sábado, 8 de noviembre de 2008

Calor (III)

Ya que la mentamos, la copiemos. Por ahí se hace cierto que alguien la imprime y la usa para una pegatina.

Es el salmo del patrón del capataz camandulero.
Oh, Yahwé, creador de todo, gobernador del mundo y esposo de Israel,
Me has dado abundancia desde mi niñez.
Para mí ha sido la lluvia del cielo y el cogollo de la tierra.
Mi padre me dejó heredades y yo aumenté mis rentas...
Yo dormía y las cosas crecían para mí.
Compré tierras en la escasez y en el auge las revendí.
Compré los papeles en baja de los publicanos arruinados
Y los cobré por su valor nominal cuadruplicado.
Mis rebaños y mis sembrados aumentaban solos.
Yo pagaba al Templo y no hacía dolos.
Hice galpones y cobertizos hasta perder la cuenta,
Hasta enredarme todo el día en cuentas y ventas.
Mi mujer viste púrpura y mis hijos cazan en el Líbano,
Y aventé a mis enemigos como la llama en el clíbano.
Hasta que oí a un hombre Tuyo sentado en el farallón:
'¡Ay de vosotros los ricos que tenéis vuestra consolación!'
¿Qué consolación tengo yo? ¿Qué tengo yo en resumen?
Tengo dinero; y esa consolación me consume.
Hendí mis manos en el oro exangüe.
¿Qué es el oro? El trabajo del pobre, es decir, la sangre.
No me consuela, no sé qué hacer, me embarulla.
El Hombre hablaba en el Monte, de la Ley tuya,
Y no sé qué hacer y mis oros me dan un vago miedo.
Señor, dime lo que he de hacer con este recelo,
Porque no pequé contra Ti, hice lo que todos.
Pero no estoy contento de mí de todos modos. Amén.

Los versos que trae Castellani son malos, hay que decirlo, pero hay que ver también que probablemente fueran de un patrón de negocios, un compraventero, quizá potentado.

¿Por qué tendría que saber de versos? Para escribirlos, dice uno por acá. Si no sabe, que no escriba, me dice otro más.

No sé. Mucha gente escribe y cree que así se le desahogan las penas o reparte sus dichas. No quiere ganarse el premio de la SADE, quiere decir algo: de lo que tiene en el corazón -duelo o consuelo- es que habla la boca. Así se consuela, y está bien.

Si quiere creer que sus versos son versos y encima buenos, allá él. Cada padre ve lindos a sus hijos. Si quiere creer que es un buen escritor, allí ya se pone perverso, me parece. Pero, hágame caso: Déjelo nomás pastar..., pobre ricachón. Estaba abrumado, después de todo. ¿Qué le voy a ir ahora con métricas y asonantes en las rimas...?


El día fue raro.

Quiso llover y hasta unas gotas cayeron a media mañana. Pero fallutas. Salió después un sol de justicia mientras estaba entre unos perniles asados muy en su punto y unos vinos de Mendoza (Cabernet, como me gusta) que sabían a gloria. Y de unas etiquetas extrañas de las que desde hace un tiempo andan por allí y que aquí ni se conocen, se ve que son primores de la provincia que ellos saben allá y aquí no sabemos.

Hubo que esperar hasta la noche para mirar el cielo de nuevo. Al atardecer, se puso dorado. Ahí está tu lluvia, le dije a mi madre con ironía oteando ambos por una ventana, sendos mates en mano. No hay que mezclar lo dulce con lo amargo... Se río. ¿Riego?, pregunté discipular. Eso allá es lluvia..., sentenció con un dejo ancestral de campesino calabrés.

Mientras, se levantó una ventolina que prometía agua, pero amainó y quedó pesado el aire, denso. Cubierto el cielo de nubes bajas, queriendo llover. Queriendo, nomás.

Nuestro amigo, el homónimo viajero de esta saga, sabiendo que Atahualpa tenía razón y que entonces, pa' qué volver..., resolvió seguir en su plan.

Y el caso es que quería estar en Nazareth hoy mismo, sábado 8 de noviembre, para la fiesta del beato sutil, Juan Duns de Escocia.

Como el calor siguó su asedio, parece que en su plan podía saltar en el tiempo tanto como en el espacio. Y así -aunque poco se ven ahora- alcanzó una caravana que cruzaba el Jordán y se internaba en las antiguas tierras de Isacar. Una vez allí, con un puntilloso mapa de una vieja historia de los evangelios belga (de 1867, que había heredado de su tío el cura...porque también había tenido un tío cura...), vería de recorrer pueblos y caminos trazados en la hoja que tenía que leer con lupa.

Después de cruzar el Jordán, se internaría y dejaría el Monte Hermón a la derecha y, bordeándolo por el sur, torcería hacia el noroeste, rumbo al sur de la Galilea, cruzando valles y pequeñas cadenas, hasta llegar a los pagos en los que vivieron Joaquín y Ana, los padres de la Virgen María.

Se acordaba de los textos de la hermana Emmerich y de sus inquietantes relatos sobre la Inmaculada Concepción. Resultó además que era buen día para el memento la fiesta del otro beato, adalid franciscano de la Señora, en esas lides de escuelas y sutilezas. Que Juan Duns hubiera muerto en 1308 no lo impresionaba para nada, lo cual es un cierto mérito, teniendo en cuenta la infaltable fascinación de los modernos por los aniversarios de números redondos.

Durante alguna de las noches de la travesía, probablemente en Sunem, en las últimas estribaciones occidentales del Monte Hermón, el cielo brillaba como en los dichos que recordaba de Ana Catalina, cuando la beata relataba las visiones que mostraban que los Magos habían descubierto una estrella que signaba el nacimiento de una Virgen. Parece que mucho hicieron ellos divulgándolo, porque, según cuenta la monja ciega, en aquellos lares había antiguos sacrificios de niños y hombres, conmemorando signos interpretados errónea o malvadamente desde antiguo. Los sacrificios, dice, mermaron con la noticia de los Sabios. Y dice también que cuando los hacían, rociaban la sangre derramada con harina, que la absorbía, con lo que tenían una especie de nefasta comida ritual, que incluía al final la propia carne de los sacrificios. Misterios y terrores de los signos mal llevados, viera usted.

El caso es que, mientras los hombres de la caravana sentados de a cuatro o cinco tomaban café y fumaban, comentando la presencia del argentino pero mucho más las peripecias del viaje, él se apartó hasta que la luz de los fuegos se hacía tan débil que dejaba la noche a cielo abierto y en su propia oscuridad plateada.

Tenía varias cosas en la cabeza. Aparecían una por una o en tropeles sordos, tratando de invadirle la mirada, que estaba fija arriba, hipnotizada en la enormidad de puntos, salvo donde la altura del Hermón recortaba el paisaje estelar y se hacía una mancha negra.

Todavía arrastraba las cosas sobre el horrible pecado del que hablaba el Padre Brown con Flambeau. Aquello que había estado pensando sobre la relación del cuento con la historia del capataz de Castellani, con el salmo de su patrón y todo, también rondaba.

Pero ahora, con su nuevo propósito de ir a buscar al escocés sutil de Duns a Nazareth, donde había nacido el portento de la Inmaculada, que tanto defendió, otras cosas tenía además en mente.

Hacía un tiempo había visto como casi todos la famosa lección de Regensburg. Se acordaba de que allí Juan Duns recibía -beato y todo como ya era desde el '93- un reproche de Ratzinger. Y recordaba que un antecesor del alemán, en 1966 para otro aniversario redondo, esta vez el de su nacimiento en 1266, había hecho un encomio del escocés -que sus hermanos los franciscanos atesoraban- celebrando tal vez lo mismo que ahora, cuarenta años después, el alemán censuraba. Pero había que verlo con más detenimiento, si acaso, y por muchas cosas que llevara una caravana, no cargaba ahora libros y papeles. Quedaba rondar las cuestiones a puro recuerdo, entonces.

De allí fue que pasó a Descartes. Y quizá para entender por qué ese salto, hay que ver que las horas de viaje en caravana son más lentas y tal vez más densas que las de avión. Como en las cárceles, según Cervantes, tal vez también en los desiertos todo ruido haga su habitación...

Como Duns, pensó, Descartes podía ser que tuviera dos caras y fuera dos cosas a la vez. Salvando las diferencias y considerando nada más que las relaciones, el amor mariano del escocés era al celo contrarreformista de Descartes, lo que la sutileza del franciscano era al racionalismo del francés.

Podría ser.

Pero.

Muchas cosas, después de todo.

Demasiadas. No estaba acostumbrado a pensar después de un día y medio de caravana a través de Cisjordania. Ni aunque fuera otoño.

Como mecánicamente, como quien con cierta arbitrariedad marca una página de un libro y lo cierra, cuando parece estar en plena lectura, y entonces apaga la luz del escritorio y se va a dormir, así nuestro viajero se levantó de su apartamiento y se acercó a los fuegos. Los hombres seguían conversando. Él llegó hasta donde había dejado su equipaje y buscó un Kouros tinto griego que había comprado en la frontera a muy buen precio. Siquiera un bocado al pico de la botella, a solas.

La noche se había cerrado completamente al pie del Monte Hermón, como se había cerrado en las pampas. Si las horas distintas en las que se encontraban hubieran sido la misma hora, su homónimo pampeano se disponía a regar en ese mismo momento en el que él trataba de buscar una mata de pasto, más mullida que el suelo pedregoso, lo suficientemente lejos del olor de los camellos.