viernes, 2 de enero de 2009

Día 2

“Día 2. Perder el tiempo, que es la mejor manera de ganarlo.”

Esta segunda Florecilla espiritual... parece fácil, claro. Hasta demagógica es, si uno mira medio a las disparadas.

De hecho, cualquiera pierde tiempo. Ni falta que hace una Florecilla... para eso. Y digo que hasta demagógica parece porque más de un paspado debe tener la divisa escrita en la frente como si fuera un voto y casi un voto religioso. ¿O no hay apóstoles del tiempo perdido y a perder?

Como fuere, reto a cualquiera (a cualquiera, sí...) a que diga que no ha perdido tiempo jamás. Pamplinas. Claro que se pierde tiempo. A carradas. Dolce far niente. La tibia sensación y blanda de un muelle laissez passer. Distensión, lasitud y laxitud. Aun jolgorios y juergas, revolcones en la nada de nada, desvíos infinitos del camino, paradas atemporales en estaciones intermedias entre nada y nada. Se entiende también que, para los del voto y para cualquiera, perder el tiempo es el nombre épico con el que emperifollamos otras cosillas menos gloriosas, otros andurriales del alma que para salir a la luz vestimos de magnificencia, hasta que se empingorotan coronándose de magnanimidades fictas. Grandes ruidos huecos, en vez de las melodías pequeñas que en ese caso se nos hacen anodinas. Pamplinas, también, cumpa. Somos mañosos los hombres. Y como lo que se hace se hace en razón de bien, allá vamos, dorando a la hoja nuestras arcillas incoloras...

No nos asustemos, pero tampoco nos engañemos.

Sin embargo.

Anzoátegui, qué remedio, es barroco. Al menos en su dicción, y no sólo.

Porque la Florecilla completa dice claramente lo que dice. Que lo diga en tensión de oposiciones veladas, no es impedimento para la intelección. Tal vez al contrario.

“Perder el tiempo, que es la mejor manera de ganarlo.”

Dice “ganarlo”, no sé si me explico.

Y si dice “ganarlo”, entonces “perder” es palabra de cuidado. Lo es “ganarlo” también, y en excelencia, claro. Pero más lo es “perderlo”.

Hay que ser medio distraído para no advertir la segunda parte. ¿Qué es eso que llamamos “tiempo” que aquí se nos aconseja “ganar”? ¿Qué es “ganar tiempo”? ¿Para qué?

No, dirá uno, allí claramente se aconseja “perder el tiempo”. Nones, mi viejo. Allí se dice que si quiere ganar tiempo, lo pierda. Por donde, entendido y sabido siquiera raudamente qué cosa sea ese tiempo y qué sea ganarlo, deberá aplicarse al difícil arte de perderlo, en consecuencia una cosa con la otra, arte tal vez tan difícil –o más– que lograr el propósito de ganarlo. Porque tal vez, ganar el tiempo sea asunto que no veremos en este valle, pero en este valle nos las tenemos que ver sí o sí con el asunto de perderlo y de saber perderlo para ganarlo.

Aunque parezca extraño, tal vez habría que dedicarle una línea a los profetas del estreñimiento espiritual, adversarios de toda eutrapelia, de hecho o de derecho, porque los hay de ambos. Como que hay quienes predican y vociferan una alegría que jamás visitan. Pero, con ser ése un asunto más peliagudo todavía, tal vez los desesperados en este sentido sean los menos. Y digo desesperados porque solamente una fuerte esperanza permite perder el tiempo para ganarlo. Solamente sabiendo lo que vale el tiempo se puede atinar a saber perderlo. Y en estado de estreñimiento espiritual, con la palabra dulce y el corazón agrio, tampoco se acierta a perder el tiempo para ganarlo.

Perder el tiempo, lo que se llama verdaderamente perder el tiempo, no lo pierde cualquiera. Cualquiera puede echarse panza arriba, cualquiera puede hacerse el poeta, el filósofo, el anacoreta; cualquiera puede desdeñar convenciones, poner cara de dandy antiburgués, cualquiera puede trasnochar la vida y dormir los días. Y no se crea que, en el sentido berreta de la expresión perder el tiempo, todo es miel sobre hojuelas y coser y cantar. A veces, casi siempre diría, puede llevar un trabajucho regular aplicarse a la suelta pérdida del tiempo. Como si dijéramos que cualquiera puede armar casitas con fósforos quemados, cualquiera puede coleccionar bonsái o todas las tapitas de gaseosas, tanto como cualquiera puede hacer política de café, teología de bar, arte de banco de plaza. Cualquiera puede perder el tiempo así, y por más trabajo que le cueste, por más empeño que ponga, no por eso va de camino a ganar aquello que con tanto donaire va perdiendo por allí.

Porque no cualquiera sabe perder el tiempo para ganarlo. A conciencia. No cualquiera. Porque lleva tiempo aprender el arte. Lleva tiempo y esfuerzo hasta lograr el hábito radiante de saber qué cosa cada vez y sobre todo cuándo y para qué y por qué. Hace falta cierta concentración efectiva –no sólo declamada– en el objetivo, en el fin. Y más: cierta lucidez para no perder de vista el fin.

Bonum arduum, estimado, bonum arduum.

Y ganar el tiempo, según se ve, es bonum.

Lo demás, y en el mejor de los casos, me parece que pertenece a los desesperados atletas amargos de una virtud insípida y orgullosa o a la desesperada y más o menos ubicua progenie de Onán.