero el mismo comentario me hizo recordar que hay una vuelta más de tuerca en estas materias.

Porque, hasta cierto punto, la posición sofística no se agota en manipular con las palabras un ser que está fuera o más allá de las palabras. Hay algo más.

De hecho, tanto el realismo de Sócrates, como el nominalismo de Cratilo o el convencionalismo de Hermógenes, se debaten acerca de cuál es la relación entre las palabras y las cosas. O acerca de cómo quedan suficientemente dichas -y hasta hechas- las cosas a través de la palabra, y por la palabra, lo que puede entenderse como por la mediación de la palabra, siquiera para referir una idea o concepto que no es la palabra misma. Incluso aun cuando la desconfianza ontológica de los sofistas podría llegar a tanto que no concibiera la existencia de las cosas mismas fuera de la palabra o de la idea que las representa. Y éste es el punto, en parte.

Como digo, hay una vuelta de tuerca más. Y me parece que está ya contenida en el postulado sofístico, aunque ni siquiera ellos se atrevieron a formularlo de modo tan agresivo, como lo hace, por ejemplo, Michel Foucault.

Apunto aquí dos obras suyas, que se refieren a estos asuntos lateralmente, aunque sus tesis sobre el lenguaje humano son un eje en sus preocupaciones dizque epistemológicas. Y ellas son Las palabras y las cosas (1966) y La arqueología del saber (1969). El que quiera, puede entrarles el diente. Es verdad que habiendo tanto para leer, alguno podría poner mala cara. Eso tiene arreglo: póngase a leer lo tanto que le queda por leer y listo...

Pero no las cito aquí por su valor intrínseco, sino por su tipicidad. Creo que formulan algunas posiciones de un modo nítido y tanto me lo parece que voy a dedicar la entrada siguiente nada más que a copiar un fragmento de una de ellas, sin más comentario.

Estoy seguro de que no es un manjar enteramente sabroso, salvo para aquellos que quieran seguirle el hilo a estas cuestiones con buen ánimo.

Habrá algunos que considerarán hasta cierto punto suntuarias estas materias. Habrá quienes digan que acerca de los nombres no debe disputarse (el mismo Sócrates se lo recuerda de algún modo a Cratilo...)

Como habrá quienes solamente puedan ver estas materias bajo especie ideológica, como si dijera que solamente se interesarán por ellas si estas cuestiones sirven para criticar a Kirchner o al Concilio. Como habrá quienes digan quién sabe qué.

Qué se le puede hacer...

En cualquier caso, sigue siendo verdad que lo que el árbol tiene de florido, viene de lo que tiene sepultado.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Indigencia contingente (III)

La única palabra que hace ser a los seres, es la Palabra: por el Verbo fueron hechas todas las cosas, dice san Juan.

In principio erat Verbum (v. 1)

Omnia per impsum facta sunt:
Et sine ipso factum est nihil, quod factum est (v. 3)

Et mundus per ipsum factus est (v. 10)
No hay modo en que el hombre, por sí, y con sus palabras, haga ser algo que sea de ese modo un ser sin más. Salvo -se dirá- en el sacramento y aunque allí son palabras que él dice, no son suyas en realidad; y aunque dice palabras que hacen lo que dicen –y en la Eucaristía, por ejemplo, hacen ser algo- no son stricto sensu las palabras solas en cuanto palabras materiales las que hacen ser.

Si lo pienso un poco, tal vez de allí nos venga a los hombres ese apetito creador, esa fascinación por hacer que las cosas puedan ser reales por el sólo hecho de pensarlas o decirlas. Tal vez nos venga del hecho mismo de que, en la estructura profunda de la realidad haya una Palabra que haga ser, que haga existir. Del hecho de que las cosas que existen, y no por sí mismas, han venido a la existencia convocadas por una Palabra. Y del hecho, finalmente, de que estamos hechos a imagen y semejanza de esa Palabra que crea.

Pero.

Trato ahora de rescatar un sentido en el que los sofistas y Hermógenes, Barbara Cassin y el propio Sócrates pudieran estar de acuerdo respecto de aquello de que el ser es un efecto del decir.

Y creo que el único modo de entender esto benévolamente es admitiendo con el propio Sócrates aquello de que las acciones son unas especies de seres. Tal vez incluso esto mismo solamente pueda ser aplicable aquí secundum quid y no simpliciter. Aunque aun eso es cosa de ver.

Quizá pueda entenderse que nuestras palabras -y hasta cierto punto- producen acciones. Mueven la voluntad de otros, mueven sus afectos, mueven sus ideas, las dirigen: persuaden, disuaden, hacen dudar, suspenden juicios; los alegran, los desesperan, los enamoran, los entristecen. Incluso nuestras palabras ponen de algún modo ciertas realidades en la mente de otros. Cada una de tales cosas es una acción humana, y entonces cada una de ellas en una especie de ser. No un ser sin más. Una especie de ser.

También hay un modo ‘mágico’ de entender la cuestión: producir algo, hacer aparecer algo siendo, poner algo en la existencia, obrar un ser que no era y ahora es, convocarlo a la existencia desde la nada, diríamos, con el conjuro, con la palabra, incluso con la palabra interior de la mente. Donde no había tal cosa, la palabra la puso en existencia: per ipsa facta est, como si dijéramos. Al hombre siempre le ha fascinado ese poder de hacer que las cosas sean o dejen de ser y que sea con su pensamiento y su palabra; y que sea así, más que con las manos o con un misil nuclear, tanto mejor: si pudiera hacer que algo dejara de ser con sólo pensarlo o decirlo, seguramente tendría más poder que si eso mismo lo tuviera que hacer con una bomba atómica o con un esfuerzo físico. Y tantísimo más en el caso positivo de hacer que algo sea o empiece a existir, sólo con pensarlo o decirlo. Y aún más precisamente: la fascinación por el conocimiento arcano de aquellas palabras que hacen ser.

Pero, de cualquier modo, para entender esto enteramente habría que entender qué quiere decir existencia en esos términos.

Supongamos que alguien hipnotizara a otro y lo hiciera caminar sobre brasas ardientes diciéndole que es un campo de flores mullidas y frescas y supongamos incluso que el hipnotizado no se quemara al pisar las brasas, ¿cuán flores que no son serían las brasas que siguen siendo? Supongamos que les dijera que soy marqués o bailarina de Sumatra y que ustedes, que no saben si esto es así o no, lo creyeran, ¿cuán marqués o bailarina de Sumatra habría llegado a ser realmente por el hecho de haberlo dicho o por el hecho de que me lo hayan creído? Supongamos que las palabras de la ley dijeran que un pigmeo o un tarado no son seres humanos, supongamos que dijeran que un anencefálico o un comatoso irreversible no son un ser vivo. Supongamos que alguien dijera que Dios no existe. Supongamos cosas así, interminablemente. ¿Qué significa allí existir, qué significa que las cosas dichas o pensadas llegan a ser o dejan de ser pues han sido dichas o pensadas como existentes o inexistentes?

Aristóteles decía que no es el mismo ser el que tienen las cosas en el lenguaje, en el entendimiento y en la realidad. Y que, por ello mismo, de un modo son las cosas en la realidad, de otro modo son en el intelecto y de otro modo son en el lenguaje.

Es el mismo verbo ser, pero no dice lo mismo en cada caso, incluso cuando se tratare de la misma cosa existente, pensada o dicha. Ella es la misma, en todo caso, no su modo de existir o su modo de ser en la realidad, en el entendimiento o en las palabras. Y esto es así en el curso normal del conocimiento humano, cuando hay algo extramental que tiene existencia independiente de mi discurso racional o verbal.

Sin embargo, y en un sentido diríamos sofístico como es aquel que se viene comentando, es claro que puede hacerse que las cosas sean de un modo en las palabras, en el lenguaje, y hacerlas ser con las palabras, como es claro que pueda hacerse que sean de un cierto modo en la mente.

Es claro que puedo decir que me ha hablado una piedra a través de una médium de Saturno y me ha dicho que el hombre-no hombre, sin cabeza ni corazón, sin manos y con veinte piernas, ha estado almorzando mañana con ella y que han comido en el planeta Venus que queda en Tilcara.

Y es claro que puedo concebir en mi inteligencia todo lo dicho, pero a la vez juzgar que la piedra miente porque mañana no es ayer ni hoy sino nunca pues el tiempo no existe pues no se ve, de modo que lo único que existe es nada y nunca, salvo en Tilcara.

Muy bien.

Sonará a disparate, pero tales cosas dichas de algún modo son y son por efecto de haber sido dichas. Como que tales cosas concebidas de alguna manera son en la mente tal y como son concebidas.

Y es por esto mismo que debe ser definido y explicado que significa ser y existir. Pues el hecho de que de algún modo existan en la palabra o en la idea no quiere decir que existan sin más en la realidad.

Entonces está claro también que otra cosa muy distinta es postular que puede hacerse que las cosas en la realidad sean sin más como efecto de las palabras, de tal modo que pudiera sostenerse sin más que el ser es un efecto del decir.

Con todo y eso, todavía queda por ponerle la lupa un poco más a esta cuestión de que hay un modo en el que con las palabras podemos hacer que algo sea. Estoy seguro de que entender bien todo este asunto no solamente es un asunto importante en filosofía o en teología. Todo depende de esto, en muy gran medida. El arte, la política, la psicología, la liturgia.

Todo.

Como que todo es por una Palabra.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Indigencia contingente (II)

Ah, ya lo había dicho: es asunto que me interesa.

Y me acordé del Cratilo de Platón, diálogo entre los más queridos.

Y me acordé de una cosa en particular:
Sócrates. –Por consiguiente, si ni todo es para todos igual al mismo tiempo y en todo momento, ni tampoco cada uno de los seres es distinto para cada individuo, es evidente que las cosas poseen un ser propio consistente. No tienen relación ni dependencia con nosotros ni se dejan arras­trar arriba y abajo por obra de nuestra imaginación, sino que son en sí y con relación a su propio ser conforme a su naturaleza.
Hermógenes –Me parece, Sócrates, que es así.
Sóc. –¿Acaso, entonces, los seres son así por natura­leza y las acciones, en cambio, no son de la misma forma? ¿O es que las acciones, también ellas, no constituyen una cierta especie dentro de los seres?
Herm.. –¡Claro que sí, también ellas!
Sóc. –Luego las acciones se realizan conforme a su propia naturaleza y no conforme a nuestra opinión.
Y, siguiendo el hilo, algo que aparece un poco más adelante:
Sóc. –Pues bien, ¿acaso el hablar no es tambiénn una entre las acciones?
Herm. –Sí.
Sóc. –Entonces, ¿acaso si uno habla como le parece que hay que hablar lo hará correctamente hablando así, o lo hará con más éxito si habla como es natural que las cosas hablen y sean habladas y con su instrumento natu­ral, y, en caso contrario, fracasará y no conseguirá nada?
Herm. –Me parece tal como dices.
Sóc. –¿Y el nombrar no es una parte del hablar? Pues sin duda la gente habla nombrando.
Herm. –Desde luego que sí.
Sóc. –¿Luego también el nombrar es una acción, si, en verdad, el hablar era una acción en relación con las cosas?
Herm. –Sí.
Sóc. –¿Y nos resultaba evidente que las acciones no tenían relación con nosotros, sino que poseían una natu­raleza suya propia?
Herm. –Así es.
Sóc. –¿Luego también habrá que nombrar como es natural que las cosas nombren y sean nombradas y con su instrumento natural, y no como nosotros queramos, si es que va a haber algún acuerdo en lo antes dicho? ¿Y, en tal caso, tendremos éxito y nombraremos, y, en caso contrario, no?
Herm. –Claro.
El texto completo se puede leer con bastante provecho, aunque tiene un tempo y un modo de razonar que no son los nuestros de hoy día, claro. No es que acierte en todo el querido Platón, no.

Pera esta cuestión de que las acciones son unas especies de seres, es luminosa. Y que en tanto sean unas especies de seres, así como los seres no son según nuestro gusto, tampoco las acciones lo son. Y no se actúa de cualquier manera, según nuestra imaginación. Y hablar es una acción y nombrar es hablar. Luego...

Sócrates está hablando con Hermógenes que es un convencionalista y, en el sentido de nuestra escribidora francesa, es uno de aquellos que más o menos piensa que el ser es un efecto del decir. De modo que, así se diga, así sea.

Hay que masticar un poco el texto, me parece. Una breve digestión. Porque después me propongo darle la razón por un rato a Hermógenes y a doña Bárbara.

Veremos.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Indigencia contingente

El asunto es que no tengo a mano ahora los 69 pesos.

Si usted los tiene, y quiere comprar el libro, entonces, va, lo compra y después me lo presta. No digo que valga lo que cuesta, ni digo que tenga grandes expectativas. Pero el tema tiene lo suyo (lo mío, debería decir, porque es a mí a quien le interesa...)

El libro se llama en español El efecto sofístico, dizque obra de Barbara Cassin.

Y el comentario dice:
"El ser es un efecto del decir", sostiene la autora. Esto explica que los discursos de los sofistas puedan tener un efecto terapéutico, ya que "ponen en juego la fuerza del decir para inducir un nuevo estado y una nueva percepción del mundo". No sorprende, entonces, que Cassin vincule el psicoanálisis con la sofística. En ambos se trata menos de encontrar "la" verdad que de producir "una" verdad que mejore la situación en que se encuentra un sujeto. Tanto en uno como en otro, ese discurso que resulta fuente de alivio no sólo es valioso en términos terapéuticos; además lo es en sentido económico. No se paga por la verdad -que, como enfatiza Cassin, "es impagable en todos los sentidos del término"-, sino por la sustitución "de un estado menos bueno por uno mejor" gracias al trabajo del profesional de la palabra y el silencio.

No parece nada nuevo, a pesar de que los plumíferos se han deslumbrado con lo provocativo (¡?) de la tesis.

Hay algo, sin embargo, en lo que más o menos acierta, precisamente cuando yerra: el ser es un efecto del decir.

Es verdad.

Y toda la cuestión en discusión está precisamente en eso mismo: para que las cosas existan es necesaria una palabra y el ser de las cosas pende de una palabra. Claro que hay que pasarle el peine fino a términos como ser o existir, para ver si quieren decir lo que dicen u otra cosa que lo que dicen.

Pero si aquí se entiende que ser es ser y existir es existir, el único problema con esa tesis nueva (¡?) es que efectivamente es así, salvo por el hecho de que no es la palabra del hombre la que puede alcanzar ese efecto.

Y el hecho de que parezca que puede ser la palabra humana la que haga existir, es probablemente lo que hace que se escriban libros como este libro de 69 pesos, que no puedo comprar.

Lástima.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Miscelánea de días (XIII)

Le decía hoy a un par de amigos que no tiene mucha gracia un experimento que me diga cómo fueron las cosas durante o una mil millonésima parte de segundo después del famoso big bang.

Lo que me gustaría ver es el experimento del antes, si es que antes a esas alturas es un adverbio posible. Para la física, por lo pronto, aunque no solamente para ella.

Mientras eso no pase, y esperando que los chicos del CERN no metan los dedos en el enchufe, releo mi opúsculo 'cuántico' preferido, que trata entre otras cosas sobre la física de partículas: De Ente et Essentia, de santo Tomás de Aquino, que para haber sido compuesto a los 29 ó 30 años no está nada mal.

Es un notable trabajucho escolar del fraile dominicano, de su época parisina, que estoy seguro hará las delicias de más de un aplicado estudioso sutil -cosa que no soy- y al que inútilmente le impresionará mi entusiasmo por recomendárselo pues lo habrá leido seguramente en su primera infancia.

Lo encontré en una versión muy trabajada, con su hipertexto y todo, que para quien no lo necesite no servirá de mucho; pero lucir, luce.

La parte que viene a cuento -diría yo- a estas enormidades subatómicas, en su salsa de espuma cuántica, es aquella que dice lo que aquí transcribo, y que aparece al final del capítulo V, y que según una traducción peruana reza así:
Y por esto, después de esta forma que es el alma, se encuentran otras formas que tienen más de potencia y son más vecinas a la materia en tanto que el ser de ellas no puede ser sin materia. En las cuales también hay un orden y grado hasta las formas primeras de los elementos que son muy próximas a la materia. Por esto es que no tienen operación alguna sino es según las exigencias de las cualidades activas y pasivas y de las demás que dispone la materia a la forma.

Y que se lee, según una traducción española, de esta otra suerte:
Y así, tras esta forma que es el alma, se encuentran otras formas que tienen más potencia y que están más próximas a la materia en tanto que su ser no se da sin materia. En las cuales se encuentra también orden y grado hasta las primeras formas de los elementos que son las más próximas a la materia. Por lo cual, no tienen ninguna operación, a no ser según la exigencia de las cualidades activas y pasivas y otras por medio de las cuales la materia se dispone hacia la forma.

Lo que, a su vez, en el latín de santo Tomas de Aquino, se dice de este modo (ahora en el capítulo III, según la división de la obra que adopta una versión canónica):
Et ideo post istam formam, quae est anima, inveniuntur aliae formae plus de potentia habentes et magis propinquae materiae in tantum quod esse earum sine materia non est. In quibus etiam invenitur ordo et gradus usque ad primas formas elementorum, quae sunt propinquissimae materiae. Unde nec aliquam operationem habent nisi secundum exigentiam qualitatum activarum et passivarum et aliarum, quibus materia ad formam disponitur.

Todo lo cual le costó al de Aquino, bastante menos que 4.000 millones de euros.

Claro que no llega exactamente a los mismos resultados, ni tampoco parte de los mismos principios.

Ni por las mismas razones.

Ya lo sé, ya lo sé...: a más de un amigo científico este razonamiento le pondrá los pelos de punta.

Pero, como no fui yo el que llamó "la partícula de Dios" al bosón de Higgs, ni la "máquina de Dios" al colisionador de hadrones, me quedo irresponsablemente bastante más tranquilo.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Miscelánea de días (XII)

Este asunto siempre me interesó, y ya que estamos como en el aniversario de la muerte cerebral, vale la pena siquiera un memento.

No podría decir muy bien por qué me interesa pues, si bien es verdad que a los 13 años decía que quería ser médico, eso es lo más cerca que estuve de la medicina. Tal vez el haber estado más cerca de la muerte que de la medicina, sea la razón de mi interés. Siempre pensé, sin embargo, que en esa cuestión acerca de la muerte hay algo tan serio como oscuro.

Este año, sin ir más lejos, estuve en una católica reunión 'académica' en la que estrenaba participación y el tema del día era precisamente éste. Tuve mala suerte. Nuevecito en ese corral, unos toros viejos, de notable cornamenta, a la única pregunta que hice -un poco atrevida, confieso- me contestaron con desprecio, patronizing y cierta furia. Y la razón que habrán tenido, claro. No soy médico, ni filósofo, ni teólogo. Ni nada que se le parezca.

Lo lamento por los cornudos, qué quieren que les diga. Porque me parece que ahora la misma pregunta atrevida se la tendrán que contestar al señor Ratzinger.

Mi ignorancia no es pequeña. Pero, una cosa que no sabía, y de la que me entero ahora -me escondieron la leche mis cofrades, los astados científicos-, es que precisamente en el estado de la Ciudad del Vaticano, no corre el influyente Informe de Harvard.

Mirá vos...

Miscelánea de días (XI)

Tarea para el hogar, carissimi. Y para quien tenga ganas, obviamente.

Leer con atención estos dos asuntos y en una carilla, tal vez en no más de 40 líneas, decir qué relaciones hay entre ellos. Puede abordarse metodológicamente, tanto como materialmente: cómo piensan, de qué están hablando.

Buena suerte, mes amis.

La opinión de la casa, en breve; si el mundo no se diluye antes, claro.

martes, 9 de septiembre de 2008

Clase única

No tengo que dar clases de teología ni de nada parecido.

Pero si tuviera, me imagino que repartiría por ejemplo este soneto de Luis de Góngora.

(Lo recordé a la fuerza hoy: eso pasa cuando hay letrólogos bisoños en la casa....)

Veamos.

Claro que habría que analizarlo primero, conocer -enseñando, supongo- también algo de preceptiva lírica en general y de las características del barroco en particular, del barroco en España, del barroco en poesía, de lo que se decía y se pensaba (y de lo que se pensaba y no se decía y viceversa) en el XVI, en el XVII. Habría que hablar de Góngora también, y de sus cosas y su tiempo y sus temas y qué significan los poemas de asunto religioso o teológico en su obra, y así. Eso ya llevaría su tiempo y no creo que fuera tiempo perdido.

El asunto mismo importa, líricamente hablando, cómo que no. No es un mero agregado, no es secundario.

Pero, recién después de habernos asegurado de que entendemos y gustamos el soneto, no como una excusa para hablar de aquello de lo que trata el soneto, sino para saber y saborear de él todo lo que se pudiere, recién después, digo, habría que pasar al asunto teológico, al tema del soneto. Y allí, creo, haría todavía una pequeña excursión por el tema apenas enunciado, pero ahora a través de otras artes. Tal vez otros poemas de otros autores (si acaso el mismo autor no hubiera dicho cosa diversa en otra parte), tal vez la pintura de esa época o de otras, la música acaso, y así. Como si dijéramos, las percpeciones que las artes tuvieron de esta misma cuestión.

Y ya estaríamos listos para el asunto teológico propiamente dicho.

Me imagino que habría que ver, a la vez, lo general y lo particular. La cuestión misma, en primer término, y las cuestiones implicadas, la historia de tales cuestiones, las posiciones teológicas, los representantes de escuelas, los corolarios, las secuelas teológicas, culturales, hasta morales.

Creo que al final, claro, volveríamos al soneto, para entenderlo de nuevo.
Al nacimiento de Christo Nuestro Señor

Pender de un leño, traspasado el pecho
y de espinas clavadas ambas sienes,
dar tus mortales penas en rehenes
de nuestra gloria, bien fue heroico hecho;
pero más fue nacer en tanto estrecho
donde, para mostrar en nuestros bienes
a dónde bajas y de dónde vienes,
no quiere un portalillo tener techo.
No fue esta más hazaña, oh gran Dios mío,
del tiempo, por haber la helada ofensa
vencido en flaca edad con pecho fuerte
(que más fue sudar sangre que haber frío),
sino porque hay distancia más inmensa
de Dios a hombre, que de hombre a muerte.
Me pregunto cuánto tiempo habría que dedicarle al asunto.

Quién sabe.

Tal vez una clase o un semestre. O un año. ¿Qué apuro hay?

Tiempo al tiempo

¡Hay tanto para hacer y uno hace tan poco! Pero si no se puede, no se puede, qué remedio... Pero igual el tiempo pasa...

Y no es que uno no pierda tiempo de tantas maneras. Y habrá que dar razón de eso, aunque, y a Dios gracias, hay misericordia en el Tribunal...

(De un modo bastante rudo diría, por las coincidencias apabullantes, me vi en estos días como obligado a pensar en estos asuntos. Frases, conversaciones, hechos, y hasta mensajes de gentes lejanas. Todas gentes y cuestiones sin conexión entre sí. ¿Sin conexión? Notable sería si así fuera. Y más notable si tuvieran una conexión que no alcanzo a ver del todo...)

El tiempo.

Y el tiempo perdido.

Si llevas cuenta de los días de años que nos diste y que perdemos en nadas, ¿quién podrá subsistir?

Ya sé que no dice eso el salmista. Yo lo digo. Porque si hay un tiempo para cada cosa, parecería haber cierta necesidad de acertar con el tiempo también, no solamente de acertar con las cosas.

Supongamos que el tiempo fuera la mismísima libertad. Supongamos que al tiempo le cupiera lo que le cabe a los cabellos de nuestra cabeza: cada segundo está contado, tenemos contados nuestros minutos. Y que de esa cuenta hubiera que dar cuenta, según parece.

Quiere decir que hay un tiempo para cada quien, no solamente un tiempo para cada cosa, como dice el Eclesiastés. Como también hay cosas para cada quien. No para cualquiera cualquier cosa. Y podría pasar que no alcancemos –ni siquiera con la intención– aquellas cosas que nos tocan a cada uno. Y eso por perder el tiempo, no solamente por no acertar con las cosas.

Así vista la cuestión, perder el tiempo podría volverse una expresión bastante menos mecánica, o casual, o inocente o fatal.

Hablamos habitualmente de perder el tiempo como de algo más o menos neutro, más o menos fatal y a la vez no muy grave. Como si se tratara de algo que no sabemos bien dónde lo hemos puesto, que no recordamos exactamente qué lo hicimos. Tal vez incluso unas sobras de algo de lo que ya se ha consumido bastante, algún algo que en principio es inagotable o nos lo parece habitualmente; algo que nos parece que podemos darnos el lujo de dejar de lado: unos trozos de pan sobre la mesa, un vaso de vino sin terminar de beber. Algo de lo que nos sobra, algo que no necesitamos demasiado. Algo que no nos hace falta todo el tiempo.

Pero el tiempo es para los mortales de algún modo como el aire. Nuestra condición está de algún modo maridada con el tiempo. Y resulta que mientras estamos en este valle, sin él no podemos ser.

Supongamos que habláramos de perder el tiempo como quien hablara de perder la inocencia, como quien hablara de perder la virtud, como quien hablara de perder la salud, o un hijo, o una pierna o un riñón. Hablaríamos con más gravedad de la cuestión, tal vez.

O supongamos que habláramos de perder el tiempo como quién hablara de perder todo el sueldo familiar en las carreras de caballos. Y a sabiendas, claro, no por mero accidente. No como quien pasara y descuidadamente volteara un jarrón, sin darse cuenta de que allí había un jarrón. No. Me refiero a que tomáramos el jarrón cuidadosamente con las dos manos y lo soltáramos a conciencia –con cierto envión, si es posible...– para que se estrellara contra el piso y así no quedaran dudas de que hemos querido tirarlo, y no se creyera que se nos cayó inadvertidamente.

Suena ominoso, demasiado pesado. Una carga que no parece humana, es verdad. Y eso hace más difícil la cuestión. ¿En qué sentido es nuestro nuestro tiempo? ¿Cuánto del tiempo en el que somos y sin el que no podemos ser nos pertenece? ¿Hasta qué punto nos pertenece?

Por supuesto que está ese sentido de las obligaciones que por comodidad voy a llamar voluntarista. Está esa rigidez programática de asegurarse de todas las formas posibles estar haciendo lo correcto, también con el uso del tiempo. Que podría llegar a ser, si no lo es, una forma de desesperación; tal vez, y al fin y al cabo, simétrica con la desesperación de la incuria del que siente que nada vale la pena. Porque parecería que se puede abusar del tiempo tanto con una rigidez inhumana cuando se lo usa de un modo diría implacable, como cuando se lo dilapida en naderías o se lo deja correr con una lasitud animal.

Pero abusus non tollit usum, que quiere decir que abusar es una cosa y usar es otra. Que es más o menos lo mismo que decir que ab abusu ad usum non valet consequentia. Esto es, que no podemos decir del uso de algo lo que podemos decir del abuso de eso mismo, cosa bastante sencilla de ver, pero difícil de hacer, por lo que se va viendo en esto y aquello, aquí y allá en variada suerte de cuestiones.

Con todo y eso, creo que el asunto de usar del tiempo que se nos ha dado, o de perder el tiempo que se nos ha dado, es todo un asunto.

Hasta pienso que está previsto que con el tiempo hagamos algo parecido a lo que hacemos con las demás cosas. Siempre seremos, creo, el hijo pródigo de la parábola. También en esto, claro, con ser asunto grave. Porque de algún modo nuestra herencia también está hecha de tiempo, como de las demás cosas: dones, amores, responsabilidades, todas cosas también graves.

Por cierto que si supiéramos con nitidez quién somos en realidad, eso enhebraría nuestros minutos de un modo más elegante y plástico. Si uno supiera qué hace en este valle. Si uno supiera qué tiempo se le ha dado, y para qué. Pero es mucho saber para un hombre, creo. Y acaso tendremos sólo aproximaciones neblinosas en el tiempo de nuestra vida. Y ni siquiera saberlo nos asegura mecánicamente no abusar de ello, no ignorar lo que sabemos. Siempre seremos el hijo pródigo.

Pero tal vez, y mientras vamos viendo, habría que mirar un poco mejor el tiempo mismo, antes de ponerse a contar con balanza de oro cómo usamos o cuánto perdemos de eso que no sabemos bien qué es. Antes de precisar qué significa perder o bien usar el tiempo, tal vez habría que entender mejor qué es el tiempo.

Y mientras con el mazo dando, rogando que no sea perder el tiempo ocuparse de tales cosas.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Miscelánea de días (X)

En junio de 1972, Emecé editó un tomito bastante soso en su presentación. Es una de las cosas que leía en estos días, para no leer otras, en parte también.

El libro –a través de 12 conferencias– refleja la estadía en la Argentina del cardenal Jean Daniélou, en abril de ese mismo año. Vino invitado por la Archicofradía del Santísimo Sacramento de la Catedral de Buenos Aires, para inspirar e iniciar una nueva veta de la asociación: ocuparse culturalmente de un apostolado social, en tiempos de la cuestión social, como se la llamaba. Aquí recibió Daniélou toda suerte de doctorados y agasajos en toda clase de instituciones católicas o no, UBA, incluida, por ejemplo.

Treinta y seis años no son nada, claro. Pero. El clima del librito parece de un mundo perdido, con todo y ser un poco pacato, si me dejan decirlo.

Me sorprende la edición, pese a todo. Que haya sido una ‘oportunidad’ editorial publicar esas conferencias, así, tan rápido. Me sorprende que el canal 13 de entonces haya difundido enteras tres conferencias sobre “Problemas de la juventud en el mundo actual”, o que haya habido dos conferencias de prensa de Daniélou de dos horas cada una, una en Buenos Aires y otra en Córdoba. Treinta seis años no son nada, como decía, pero el ambiente que trasunta la lectura deja un sabor extraño y hasta casi irreal.

Lo más curioso para mí, sin embargo, fue otra cosa.

El núcleo fuerte del libro son las tres conferencias que Daniélou dio en la Catedral de Buenos Aires sobre ‘problemas de la “Iglesia de hoy”’. Por decirlo more britannico, ninguna de las cosas allí dichas son de un vuelo inalcanzable, aunque tienen lo suyo y parecen adecuarse a un tono de divulgación más dialéctico o retórico que académico.

Sin embargo, mientras avanzaba la lectura no pude dejar de decirme cuánto se me hacía parecido lo que decía Daniélou en 1972 al tono y al modo y al sentido de las cosas que hoy por hoy dice el papa Ratzinger, también respecto de los problemas de la Iglesia de hoy.

Habrá que releer esas conferencias, para ver si es verdad y para ver qué quiere decir eso, si es verdad que eso es así.