sábado, 13 de diciembre de 2008

El fin del camino

Curioso asunto: parece que hay mucho que hacer al final del año. No sé por qué. Pero sí creo saber, y creo que se entiende. Hay algo en el tiempo del mundo, que se mueve al ritmo del mundo. De las cosas del mundo.

Por estos días, al final del camino del año, se ve a muchos que se afanan, inventan planes, se les ocurren cosas para hacer que saben positivamente que, si acaso abordarán realmente alguna vez, no harán hasta que la luz artificial de las oficinas se vuelva a encender a pleno de 9 a 22, como durante el año. Pero ahora, al borde de la fiesta, se vuelven perentorios y febriles. Como si alguna culpa o temor les cargara las espaldas y el corazón porque se acerca la fiesta y el ocio. Como si no quisieran irse al ocio sin pagar tributo al negocio, cualquier negocio, invirtiendo los amores, los deseos, para probar que no se olvidan de qué lado está lo que consideran consistente, serio. Será que es lo que se usa hacer y cada vez más. O será un enunciado apenas, una formulación de propósitos o expectativas, pero basta para dar fe. Los hay más terribles y furiosos, claro, implacables. Pero son los menos, por voluntad propia al menos. Como hay de aquellos que, mudando la materia pero no la forma, trabajan la fiesta, operan el ocio, trajinan el descanso: se vuelven afanosos planeando y ejecutando la misma fiesta, el ocio, la vacanza. Dándole forma, modelando, dándole sentido al vacío.

No es solamente el soslayo de la fiesta y del tiempo de la fiesta, eso se sabe. No es solamente el talante productivista, trabajoadicto. Eso sería fácil. Y está eso, claro. Pero es apenas la superficie. Más adentro, más abajo, parece haber algo más.

Y está claro, por otra parte, que somos seres temporales, como que debemos trabajar, como que tenemos mandado tener cierto gobierno sobre las cosas. Claro.

Pero ensayo una teoría, usando algo libremente los términos, aunque no es inédito lo que digo.

Creo que en las cosas humanas, el afán y el trajín son como si dijera más bien el lado humano de la vida de los hombres. El lado divino, en cierto sentido, es la fiesta, el reposo, el descanso, la mirada fija, penetrante, serena y saboreadora puesta en un punto o en un paisaje, en algo o en alguien, cierta quietud. Y se entiende que no toda quietud es divina, porque de lo divino se dice que es motor inmóvil, no simplemente que es inmóvil.

Creo también que cuanto más lento se hace el tiempo, más reposado en su ejercicio, en su percepción, en su uso, más próximo se vuelve al no cambio, a la eternidad; y, a la vez, más intensa resulta la experiencia de plenitud del ser viviente. Por otra parte, somos, por así decirlo, más temporales en el trabajo. Y cuanto más temporales, cuanto más en juego está el tiempo, más nos imaginamos que tenemos el imperio de las cosas, más creemos que podemos con ellas por nuestra industria. A la vez, como ya he dicho alguna vez, uno de los mayores afanes es domeñar con nuestra industria el propio tiempo.

No es malo el lado humano en lo que tiene de humano, claro. Ni lo es el lado divino, se entiende. Como trabajo y fiesta no son en sí mismos malos. Son como un concurso natural, son dos en uno para el hombre.

Camino y posada. Y camino y posada en este valle, porque en la Patria sólo hay posada. Pero estamos en este valle y aquí tienen ciertamente una relación y una proporción. Uno es tránsito, sucesión, trajín, transcurso y trabajo. La otra es fin y final, quietud, reposo, descanso, fiesta. Y es el camino el que lleva a la posada, diría Gilbert Chesterton, y no sólo materialmente, sino formalmente: caminamos el camino que nos lleva a ella, porque nos lleva a ella. Su juntura se asocia en nosotros al hecho de que el tiempo nos es natural. Hay que pasar de una cosa en otra. Hasta el fin. Hasta llegar al fin, que es la razón por la que estamos en camino.

Pero.

Hay algo en no querer salir del camino, como hay algo en negar el camino. Hay algo en no querer salir de la posada, como hay algo en negar la posada.

Y no es algo sano. Ni es algo bueno. No aquí, no en este valle.

Algo parece decirle a los hombres que el trabajo es lleno y el no trabajo es vacío. Algo parece que nos dijera que el no trabajo es malo en cuanto vacío y que es vacío, precisamente, porque no hay trabajo. Y que no hay plenitud sino en el trabajo.

Pero no es sólo eso.

Podría atribuírsele esa cadena de razones, y esa sensación y convicción, por ejemplo al capitalismo y antes al calvinismo y antes... Ya escribieron sobre estas cosas Pieper o Weber, cada cual a su modo. Y antes otros que se ocuparon de la relación entre la acción y la contemplación, la voluntad y el intelecto e incluso de la virtud y la gracia y de toda una cantidad de cuestiones conexas con esto que digo.

Me refiero aquí sólo a un aspecto que veo en la cuestión. Acá solamente digo ahora que hay un aspecto del ocio que siempre nos pondrá frente a la divinidad y a lo divino. Y que eso que tal vez se nos hace vacío, exige algo de entrega, de rendición, de ponerse en las manos de alguien. Ese vacío nos dice de un modo u otro que nuestro trabajo allí no cuenta, que nada podemos “hacer”, ni hace falta allí nuestra industria, sólo nuestra presencia. Como dije, tal vez nos resulta vacío por eso mismo.

Y creo que eso siempre es inquietante.

Porque nos dice que, de alguna manera, mientras estemos allí, en ese tiempo-no tiempo, en ese espacio en apariencia vacío, hemos perdido –y no debemos ambicionar– el control, el gobierno, el imperio sobre las cosas. Y que no debemos apetecerlo ni quererlo. Como, en cierto sentido, no deberíamos quererlo siquiera mientras estamos en los trabajos de este mundo.

En el ocio hay mayor experiencia del no tiempo, en la contemplación –aunque seamos contemplantes en el tiempo– entramos en los ribetes eternos de las cosas. Hay algo en nuestro modo natural de la fiesta, del descanso, del reposo, de la contemplación, que nos lleva a la eternidad, nos deja a sus puertas, en su umbral, aunque no sepamos bien cómo. Y parte del gozo que nos viene de esas situaciones más bien fugaces aunque intensas, viene de cierta suspensión del tiempo, del hecho de que en eso mismo, en esa suspensión del tiempo, se ve también una nota de la felicidad: poseer sin cambio algo sin cambio. Y allí se entrega uno, allí se rinde y reposa. Y a la vez confía. No necesita gobernar. No quiere gobernar, porque sabe –de algún modo llega a saber– que allí hay orden y gobierno. Que allí las cosas son para mí y que pueden ser sin mí. Incluso viendo en ellas lo mío en ellas, como aquel Niggle del cuento de Tolkien veía el cuadro que había estado pintando.

Pero esa experiencia no es solamente plácida. Para nuestro modo de ser es inquietante también. Hasta peligrosa. Y cada vez parecería más peligrosa. Porque cada vez nos parece más vacía: como si dijéramos que percibir la divinidad de algo, de alguien, de un tiempo separado del tiempo, lo vuelve más vacío, y eso porque lo percibimos menos humano, más vacío de lo humano.

En cuanto irrumpe de alguna manera el no tiempo, en cuanto irrumpe por algún lado la eternidad en nuestro tiempo no solamente quedamos frente a alguna felicidad. Ocurre entonces que somos, nos hacemos como niños. Y como niños, si tenemos la suerte de que esa irrupción no nos espante o, más aún, si tenemos la suerte de no aborrecer esa irrupción, nos abandonamos, reposamos, nos volvemos allí mismo como atemporales, generosos con minutos, horas y días, leves, más aéreos. Más libres de afanes, más dispuestos al no tiempo de la fiesta y la quietud.

Hay quienes ansían el descanso tras el trabajo, como hay quienes tienen que guerrear para que haya paz. Pero el asunto parece ser que hay quienes trabajan para no tener que descansar, como hay quienes batallan para que no falte la guerra.

Lo cierto es que lo divino se nos ha vuelto vacío. Lo divino se nos ha vuelto no sólo distinto sino enemigo de lo humano. No concebimos, parece, las quietudes vivas y vivificantes. No las queremos. Nos cuesta concebir una inmovilidad motora. El reposo, cansa. La fiesta, aburre.

Niño, fiesta, posada, eternidad.

Sí. Palabras peligrosas. Cosas peligrosas.

Y es verdad: lo son. Muy.

Al fin de cuentas, ellas tasan gravemente todo lo demás. Como son graves aquellas cosas que son principio y fin. Y ellas están al principio y al final, como el niño está al principio del hombre y la posada al final del camino.

Tal vez también por eso nos han recordado que debemos hacernos como niños.

Porque cuando finalmente el niño llega a la posada, hay fiesta eterna.