sábado, 27 de septiembre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón (III)

Más lo pienso y más complejo aparece, y quién sabe si no es posible que algo de la naturaleza ambigua y bífida del propio dragón se cuele en el asunto. Aunque tal vez no lo sea del todo tanto y pueda aproximarme un poco más a diluir la pregunta.

Pensaba, por ejemplo, que, hoy por hoy, la celebración de san Jorge es optativa y que sigue siendo poco lo que se sabe de su vida y de su martirio. Se discute aquí y allí acerca de sus padres, de la zona o ciudad donde nació y murió, de lo que hizo, de sus viajes. Pero, a la vez, se ve a las claras que es notable la difusión de su culto, no solamente por lo que popularmente ha logrado en el corazón y la devoción de las gentes comunes, sino por la inmensa cantidad de patronazgos que se le han conferido: de Inglaterra a Georgia, de la orden de la Jarretera a los scouts, de los artistas de circo a Portugal. Pero también -al menos también- siempre detrás, creo, de la fascinación de su hazaña mayor: mató al dragón.

Toda la cuestión, se me hace, tendría que ser considerada de un modo muy especial, y más en nuestros días.

Casi diría que, sin la atenta consideración de la metáfora y el símbolo -tal como parece sugerir el propio Chesterton en aquel pasaje de Ortodoxia del que vengo-, el asunto tiene poca importancia o es un disparate ilusorio.

Parecería haber una línea de pensamiento según la cual la relación del cristiano con el dragón es -aunque existan rangos distintos en esta relación- inevitable. Y resulta así no solamente en un sentido simbólico y también sobrenatural, sino hasta en sentido metafísico, según parece apuntar Chesterton.

San Jorge es el cristiano, por cierto, además de ser san Jorge, como todo santo es el cristiano de algún modo. Pero, ¿y el dragón?
ver


Chesterton parece ponerlo allí en relación con la naturaleza y con el mundo, no solamente con el mal. Pero, tal como allí dice, con el mundo en oposición al universo. Un modo de naturaleza y mundo que es como si fueran parte axial de un universo -subsidiario del real- maleado y paralelo, en el que reina el dragón como un rey usurpador. Por cierto que ese usurpador asume con su figura la de algo precioso y hasta profundo, y en cierto sentido también la figura de algo grande, bello, sabio, poderoso. Pero maleado. Resume en sí los elementos y no de cualquier modo, sino de un modo en cierto sentido sublime y eso porque su excelencia no es de volumen material o poder físico, exclusiva o principalmente, sino espiritual. No importa tanto que nade, vuele o lance fuego, que viva siglos o crezca contínuamente. En algunas mitologías, el dragón vive en lo profundo de las oscuridades terrestres y se sorbe las raíces de los árboles que sostienen al mundo, lo cual le confiere un poder adicional. No como los demás animales que comen de sus frutos, sino de las raíces. A la vez, en las figuras más típicas, el dragón es el guardián de tesoros o de cosas valiosas, que al parecer no custodia celosamente por el valor de lo custodiado, sino por su avaricia, por su codicia y maldad. No hay por qué pensar que los tesoros que guarda y aparta de los hombres hasta hacerlos morir por ellos, sean lisa y llanamente tesoros materiales.

Algo de todo eso habrá hecho probablemente que Tolkien dijera en una de sus cartas (la 122 de la edición de Carpenter) que le "parecen un fascinante producto de la imaginación". Pero -y siguiendo la tradición occidental- por poderosos que fueren, no hay dragones buenos en la obra de Tolkien, del Smaug de Bilbo al Crisófilax del cuento de Egidio: "tenía un corazón malvado (como todos los dragones) y no muy valeroso (cosa también frecuente)..." (pág. 50 de la edición de Minotauro.)

Aunque precisamente Tolkien parece ser uno de los pocos que en esos territorios ha logrado distinguirse, suele pasar que lo malo y oscuro tiene una especie de ventaja, no solamente en la realización plástica de sus figuras y representaciones, sino también en nuestra imaginación. Es curioso: lo poderosamente malo, aun lo feo y deforme, ejerce y despierta una capacidad imaginativa que a lo bueno parecería no llegarle nunca del todo. No en las cosas en sí, por cierto, sino en la imaginación humana y en la realización plástica de esa imaginación.

(Apuntando al pasar, pienso que algo de eso hay no solamente en aquello de Aristóteles en su Poética, cuando en aquel famoso pasaje del capítulo IX defiende -incluso contra Platón- la primacía de la poesía sobre la historia, en carácter filosófico y universalidad. También, y tal vez más propiamente, se relaciona con lo que dice en el capítulo XXIV acerca de la necesidad de lo maravilloso verosímil en la epopeya.)

Visto así, tal vez podría pensarse que buena parte de la simpatía que despierta, así como del predicamento y estatura humana, moral y hasta sobrenatural de san Jorge, vienen del dragón al que está ensartando con su lanza y que por eso mismo se retuerce bajo los pies del caballo blanco que monta. De ese dragón nadie parece haber dudado jamás, a él nadie le ha dicho que su mención será optativa, a ese dragón nadie le pide documentos ni partida de nacimiento, ni pasaporte ni certificado de defunción. Lo cual parece perfectamente comprensible y justificado. Pero no por la obvia razón (no se apuren los sutiles previsibles...) de que nadie espera que ese dragón exista. Sino, tal vez, precisamente por lo opuesto: nadie parece dudar de que algo así como ese dragón sea posible.

Lo cual, en principio y de ser así, bien podría dejarme a las puertas -absolutamente provisorias- de alguna resolución para mi perplejidad.